El propósito
Y a partir de
ese momento se refugió en una sola idea. No había otra conversación en casa con
su mujer que no saliera a relucir la aventura de realizar un crucero por el
Mediterráneo occidental. A su esposa la idea no le parecía descabellada; ni
mucho menos, porque en más de una ocasión el tema de los cruceros había sido
tratado en el círculo de amigas del Café Lisboa, y alguna de ellas conocía a
gente que había viajado alguna vez en un barco italiano y decía maravillas de
lo vivido a bordo; así que ella había empezado también a desear en lo más
profundo de su corazón realizar algún día uno de esos viajes por mar. Pero no
lograba entender por qué de la noche a la mañana a su marido le había entrado
en la cabeza la idea de hacerlo. Por supuesto Bautista Santos ocultó a su mujer
el verdadero motivo de su propósito y, en cambio, siempre acababa la
conversación con las mismas frases:
“Mujer, tanto
tú como yo nos merecemos un viaje de esa clase. Hemos trabajado sin descanso
toda la vida y, gracias a Dios, nos hemos hecho con algunos ahorrillos. Y ahora
que ambos estamos jubilados, es el momento de invertir parte de ellos en un
crucero.”
Y así un día y
otro día, especialmente a partir de la fecha en que asistió a la presentación
del cuadro de Caravaggio en la
Catedral , Bautista sacaba a colación el tema del viaje por el
Mediterráneo occidental. Hasta que una tarde, su mujer, tras asistir al
acostumbrado círculo de amigas del Café Lisboa, y completamente convencida de
la posibilidad de embarcarse un día con su marido, le dijo:
“Pero
Bautista, no sé si sabes que ese crucero tiene su salida del puerto de
Barcelona. Y nosotros estamos a casi mil kilómetros de distancia. ¿Cómo lo
hacemos?”
Y como era esa
la pregunta que el profesor de arte jubilado esperaba con tanto afán que su
mujer le hiciera finalmente, le contestó sin titubear:
“¿Que cómo lo
hacemos? Nada más fácil, mujer. Yéndonos a vivir a Barcelona.”
“Pero
Bautista…”
“Nada de
peros. Tampoco digo que lo hagamos hoy mismo o mañana o la semana próxima. Pero
si tú estás animada a hacer ese crucero, podemos empezar a consultar por
Internet cómo están los precios del alquiler de los pisos en Barcelona.”
“Pues me
imagino, querido, que por las nubes.”
“Habrá de
todo, como en todas partes. Además podemos vender el nuestro. Sacaremos un buen
pellizco por él. Está muy bien situado, se encuentra en muy buen estado y sus
dimensiones son las más adecuadas para una familia de pocos miembros, dos,
tres, como mucho, que es la media que existe hoy en día en toda España…”
“Bueno, ya
hablaremos, Bautista. Pero con calma. Estas cosas hay que hacerlas con mucha
calma. No quiero que te tomes este
asunto demasiado apasionadamente. No me gustaría que tu… que la enfermedad que
tienes sufriera alguna crisis, que…”
“Me medico, me
medico. No dejo de tomar un solo día la dosis que me prescribió el doctor. Y me
encuentro bien. Alguna noche me despierto sobresaltado, pero pronto se me pasa.
Por eso no te preocupes.”
Y así quedó la
cosa. Pero al día siguiente, Bautista, más excitado que de costumbre, volvió de
la biblioteca donde consultaba Internet con un listado de pisos de Barcelona
cuyo alquiler estaba dentro de las posibilidades pecuniarias del matrimonio. Y
al siguiente, con un folleto que había imprimido de Google con el itinerario
del crucero del Mediterráneo occidental y las fechas de salida para el año
siguiente.
“Pero,
querido, si todavía falta un año. ¿Por qué no nos dedicamos antes a consultar
el asunto del piso? Y luego, una vez en Barcelona, ya veremos qué hacemos.”
