24.
La Tertulia que llevó a cabo la Máxima Autoridad en la
Biblioteca del Colegio se preparó concienzudamente. Por lo pronto se
suspendieron las clases y se nos sugirió a los profesores que no éramos
“religiosos” que podíamos elegir entre asistir en directo a las palabras de la
Máxima Autoridad o no, y en este caso debíamos rezar para que todo saliera como
se esperaba. Eso sí, Martos, director entonces del Colegio, nos aseguró que no
todo el mundo tenía la inmensa suerte de respirar su mismo aire y aprovecharse
del fruto especial de sus palabras y que Dios sabía cuándo se iba a poder
repetir aquella extraordinaria circunstancia.
Todo el Colegio, al menos por donde debía pasar él,
especialmente el Pabellón Central, se perfumó con Akintson, su perfume favorito,
y se decoró con detalles que eran de su predilección, sobre todo, flores de
tallo largo como gladiolos y azucenas, y pequeñas estatuillas de porcelana fina
con las formas de patitos nadando o burritos de alforjas llenas, símbolos del trabajo
y la actividad.
Desde primeras horas de la mañana fueron llegando al
Colegio cochazos lujosísimos con matrimonios y gentes encopetadas de Barcelona,
Sabadell y Tarrasa, la mayor parte empresarios y todos miembros o simpatizantes
de los “religiosos”, y también de otras partes de España, como Aragón o
Valencia. En el aparcamiento de la entrada ya estaba el numerario Quique
organizando el estacionamiento de aquellas impecables carrocerías, a la vez
que, tras saludar a los recién llegados,
les indicaba el camino que debían seguir para acceder a la Biblioteca. Aquello
se convirtió en una procesión o romería con todas las indulgencias ganadas. Y
aquí y allá, plantados en el trayecto como ángeles guías, otros numerarios
escogidos concienzudamente para tal ocasión, se encargaban de proporcionar a
los romeros información de todo tipo antes de llegar a la Biblioteca. Allí ya
estaba preparada, en lugar bien visible
y privilegiado, una tarima hecha de maderas nobles desde la que la Máxima
Autoridad se dirigiría a los asistentes.
Hacía rato que Martín, Llerón y yo asistíamos al
impresionante despliegue y, sin decir palabra, cuando lo creímos conveniente,
acudimos a la Biblioteca dispuestos a escoger un buen sitio para no perdernos
detalle de tamaño acontecimiento. “Todo como si creyeran que viene Dios en
persona,” se le ocurrió decir a alguien en un susurro de voz. “Más que Dios”, añadió
Llerón con un tono de voz más alto. “Callaos, coño”, exigió Martín, “no vaya a
ser que nos oigan”.
Y por la escalera posterior accedimos a la parte
superior de la Biblioteca, una especie de balconcillo corrido que, a la sazón,
estaba ya atestado de gente. Otros profesores y personal no docente nos
hicieron gestos en cuanto nos vieron. Devolvimos el saludo a un lado y a otro y buscamos hacia los
ventanales que daban al pequeño jardín del vecino Oratorio un sitio para
colocarnos. En apenas unos minutos la zona baja de la Biblioteca se llenó a
rebosar. La gente ocupaba hasta los escalones de la escalera de caracol que
subía a la parte del altillo donde nosotros nos encontrábamos y tapaba las
cristaleras de las estanterías de los libros. Llerón se disponía a hacer al
respecto uno de sus típicos comentarios, cuando de fuera nos llegó un murmullo
esclarecedor. “Silencio”, pidió Martín, “algo ocurre en el exterior.
Seguramente, la Máxima Autoridad ha llegado.”
