CAUCE VIVO
Pero los verdaderos protagonistas y artífices de mi
vida y de mi infancia fueron mis padres y mis hermanos. Mis padres acabaron
abandonando el pueblo vallisoletano donde vivían recién casados por culpa de la
guerra civil para venirse a vivir a Zamora. Allí, en el pueblo vallisoletano, sufrieron hasta
no poder más cuando ya tenían una niña muy pequeña a su cuidado y otro ser que latía
en el vientre de mi madre. Precisamente este detalle del embarazo de mi madre
fue primordial para que salvase la vida en un momento en que estuvo a punto de
perderla a manos de los falangistas recién sublevados contra el Gobierno
democráticamente elegido. No sé cuántas veces nos contó nuestro padre lo sucedido
entonces, y lo recuerdo como si lo hubiera vivido yo mismo, y eso que aún
esperaría ocho años para abrir los ojos en este mundo tan incoherente. Sin
embargo, antes de repetir aquí las palabras de mi padre, prefiero hablar de él
y de su vida hasta enlazar con el principio de la mía.
Mi padre nació el 14 de octubre de 1908 en Valdenebro
de los Valles, pueblo de la provincia de Valladolid cercano a la histórica villa
Medina de Rioseco. Se llegaba a Valdenebro en el momento en que yo lo recuerdo por un
camino asfaltado mil veces y otras tantas descarnado por las lluvias y los
carros. Algunos chopos, viñedos y campos de trigo acompañaban al viajero desde
Medina al pueblo. Un palomar, situado a la izquierda de la marcha, señalaba el
punto de arranque del breve y estrecho caminito que ascendía al pueblo. La
iglesia, en lo alto, cobijaba a su alrededor, como una buena madre a sus hijos, modestas casas de labradores y ganaderos. En una casa de esas nació el
hombre que 35 años después sería mi padre. El impetuoso y frío viento de otoño
azotaba las patas de las ovejas recogidas en el chiquero del monte y aullaba
escandalosamente en las esquinas y revueltas de las callejas del pueblo. Pero
dentro de la casa feliz ardía leña abundante en la chimenea y algunos parientes
habían acudido para felicitar a los padres del recién nacido y desear todo tipo
de felicidad a la familia. El mejor vino de la modesta bodega fue llenando los
vasos de los allí reunidos para brindar por tan fausto acontecimiento. A los
pocos días se sacrificaría un cabrito, y la alegría de todos los convidados a la
fiesta acompañaría al recién venido al mundo. Gente habría que antes de
bautizarlo sugerirá a los padres nombres de antepasados familiares para ponérselo
al niño. Otros propondrán sencillamente el santo del día, Calixto. Por su
parte, el padre de la criatura, pensó ponerle el suyo propio, Esteban, nombre
muy abundante en la familia, pero al final el nombre que se impuso sobre todos
los demás fue el de Fortunato, tal vez con el ánimo de conjurar para el
bautizado toda clase de suerte, de fortuna, de venturas sin límites.
Once años más tarde, el abuelo Esteban llevó a mi
padre al monasterio cisterciense de la Santa Espina, situado en el municipio de
Castromonte, en los Montes Torozos, que entonces alojaba el Colegio de artes y
oficios.