El profesor de
arte jubilado pareció conformarse con las palabras de su mujer, y pasó el resto
del año más o menos tranquilo, sin dejar, eso sí, de repasar las notas que
tenía y de confeccionar otras nuevas sobre su pintor favorito, que no era otro
que Caravaggio. Pero al empezar el año, cuando a su mujer le tranquilizaba cada
vez más verle inmerso en su lectura y escritura habituales sin las inquietudes
y sobresaltos de rigor, una tarde fea y fría de enero, salió de su cuarto
descompuesto esgrimiendo en una mano una nota que acababa de actualizar sobre
la obra de Caravaggio y exclamando:
“¡Hay que ir a
ese crucero! ¡Lo sabía! ¡La obra corre peligro!”
La mujer
intentó calmarle, pero fue inútil. Bautista seguía en lo suyo, y con los ojos
abiertos desmesuradamente, señalaba con el índice de una mano la hoja que
sostenía la otra.
“Aquí lo dice:
Caravaggio, violento y pendenciero, vivió una vida casi insoportable por la
crítica de su obra, rechazada a menudo por el clero, y murió, irónicamente,
febril y obsesionado con un navío que creía que había partido con sus
producciones, que guardaba en un almacén cercano. Tengo que ir, querida.”
“¿Pero adónde,
Bautista?”, le preguntó su mujer, angustiada, temiendo que hubiera dejado de
tomar la medicación y de nuevo tuviera aquellos ataques alucinatorios en los
que le parecía oír voces de gente de pintura que llevaba muerta siglos. “¿Dónde
quieres que vayamos?”
“¡A Barcelona,
a coger ese crucero que hace escala en La Valeta !”
La mujer, que
no quería llevarle la contraria para no provocarle otra crisis, asintió en
silencio y luego añadió resignada:
“Pero antes,
querido, tenemos que buscar un piso en Barcelona.”
Eso ocurría en
enero. Y a mediados de febrero, ya la pareja vivía en un piso alquilado de la
calle del Olmo de la ciudad condal, muy cerca del puerto. Al poco tiempo
hicieron algo de amistad con otra pareja que conocieron en el barrio, durante
uno de los frecuentes paseos que Bautista y su mujer realizaban por los muelles
vecinos hasta la Barceloneta. Enseguida tomaron la costumbre de tomar el vermut
los cuatro en una terraza de cara al mar. Las dos mujeres se llevaban muy bien
y hablaban de todo, mientras que los dos hombres apenas cambiaban dos palabras
para hablar del tiempo.
“¿Por qué no
habláis más?” le preguntaba al principio su mujer.
Y él le
contestaba:
“No tiene
conversación. Si al menos leyera más, pero es que no sabe nada de arte ni de
museos ni de nada.”
Y ella
insistía:
“Háblale tú.”
“No sé de qué
hablar con él. Sólo me habla de las partidas de petanca que jugaba con otro
jubilado del barrio. Pero al morirse, ya no tiene con quien jugar.”
“¿Por qué no
te compras un juego de bolas y juegas con él?”
“¡Sí, sólo me
faltaba eso! ¡Jugar a la petanca!”
“Pues te
entretendrías un poco más y descansarías de tanta lectura y escritura…”
“No insistas
más, por favor.”
Y ella no
volvió a sacar el tema. Siguieron tomando juntos los cuatro el vermut algunos
sábados en la terraza del bar de la Barceloneta, mientras que las mujeres se
veían a menudo para ir de compras por los alrededores de la Plaza de Cataluña.
Y así siguieron hasta que el día de Sant Jordi, mientras paseaban las dos
mujeres entre los puestos de libros de la Rambla, a la amiga se le ocurrió
hablarle de un crucero que pensaban realizar su marido y ella por el Mediterráneo
occidental. La esposa del profesor se echó a temblar, mientras un sudor frío
cubría su frente.
“¿Qué te
pasa?”, le preguntó su amiga al verla en ese estado.
“Nada. Ya te
lo contaré en un sitio más tranquilo.”
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