Se hizo un silencio celestial, de esos en que el alma
puede oír las voces más peregrinas y saborear el contacto solitario del Más
Allá. La expectación allí dentro fue espectacular. De repente, apareció en la
puerta de la Biblioteca Martos, el director, y tras él, dos sacerdotes que
flanqueaban a un tercero regordete y blanco de piel que traía en los labios una sonrisa
seráfica, y que no era otro que la Máxima Autoridad. Finalmente, entró detrás,
como en comitiva etérea, un grupo de gente joven que siempre suele acompañarla
en sus desplazamientos o que son requeridos para la ocasión en la zona donde
tiene lugar la Tertulia. Todos ellos se distribuyeron de forma estudiada sobre la
tarima, de manera que reprodujeran lo más fiel posible el Sermón de la Montaña: el grupo de jóvenes
alrededor de la Máxima Autoridad, sentados a sus pies; los dos sacerdotes, como
dos guardianes, a ambos lados de él, aunque ligeramente atrasados y ocupando
dos sillas; y a un lado, fuera de la idílica escena, el director del Colegio,
fijos sus ojos en el protagonista del momento.
Éste carraspeó ligeramente para aclararse la voz y
luego empezó la charla hablando del papel que deben ocupar en la educación de
los hijos primero los padres y después los profesores. Se movía con mucha
soltura, sonreía de vez en cuando, encarándose con las personas que tenía más
cerca, sentada en los primeros bancos de la Biblioteca, o mirando hacia el
altillo para hacer referencia al privilegio que teníamos los que nos apiñábamos
allí por estar en las alturas. De vez en cuando utilizaba palabras del pueblo
llano y pequeñas sentencias que su padre y su madre le repetían de niño, así
como chistecillos populares, para acercarse más al público de aquella Tertulia,
que parecía estar en el cielo.
Mirando todo aquello con detalle, descubrí allí abajo,
entre la gente que atendía fervientemente a la Máxima Autoridad, a Octavio, un
profesor supernumerario que llevaba enseñando en el Colegio desde sus
principios. De vez en cuando asentía con la cabeza las afirmaciones de la
Máxima Autoridad con tanta energía que más de una vez estuvo a punto de clavar
su nariz en la espalda de su vecino de delante.
La Máxima Autoridad estuvo hablando un buen rato de la
labor del profesor, de la del padre y de la del alumno comparándolos con
trabajos del campo todos necesarios, progresivos y relacionados entre sí: la
siembra de los padres, el riego y abonado de los profesores, el crecimiento
recto de la semilla del alumno, luego transformada en planta que da fruto,
y la consecuente buena cosecha, ayudada
también por las lluvias y las bonanzas que caen del cielo sobre el campo de la
vida para hacer más perfecta, más divina la recolección. Luego hizo una pausa
de silencio, cruzó las manos sobre el pecho y sonrió mientras recorría con la
mirada los rostros de los oyentes.
Allí dentro, entre las cuatro paredes de la
Biblioteca, había una química especial entre el sacerdote de
la sonrisa eterna y la gente que abarrotaba el local encendida de admiración
hacia él, casi sumida en el éxtasis de los santos.
Después llegó el turno de las preguntas de los
extasiados y las respuestas de la Máxima Autoridad. A Llerón, a juzgar por la
facilidad con que la Máxima Autoridad contestaba todas las preguntas, le
pareció enseguida que debían estar preparadas, y así me lo iba diciendo en
un susurro de voz para que nadie lo advirtiera.
Una señora embutida en
visón de primera clase y situada en las primeras filas le preguntó a la
Máxima Autoridad: “Padre, ¿qué debemos hacer los cónyuges para no
desestabilizar el ambiente que nuestros hijos deben vivir en el hogar?”
El interpelado
esbozó una de sus sonrisas especiales y le contestó: “Que os queráis, hija mía,
que os queráis mucho. Con eso basta. El amor en la familia es el mejor campo
para que crezcan sanos y rectos vuestros hijos. Pero qué te voy yo a decir a ti
que tú ya no hagas. Anda y sigue queriendo mucho a tu marido. Lo demás vendrá
solo.”
