8.
El Pabellón Central fue testigo de multitud de
batallas, la mayoría de las cuales estaban relacionadas con el enemigo común de la religión,
mal casada con la economía y otros pecados capitales. Batallas cuya victoria se
ponía evidentemente del lado del Colegio y cuyas derrotas del lado del personal
docente y no docente. Lo digo así y parece una ironía del destino porque en dicho
Pabellón se encontraban precisamente dos de las dependencias más importantes,
serias y morales de un colegio. En primer lugar, la Biblioteca, que a todas luces debe ser
siempre sede del conocimiento, de la reflexión y de las buenas maneras, y sobre
todo, alma y vida de la libertad, respeto a los demás, paz y belleza. Sin
contar con el hecho sublime y casi divino de que entre sus cuatro paredes tuvo lugar
la única tertulia que la Máxima Autoridad Religiosa llevó a cabo en la zona. Y
en segundo lugar, el Oratorio, recinto sagrado para justificar, encontrar y
confirmar la caridad y el amor a los semejantes, morada eterna de quien dio su
vida por nuestros pecados y de la Virgen María, madre suya y madre nuestra e
infalible intercesora de nosotros pecadores, amén.
En la otra ala del Pabellón Central se hallaba la
Secretaría y al mando de ella estuvo siempre hasta el año del naufragio humano
o estampida, como también la calificó Llerón, un hombre bueno llamado Nicanor Molino, cuyo
carácter apacible se fue torciendo con el paso del tiempo, sometido como estaba a presiones
que tenían que ver con los “religiosos”. Entre otros cometidos, Nicanor se ocupaba del
material escolar y de las matrículas de los alumnos, y como los recursos económicos,
según los “religiosos”, habían ido disminuyendo, cada principio de curso se le
hacía más difícil entenderse con los profesores, que, unos por hacerle bromas y
otros porque necesitaban material fungible, aparecían a todas horas por la
oficina a pedirle lápices, rotuladores, borradores de pizarra, tiza, folios,
gomas de borrar, sacapuntas... Era lógico que Nicanor contestara de la manera
más intempestiva después de que hubieran pasado por allí más de una docena de
bocas pidiendo de todo.
Un día de esos entró en la Secretaría Martín para
simplemente saludarle y a desearle buenos días. Pero cuando iba a abrir la boca para decirle “Buenos
días”, Nicanor le interrumpió para contestarle: “No hay nada de eso.”
Nicanor, por su comportamiento, sus silencios
prolongados y aquel aire de misterio que se daba cuando salía a relucir el tema
de los retiros, hizo pensar a más de uno que podía ser un “religioso”. Lo que
sí estaba a las claras era que siempre se le veía en sus reuniones y acudía con frecuencia a los retiros que se convocaban en el
Colegio y en otros lugares de Barcelona y provincia. Además existía el hecho
evidente de que al jardinero Barrios le hablaba a menudo de los retiros
espirituales y le invitaba a asistir a ellos asegurándole que si lo hacía sería
bien visto en el Colegio y tendría segurado su puesto de trabajo. A juicio del
jardinero, si aquello no era apostolado poco le faltaba. Pero Barrios le daba
largas con una frase que no dejaba lugar a dudas: “De momento prefiero
retirarme los fines de semana a la casa que me estoy levantando en Piera.
Cuando termine ya veremos.”
9.
La Secretaría dependía de la Gerencia, despacho que
estuvo regentado durante mucho tiempo por el supernumerario Romero, un ser voluminoso
que tenía una mirada fría y astuta, como de zorro perseguido, y un hablar lento y
dominante. Era el dios del dinero y por él pasaban los negocios del Colegio.
Refiriéndose a él, Llerón decía a menudo: Pecunia
et fides montes movent.
Cuando Romero se cruzaba con algún profesor en los
pasillos o en el comedor, siempre le preguntaba: “¿Qué tal andas de salud?” Y
luego añadía entrecerrando sus ojillos de zorro mientras palmeaba la espalda
del interpelado: “Hay que estar sano para cumplir con esta profesión como
merece.” Claro que eso lo decía una persona que no había pisado un aula en su
vida.
10.