“Querido padre: Esta mañana el abuelo Esteban te ha traído a este gran
colegio de artes y oficios. Tu pelo rizado y tus inquietos ojos negros
enseguida han llamado la atención de tus profesores y condiscípulos, si bien te
sientes todavía como pez fuera del agua en este lugar abrumador de extensos y
cuidados jardines, de pabellones con ventiladas aulas y amplias naves donde los
talleres respiran sus mil ruidos de maquinarias y herramientas múltiples, y
todo junto al magnífico monasterio románico-gótico de grandes torres y fachada
imponente. Acabas de dejar la vieja y humilde escuela del pueblo de paredes
desconchadas donde todos los imaginables mapas de humedad tienen cabida, con el
maestro anciano y achacoso que ya estaba para cualquier cosa menos para enseñar
a rapazuelos cuya vida es el sueño y la aventura por los campos de los
alrededores en busca de nidos y apetitosas frutas. Y como fuera de lugar te
encuentras ahora recién llegado a estas ordenadas clases donde el cálculo se
convertirá en tu mejor amigo, donde la letra y el dibujo se volverán en tus
hábiles manos elegantes y bellos, donde el mundo humano y útil de la
carpintería irá impregnando poco a poco, con amor, paciencia y sabiduría, toda
tu persona con el honrado perfume del serrín y las virutas, de la madera que
milagrosamente se adaptará a la curva poesía de un baúl, a la seria solidez de
una cómoda, a la firme y silenciosa solemnidad de un féretro. Aun así, algunas
noches, al echar de menos las alegres correrías por la arboleda del camino
viejo en compañía de Florencio, tu mejor amigo, esconderás, querido padre, la
cabeza bajo la almohada para que no te oigan llorar tus compañeros de
internado. Y en otros momentos del día, cuando notes la falta de la cercanía de
las manos de tu madre en tu pelo rizado, te apartarás hasta el pinar del
cercado para ocultar igualmente la tristeza.
Los primeros meses serán los peores porque todo cuanto veas a tu
alrededor te recordará el mundo idílico que acabas de abandonar en Valdenebro;
y así, este chico que se sienta en el
pupitre de la izquierda, alto, desgarbado y algo tartamudo, te recordará a cada
instante durante al menos algún tiempo, a Pedro, el monaguillo del pueblo; y el
hermano Isaac, de espesísimas cejas, te hará pensar en el herrero, tu vecino; y
el señor mayor que todas las tardes va llenando los sacos de su carro con
sobras de madera es el vivo retrato de Benito, el anciano solitario del palomar
que pasa con su carro por el pueblo regalando a quien quiera el abundante
excremento de pichones, palomas y palominos, que tan fértil es para la
agricultura; y los gorriones que se persiguen con escandalosa algarabía entre
los árboles y plantas de los jardines, y las urracas que carcajean como brujas
entre los pinos, moviendo sus largas y blanquinegras colas como batutas de
director de orquesta, y las insistentes totovías de las vecinas tierras de
labor, te recordarán irremisiblemente los gorriones de las callejas por donde
las vacas del tío Rafael salen del pueblo hacia el regato del Piojoso para
abrevar despacio la escasa agua que baja por él, las urracas de los vecinos
tesos que miran a la parte de Rioseco recorriendo las ramas de chopos y
almendros, y las dulces totovías que a la tarde se acercan a las bardas de los
corrales y desde allí envían a las viviendas sus silbos insistentes y
melancólicos.
Pasado el tiempo de la añoranza, te irás acostumbrando a la vida de paz
y de trabajo de La Santa Espina y sentirás verdadera devoción por el hermano
Teófilo, sabio y simpático en las clases de Cálculo, y tierno en los sermones
de la tarde, momentos antes de subir a los dormitorios. Y sentirás igualmente
cariño y compasión por Valbuena, el chico enfermizo de Valladolid. Creo que se
llamaba Antonio, Antonio Valbuena. Él te hizo amar el dibujo con tanta fuerza,
que ya nunca abandonarías la afición por la línea y el volumen que un modesto
carboncillo, bien manejado, puede convertir en una perdiz a punto de levantar
el vuelo, o en una cabeza de Cristo, como aquel Cristo de la Caña que siempre estuvo en la casa de Zamora y que
desapareció, por esos caprichos inexplicables del destino, durante el traslado
a Barcelona muchos años después, o en una hermosa niña con trenzas como aquella
que estuvo adornando el pasillo de la casa de tu hermana, la tía María, hasta
poco después de su muerte, cuando uno de sus hijos se encaprichó del dibujo y
dejó huérfana la pared de su entrañable presencia. Tu amigo Valbuena moriría,
según contaste tú, en una prisión de Oviedo durante la odiada guerra civil.
