Lo que verdaderamente importa en la lectura de un
libro de poesía es la relación instantánea que se establece entre el poeta y el
lector respecto al modo de concebir la belleza del mundo que los rodea y su
expresión. En mi caso, lo he comprobado fehacientemente leyendo La mirada sin nosotros (*), y más
teniendo en cuenta la cita de mi paisano Claudio Rodríguez que el autor ha
elegido tan justa y sabiamente para encabezar su hermoso libro: “Cuando todo se
vaya, cuando yo me haya ido/ quedará esta mirada.” He aquí la clave del principal
sentido de este bello poemario: sólo la mirada y su objetivo, el poema al fin y
al cabo, nos sobrevivirá. Poemario que, a modo de tríptico, se vertebra perfectamente
en tres partes: Con breves ojos, Ventanillas en un tren y Naturaleza en vilo, tres amplios cuadros
paisajísticos con impresionantes (téngase en cuenta el significado literal del
vocablo) toques personificados, que es lo que da verdadero temblor de vida al
libro de Ambrosio Gallego.
En la primera
parte, Con breves ojos, los
haikus, única clase de estrofa empleada en todo el libro, ralentizan y muchas
veces eternizan un movimiento, un suceso irrepetible y pasajero de la
naturaleza; y así detienen, por ejemplo, el instante en que el agua rompe el
tiempo y se recrea en ríos, cascadas, pozas que sólo existen en la atenta
mirada del poeta; lo mismo ocurre con otros protagonistas del paisaje que de
repente hablan, cantan, huelen, huyen, atrapan, acarician… como “extrañas
manos”. Y todos estos actores naturales, vivos o personificados por la palabra
del poeta, aguas, aves, vientos, insectos, jaras, lunas, soles… reclaman la
atención del lector, le “piden oídos”. Y acaba inmerso en el paisaje de una
tierra familiar para el poeta, con su fauna y su flora, sus luces y sus
sombras, sus pueblos y sus villas… Tormantos, Yuste, Descargamaría, Marpartida,
La Vera , Villa
Adentro… Nombres que respiran y tiemblan de emoción en la palabra lírica, como
la misma agua. Y de vez en cuando aparecen nuevos brillos, destellos,
revelaciones… Como ésta: “Es la abubilla / este paso de cebra/ que lleva al
sueño.” Y “engatusado” por lo que le rodea, el poeta camina poniendo los cinco
sentidos en ello, el corazón y la mente, perfectamente sincronizados para
lograr el efecto sentido-forma ansiosamente buscado. De nuevo el agua se
convierte en reina del paisaje, refresca las piedras, “saluda la sangre / y la
desata”, de día y de noche, durmiendo y escuchando, pero siempre viva, en el
río, bajo el puente, hablando a los ojos del poeta, que en ningún momento
descansan o se esconden.
La segunda parte del tríptico, Ventanillas en un tren, se llena de nuevas miradas, ahora, como es
lógico, más rápidas y atentas al paisaje y a la vida, cuyas impresiones, igual
que relámpagos significativos, se ofrecen al poeta mientras el convoy atraviesa,
entre otras, las tierras del Júcar: “Te traspasamos, / paisaje de pedrizas / y
monte abajo.” Miradas veloces para congelar el paisaje en bellísimas y breves
estampas, mientras “el metal silba / por cruces de caminos.” Otras veces “el metal (afortunada sinécdoque)
campa / victorioso entre grillos.” Sin
embargo, el tren avanza “como un rasguño leve.” Como el libro de Ambrosio, que a
través de cada haiku deja leves roces de emoción y belleza en el corazón y la
mente del lector, que se pregunta con el poeta si esas imágenes, esas
impresiones entrevistas velozmente seguirán siempre ahí. El horizonte espera “y
la luz se iguala”, la de dentro del vagón y la del exterior de los campos que
empiezan a despertar, mientras en los ojos cerrados del viajero siguen vivas
las imágenes que acaba de ver. Y es que el pensamiento viaja más rápido que el
propio tren y el propio poeta viajero, si bien a éste, me imagino que lo mismo que al lector, lo
que le importa del viaje no es llegar a
su destino sino disfrutar del trayecto y dejar constancia de las impresiones que
recibe durante él en las diecisiete sílabas mágicas y eléctricas del haiku,
estrofa en la que tan a gusto se encuentra Ambrosio Gallego. Y aparecen la luna
siguiendo los pasos del viajero, y “aves de paso / en dirección contraria”, y
una fuente, y la inmediata pregunta: “¿qué tiene el agua?” (¿Qué tiene el agua,
nos preguntamos también nosotros, que de tal modo imanta la mirada y la emoción
del poeta?). Hasta que irrumpe otro milagro de diecisiete sílabas: “Lugar de
avispas / que leves la transportan (al agua) / a tierra seca.” Y nuevas
visiones, sabores, sonidos… aparecen mientras avanza el tren, un crepúsculo
“parecido a un incendio / arrepentido”, una casa “rodeada de surcos”… y, de
repente, la entrada del sol en el vagón donde viaja el poeta para sentarse a su
lado.
