La semana pasada se nos ha ido en pura fantasía (no en balde
se llamaba Fantasía el barco donde hemos efectuado el recorrido mediterráneo
que iniciamos el pasado 15 de mayo. La vida a bordo ha sido la experiencia más
inolvidable intensamente vivida en mucho tiempo. Aún no nos creemos que hayamos
estado a solas con el mar durante ocho días, viéndolo cambiar de color y oyendo
su incesante respiración desde el balcón de nuestro camarote. Los diversos
salones del puente número 7, cada uno con su música, su colorido, su
romanticismo, su decoración, su nombre sugerente (El Transatlántico, La Cantina
Toscana, El Capuchino, Manhattan…), el buffet del 14 y el restaurante del 6,
los desayunos en la popa viendo la gigantesca estela del Fantasía, las cenas en
buena compañía (3 parejas españolas más, cada cual más simpática
y auténtica), con las consiguientes tertulias amarrados a un whisky con hielo o
a un Captain Sparrow hasta las tantas de la noche, las clases de baile (el vals
inglés, el tango…) en Aqua Park, en la parte más alta del barco a la vista
del inmensurable mar a través de los circulares ventanales de la sala, o en
L’Insolito Lounge en el puente 7. Y si hablamos de las escalas en tierra, no
puedo dejar de recordar con verdadera emoción (ahora también nostalgia) la visita de Marsella, con la
iglesia de Nuestra Señora de la Guardia en la colina más alta mirando al Puerto
Viejo, la torre de Renato I de Nápoles del siglo XV en el Fuerte de San Juan o
la Basílica Catedral de Santa María la Mayor donde pueden admirarse dos
soberbias Piedades de blanco mármol; ni tampoco la de Génova, con su
hermosísima Plaza de Ferrari (la fuente en el centro con su agua rosa, a un
lado la estatua ecuestre del revolucionario Garibaldi delante del Teatro Carlo
Felice y a otro la Sede del Gobierno, o la encantadora catedral de San Lorenzo
con la representación del martirio del santo en el tímpano de la puerta de
entrada mientras dos majestuosos leones contemplan sin inmutarse desde los
extremos de la fachada monumental los ríos de gente que suben a visitar el
templo procedente del paseo marítimo; ni mucho menos la visita del tercer día
del bullicioso y carismático Nápoles, con su Castillo Nuevo o la bellísima
plaza de Dante en un ensanchamiento de la Vía de Toledo, que tanto me recuerda,
aunque en miniatura, la plaza de San Pedro en Roma; o la visita de Mesina, en la que
destaca el Campanile de la Catedral con figuras doradas que se mueven cuando
dan las horas ante cuya vista no puedo dejar de pensar en la Torre del Reloj
del Ayuntamiento de Praga; o en el colmo de las sorpresas y emociones
arquitectónicas, la visión de La Valeta, calles empinadas con esquinas llenas de
estatuas que llevan entre apariciones majestuosas de plazas ajardinadas y
soportales barrocos hasta la Plaza del Palacio de las Armas, donde los
surtidores del suelo juegan con los niños o hasta el palacio blanco donde el
poeta inglés Coleridge trabajó desde 1804 a 1805…
Una vez aquí, en la rutina nuevamente, mi corazón sigue
latiendo un poco en el recuerdo de estos días pasados en el Fantasía, con la
presencia constante del inmenso y solitario mar y las visitas a tierra como
breves paréntesis de arte y belleza.
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