Querido padre: Esta mañana el abuelo Esteban te ha traído al Colegio de
La Santa Espina
para que aprendas un oficio que te abra en el futuro las puertas del trabajo.
Cuatro o cinco años pasarás aquí dentro, de interno y, mientras aprendes a ser
un hombre de provecho, de piedad, de disciplina y trabajo bajo la mirada
protectora de estos buenos religiosos, vivirás la dolorosa experiencia de la
muerte de tus padres, primero la de este hombre bueno, el abuelo Esteban, que
hoy ha firmado tu ingreso en el Colegio, y al poco tiempo la de la mujer que te
trajo al mundo, la abuela Juana. Y al abandonar los estudios, experto en el
dolor y el luto y en el mundo de la seriedad y del trabajo, irás a vivir con tu
hermano mayor, el tío Félix, aquel que moriría de gangrena y cuyo final,
igualmente traumático, también nos contaste en familia. Maduro a la fuerza,
empezarás a ganarte la vida en el pueblo. Con un banco de madera, unas cuantas
herramientas y la sacrificada carne de los árboles, al conjuro y habilidad de
tus manos, querido padre, brotaron las primeras sillas y las primeras mesas por
encargo.”
Mi padre quiso siempre para nosotros sus hijos una
educación basada en amplia cultura general y buen aprendizaje de un oficio. Luego, con el tiempo,
las cosas no salieron como la familia esperaba, pero en un principio, las
intenciones y deseos de nuestro padre se cumplieron en parte al menos en los
dos chicos menores, mi hermano Aurelio y yo, pues ambos fuimos alumnos externos
(externos porque vivíamos en el mismo lugar que el centro de estudios) de un
Colegio parecido a La
Santa Espina , aquel en que él había estudiado de chico. Mi
hermano mediano y yo estudiamos algunos cursos en la Universidad Laboral
de Zamora, que regían los hermanos Salesianos. Yo ya había pasado por dos
centros de enseñanza: uno, situado en la capital, casi frente por frente de
nuestra casa; y por ello diariamente debía cruzar el Puente de Piedra sobre el
Duero para llegar hasta él; luego enfilaba la cuesta del Pizarro y, por la
calle de San Ildefonso, salía al principio de la calle Ramos Carrión, que era
donde estaba el Colegio. Se llamaba del Amor de Dios y estaba regido por monjas.
Lo primero que debíamos decir al entrar por su puerta era “Ave María Purísima”,
y la hermana de la recepción nos contestaba “Sin pecado concebida”, que los
niños convertíamos en nuestro interior por “Sin picado con cebolla”, cosas de
la infancia, que para estas cosas es un manantial de imaginación. Aquello de
cruzar el Puente y ver el río debajo pasando constantemente era un verdadero
espectáculo para mí, que era un crío y poca cosa, físicamente hablando, espectáculo
que a veces conllevaba cierto riesgo, especialmente en los días en que el
viento soplaba con fuerza; entonces mi madre hacía bromas conmigo mientras me
acariciaba el pelo ensortijado y me abrochaba bien el abrigo diciéndome:
“Cuando bajes a la plazuela métete piedras en los bolsillos, no sea que te
lleve el viento en el Puente de Piedra.”
“Eres tú para mí, Puente Romano,
como el cordón umbilical seguro
que tiene unidos en abrazo puro
la mágica ciudad y el barrio hermano.
Tu antigua piedra, Puente, fue la mano
que abriendo el agua de mi Duero oscuro
llevó siempre mis ojos hacia el duro
peñón, cuna del gesto zamorano.
Ya nada borrará tu exacta forma
de aquella vista mía desde casa
que yo me impuse siempre como norma:
abajo el río que rezando pasa;
sobre él tu carne; y ascendiendo en celo
roca, muralla, campanario y cielo.”
