11.
Sustituyó al señor Ángel un hombre con cara de ratón llamado Hoyos, que era “religioso” y había venido de otro colegio de Barcelona. El hombre siempre se mostraba taciturno, serio y con la cara larga. Seguramente por ello algunos alumnos lo llamaban “Tristón”. Aún seguía en el Colegio cuando Llerón y yo salimos de él. Medio en broma medio en serio y a petición de algunos compañeros llegué a escribir una especie de canción burlesca dedicada a tan singular personaje:
“Siempre estás
triste, Tristón,
en tus Hoyos de tristeza
metido hasta la cabeza
y dolido el corazón.
Esa cara has de encender
con buenos tragos de vino
y alegrar
tu gris camino
con la miel de una mujer.”
12.
El conserje del Pabellón era el señor Mulero, un exguardia civil, alto y ancho como un baobab, que se movía con la “ligereza” y “elegancia” de un oso. Todos los chicos, a pesar de la forma brusca que tenía el conserje de dirigirles la palabra, lo querían y respetaban. Lo que más le fastidiaba de su trabajo al conserje era tener que subir al Pabellón Central cada dos por tres a buscar tinta para la ciclostiladora o paquetes de folios para los exámenes y demás trabajos de los profesores. Y cuando no era eso era otra cosa, como acompañar a los niños pequeños a la enfermería o al aparcamiento donde alguna madre acababa de llegar con su imponente utilitario para llevarse a su hijo a casa.El señor Mulero tenía un gracejo tan especial para decir las cosas que sus frases pasaron al acervo anecdótico del Colegio. Si por ejemplo veía a algún alumno con la americana mal puesta, le decía con voz cuartelera: “¡ Niño, abróchate la guerrera!” Y en cuanto al césped que rodeaba al pabellón, se refería a él en cuanto descubría la velocidad con que había crecido la hierba con esta frase: “¡ Cómo crece el hijoputa del césped! ¡Si al menos fuera trigo!” El señor Mulero tenía sus más y sus menos con algunos profesores de la Sección, entre ellos un numerario llamado Masiá, que no hacía otra cosa que invitarle a retiros y convivencias espirituales, hasta que un día, harto ya del recalcitrante asedio, le dijo al acosador: “Dios ya sabe cómo soy yo. No necesita verme en otro sitio que no sea el mío”. Eso debió de molestarle al tal Masiá porque, malinterpretando las palabras del conserje, le faltó tiempo para ir con el cuento a los jerifaltes del Colegio, que enseguida debieron de pensar que la vida espiritual del señor Mulero dejaba mucho que desear. Y cuando al cabo de un tiempo Masiá ocupó un cargo importante dentro del Pabellón de los Hexágonos, empezó a cargar al conserje con más trabajo del que realmente le correspondía por su rango. Y así, le mandaba recoger el aula de dibujo y la de actividades manuales, que quedaban hechas un estercolero cuando los chicos las abandonaban, y sobre todo, y eso era la gota de agua que acabó colmando el vaso de la paciencia del conserje, limpiar el pequeño zoológico en que se había convertido un ángulo inservible del Pabellón entre dos módulos de clases. Pues bien, como esta última tarea desesperaba y sacaba de quicio al señor Mulero, decidió vengarse de Masiá. Y un día la serpiente, una culebra vieja que se pasaba el día durmiendo en el terrario y por la cual sentía verdadera aversión el conserje, apareció muerta junto al tronco seco de chopo en el que solía enroscarse. Menos mal que se achacó el suceso a que por entonces había habido una ola de calor y se pensó que había afectado al ofidio. El señor Mulero respiró aliviado. Cada vez que le contaba el caso a su colega Guerrero, conserje del Pabellón del Almendro, ambos reían a mandíbula batiente.
13.
“Rosa d’abril,
morena de la serra,
de
Montserrat l’estel,
il.lumineu la catalana terra,
guieu-nos cap el cel,
guieu-nos cap
el cel...”
En el Pabellón del Defín se hallaba la recién
construida Aula de Audiovisuales, el Departamento de Deportes y el de Inglés,
además de las diversas aulas de alumnos y despachos de los profesores. Dos
secciones convivían en el Pabellón, el BUP y el COU, dirigidos ambos por sendos
miembros de la Obra: el primero por Carrera, que haciendo honor a su apellido,
era una persona inquieta y nerviosa que transmitía a los profesores y a los alumnos
su inquietud y nerviosismo; y el COU, por uno de los más veteranos del Colegio,
casi un dios entre los “religiosos”, un numerario llamado Molino, que molía
realmente el trigo que se cosechaba allí. El Pabellón del Delfín se transformaba al llegar la
tarde en una nueva Sección, la de la SET, adonde acudían alumnos mayores que
nada tenían que ver con los de la mañana. De extracción social más modesta,
eran hijos de trabajadores que poseían suficientes medios económicos como para
llevarlos a un colegio como el nuestro, que durante los primeros años de
funcionamiento fue poseedor de un merecido prestigio educativo, para recibir
una buena instrucción. Eran alumnos procedentes de las más diversas escuelas
del Vallés y, por consiguiente, poseedores de una formación variopinta, y desde
luego sin las miras religiosas de los alumnos de la mañana, cuya mayor parte
pertenecían a familias religiosas, acaudaladas y conservadoras. Yo fui desde
los últimos años setenta hasta casi el final de mi trabajo en el Colegio
también profesor de la SET. Los gastos de la casa, la educación de mis hijos y
los costos de la adquisición de la segunda vivienda cerca de Montserrat, una
modesta casita de una planta y un pequeño jardín, me exigían ese sobreesfuerzo
laboral. En el Pabellón del Delfín pasamos momentos muy felices
Llerón, Juanmari y yo. Aunque allí tuvimos que vivir otros tiempos no tan
dichosos rodeados por todas partes de “santos” aquí en la tierra, “santos” como
el citado Molino, el cual se creía a pies juntillas que mantenía línea directa con
Dios.
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