Y llegamos, con el poeta, a la tercera parte del tríptico,
Naturaleza en vilo, “suspendida, sin
el fundamento o apoyo necesario”, reza el diccionario; y también: “con
indecisión, inquietud e intranquilidad.” Pero aquí nos quedamos sólo con el
adjetivo “suspendida”, porque el poeta presenta la naturaleza suspendida en una imagen para que el lector goce de ese
momento único, aislado, detenido líricamente. De ahí que esta
tercera parte del tríptico se diferencie claramente de las otras dos en que cada
haiku ocupa una página entera para él solo, porque, paradójicamente, la
momentánea impresión que contiene no necesita contextualización, como en las anteriores;
el haiku se basta a sí mismo para existir, para hacer pensar y sentir al lector
ante la visión, el sonido, la sensación de tacto, el aroma… que transmiten, entre
otros, unas hojas de pino, “el borboteo / de algún arroyo oculto” (el agua,
siempre el agua acaba irrumpiendo; no nos cansamos de repetirlo), dos urogallos
ocultos, una salamanquesa, una brisa de junio, un petirrojo, unas viñas rojas, un
espino en flor… y el agua nuevamente, la omnipresente agua, en la que silabea el borboteo y se mira el espino y a la
que no tienen miedo las hojas posadas sobre las piedras cercanas, el agua que
pule las rocas del fondo, el agua que se rompe en delgados y débiles hilillos…
Pero también la nieve, y el viento, y “surcos recientes / bajo la sombra espesa
/ de una bandada”, y nieblas, y claros en el bosque, y el amarillo de la
retama, “que es límite / del mismo fuego”, y un puente de piedra, y “una tela
de araña / donde la lluvia tiende / sus pedacitos”, y una semilla de diente de
león, y la primavera… Y con unos y otros
el poeta dialoga: “Nieve tardía, / ¿quién contaba contigo? / ¡Pero has
llegado!” “Puente de piedra, / me detendré al cruzarte, / no como el agua.” “Viento
de octubre, / sólo levantas hojas / que se amontonan.” “¡Ay, primavera, /
llegas a mi nariz / antes que a nada!”
No acabaría nunca de alabar la hermosura
que atesoran las páginas de La mirada sin
nosotros. Por ello, amigo Ambrosio, te doy las gracias por tu bellísimo libro.
Y puedo asegurarte también que, tras su lectura, he
encontrado en medio del bosque, metáfora del paso por el mundo, esos claros que
mencionas en tus haikus y en la dedicatoria, que con igual cariño te agradezco; he encontrado, digo, esos claros y me he sentado tranquilo
para vivir la sensación de eternidad que me han transmitido tus versos.
Eternidad detenida en brevísimos momentos que serán recuerdos de nuestras
miradas cuando nos hayamos ido.
(*) La mirada
sin nosotros, Ambrosio Gallego, Ediciones Tigres de Papel, Madrid, 2015.
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