El segundo centro de estudios era, como ya he dicho
aquí, la escuela del barrio que regentaba don Andrés, el sabio maestro que
padecía del estómago y nos contaba, como sólo él sabía contar, las leyendas y
la historia de Zamora, la del barbo que se tragó el anillo de san Atilano o la
del sitio de la ciudad en el que encontró la muerte el rey don Sancho a manos
del traidor Bellido Dolfos.
Regresando a los Salesianos, para llegar a él había no
sólo que cruzar diariamente el Puente de Piedra, sino toda la ciudad al
completo pues la
Universidad Laboral se encontraba en el extremo oeste, junto
al cuartel militar y el Instituto de Enseñanza Media, adonde iría a parar yo pasados
unos pocos años. Con nosotros iba también un chico del barrio y, como Aurelio era mayor que nosotros y su zancada el triple que la nuestra,
nos arrastraba a su lado con la lengua fuera. Entonces, pese a ir a la carrera, aprendí a
localizar lugares y edificios que no conocía de mi ciudad: el Palacio del
Cordón (llamado así porque enmarcando la puerta aparecía el cordón de san
Francisco), la cuesta de Alfonso XII, la calle de los Herreros, la Plaza Mayor y el
Ayuntamiento Viejo, la calle de Santa Clara, una de las más largas de la ciudad
adonde se asomaban edificios emblemáticos como el Hogar de Educación y
Descanso, la iglesia de Santiago del Burgo (el de la lágrima de piedra
suspendida en la puerta que cantara nuestro poeta Claudio Rodríguez), el Banco
de España o el Museo Provincial, entre otros. Tras dejar atrás la Farola , enfilábamos la
acera de la Emisora
de Radio y al cabo de un rato llegábamos a las inmediaciones del Cuartel
Militar, casi punto final de nuestra carrera diaria, en la que Aurelio llegaba
sin despeinarse y nosotros dos, Juan Andrés y yo, prácticamente reventados; y
digo “casi punto final” de la carrera porque faltaba aún el último y definitivo
“spring” una vez que divisábamos en medio de la calle, delante de la entrada
del Colegio, y haciendo sonar su proverbial esquila, la figura alta y embutida
en su sempiterna sotana negra del hermano Consejero; entonces a su amenazadora
vista acelerábamos al máximo la velocidad de nuestras piernas para evitar que
un sello rojo más de falta de puntualidad apareciera en nuestras tarjetas.
Junto a la puntualidad, en los Salesianos se premiaban
otras virtudes como la disciplina, la laboriosidad, las impecables presentación
y letra en los trabajos escritos, el
buen comportamiento y la piedad. De aquel tiempo vivido allí guardo buenos y
malos recuerdos y aseguro que entre estos últimos no incluyo la carrera diaria,
que al fin y al cabo, con el paso de los años, se ha convertido en una
simpática anécdota que repetimos en nuestros encuentros familiares todavía hoy.
Un mal recuerdo de la época de los Salesianos eran los escalofriantes relatos
que nos hacía escuchar el hermano Prefecto al acabar el día en la monumental
iglesia del Colegio durante las llamadas Buenas Noches (evidentemente, para mí,
eran Malas, Malas Noches). En esos relatos, encaminados indudablemente a fomentar
la devoción y la piedad de los alumnos, aparecían difuntos que ardían en sus
féretros porque de niños se habían olvidado de confesar un pecado mortal,
personas que finalmente se ahogaban, en sus repetidos intentos de suicidarse
arrojándose al río, tras desembarazarse del escapulario que llevaban al cuello,
o algún mal hijo que, para ingresar en bandas de criminales, entregaba el
corazón de su madre, como prueba de su perversidad, después de arrancárselo del
pecho. Aún recuerdo con escalofríos el desenlace de esta última historia. El
cruel hijo, con el corazón aún caliente de la madre entre sus manos, corre a
entregárselo al jefe de la banda criminal, y en su carrera tropieza y cae en el
camino; entonces se oye la voz de la madre que le dice angustiada: “¿Te has
hecho daño, hijo mío?”
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