Otro padre de familia pidió la palabra para
preguntarle: “Padre, ¿cómo puedo vencer la resistencia y la dificultad con que
a veces se me presenta en el mundo diario, personal y social, la comprensión respecto de otras personas que no son de los nuestros?
Y la Máxima
Autoridad le contestó sin dejar de sonreír: “¿Comprensión dices? Hijo mío, yo
he ido por el mundo como Diógenes con su lámpara, buscando comprensión por
todas partes, y no la he encontrado. ¿Y me he dado por vencido? No, de ninguna
manera. ¿Y vosotros vais a daros por vencidos? Luchad, luchad con vuestras
herramientas lo mejor que podáis y haced vuestro trabajo con rectitud y buen
espíritu, y saldréis adelante. Los demás, los que no os entienden o hacen todo
lo posible por no entenderos, algún día verán su equivocación. Vosotros, hijos
míos, sembrad con buenas obras y recogeréis. Mirad al pobre burro cómo trabaja
y cómo lo muelen a palos. Y fue el único animal que entró con Dios en
Jerusalén.”
Y de pronto sucedió. La mano que se levantaba ahora
entre el público era la de Octavio. Se puso en pie y, con voz temblorosa por la
emoción, formuló su pregunta: “Padre, ¿qué cualidades debo reunir para ser un
buen profesor? Y el padre de la sonrisa eterna le contestó: “Hijo mío, para ser
un buen profesor lo primero que debes cumplir es ser un buen cristiano, cumplir
con las leyes de la iglesia y los mandamientos de Dios, para que tus alumnos
vean en ti un espejo de virtudes. Y en segundo lugar, estudiar y trabajar para
que tu asignatura se enriquezca de sabiduría y sea comprendida en sus rectos límites por tus
discípulos. Y otra cosa, en la clase
procura lograr un aire de familia. Así que, si eres buen cristiano, trabajas
como un burro y te haces querer por tus alumnos, serás un buen profesor, el
mejor de los profesores. Pero tú no necesitas que yo te lo recuerde. Tú ya
tienes todo eso. Se te ve en la cara. Anda y sigue así, hijo mío.”
Vimos desde nuestra privilegiada atalaya cómo Octavio,
tras oír las palabras de su ídolo aquí en la tierra y puente para alcanzar el
cielo, se restregaba los ojos para limpiarse las lágrimas de emoción que le
salían a borbotones. Sin duda estaba viviendo el más excelso de sus éxtasis.
Luego le dio las gracias y se sentó en el cielo. Entonces Llerón arrimó su boca
a mi oreja y dijo: “Ése mea hoy agua
bendita.”
Después la Tertulia entró en una atmósfera de gloria,
indulgencias y perdones, así como de complacencias mutuas, hasta que uno de los
sacerdotes custodios se acercó a la Máxima Autoridad como solía hacer en
situaciones parecidas y, señalándose el reloj de la muñeca, le recordó que se
había hecho tarde, gesto que rechazó teatralmente el centro de todas las
miradas como había hecho otras veces mientras con aquella sonrisa tan suya,
especial y seráfica, comentaba: “¡Que
va a ser tarde! Voy a seguir un ratito más con estos hijos míos tan atentos.
Porque os lo merecéis. ¿Verdad que sí? Y cuando un día yo ya no esté entre
vosotros, seguid con este espíritu de entrega y trabajo, que la labor que le
queda por hacer a la Obra es inmensa. Y vivid, vivid muchos años. Porque, hijos
míos, en el cielo se puede amar, pero no se puede trabajar por Dios; hay que
seguir trabajando mucho por Él antes de ir al cielo. Está bien lo que decía
Santa Teresa: “Que muero porque no muero”. Pero eso no es lo nuestro. Debemos
desear vivir para trabajar por Dios. Así que, seguid siendo buenos padres y
buenos profesores trabajando cuanto podáis y más para ser santos aquí en la
tierra.”
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