En el Pabellón de los Pinos, llamado también de la
Mariposa por el mosaico que el Departamento de Arte había construido en el
exterior, estaban además de las aulas de EGB (antes Preparatorio e Ingreso) y
los despachos de los profesores, el Departamento de Arte, el primer salón de
Audiovisuales, el Laboratorio de Ciencias, las cocinas, y los dos comedores de
los alumnos y el de los profesores. Fue su conserje principal durante muchos
años el señor Ángel, murciano de toda la vida y seguidor incondicional del
Barça. En su vida privada, relegada exclusivamente a los fines de semana y a
los periodos vacacionales, era un gran aficionado al mundo de las palomas.
Conocía por el ruido del vuelo si la paloma en cuestión era una tórtola, una
torcaz o una paloma común. En su casa de L'Hospitalet de Llobregat, en la
azotea, había construido un palomar con forma de pagoda china y allí criaba
decenas de palomas. Y los domingos acudía al Club Columbario con sus pichones
para cruzarlos con otras palomas o para participar en concursos de vuelos, que
casi siempre ganaba. De ese modo obtenía un dinerito extra para los gastos de
la casa, respecto a lo cual siempre añadía: “Gastos que nunca se cansan de darnos
problemas”.
El señor Ángel conocía un secreto que dejó de serlo
cuando se le ocurrió revelárselo a Sotero, el de mantenimiento, creyendo que
éste era persona de fiar y no lo era porque todo el mundo supo después que se
hizo “religioso”. El secreto del señor Ángel nació un día en que dormitaba en
un cuarto que se usaba para las visitas de padres. De repente, a él llegó en retazos una conversación
procedente del despacho adjunto al del Jefe de Sección, que entonces era Araújo,
una persona competente en materias educativas aunque un tanto fiscalizador de
las idas y venidas de los profesores, pues era de dominio común que
acostumbraba a espiar a algunos docentes mientras daban sus clases. El caso es
que el señor Ángel reconoció enseguida aquellas voces. Una pertenecía al propio
Jefe de Sección, que decía a todo “sí”, “de acuerdo”, “claro”, “por supuesto” y
cosas por el estilo para que la voz del otro acabara de decir lo que tenía que
decir. Resulta que la otra voz era la de Deus, que se acababa de estrenar como
director. En aquel momento éste le decía: “Es sabido que hay algunos profesores
que tienen un sueldo muy elevado y un colchón excesivo. Con el tiempo estos
sueldos tan voluminosos convertirán en insostenible la buena marcha económica
del Colegio. Algún día, ya sea yo o el director que me suceda, tendrá que tomar
una decisión”. Su conclusión era que había que propiciar la salida del centro
de algunos de esos profesores que tenían un sueldo que duplicaba y en algunos
casos triplicaba el sueldo normal. A continuación citó nombres. Esos nombres
los llevó mucho tiempo el señor Ángel en su cabeza. Pero de allí no salieron
nunca. Jamás dijo a nadie ninguno de esos nombres. Como persona juiciosa que
era, siempre creyó que era muy traumático darlos a conocer. Porque ¿y si luego
no salía adelante el plan que proponía Deus? No había por qué alarmar a una
serie de personas que llevaban allí más de media vida. Jamás dijo nada a nadie
sobre aquellos nombres, salvo a Sotero, que durante un tiempo le debió de
sorber la voluntad con promesas falsas.
El caso es que Sotero se fue de la lengua y desde
entonces al señor Ángel lo trataron de otro modo. Él lo notó. Y un día fue a la
Gerencia para hablar con Romero de una diferencia sustancial de dinero que
había descubierto en su nómina. Resulta que se le había añadido una cantidad en
conceptos de incentivos y quería saber si era un error u otra cosa. Romero se
echó hacia atrás en su sillón, entrecerró sus ojillos de zorro y desde esa
postura de dominio le soltó lentamente estas palabras: “No es un error. Ese
dinero que aparece en tu nómina de más es para que sigas siendo bueno.” El
conserje salió meditabundo del despacho de Romero diciéndose a sí mismo: “¿Para
que siga siendo bueno o para que no hable con nadie de lo que oí?”
Luego se produjo el cambio de Jefe de Sección porque
Araújo se iba a Madrid, de donde era originario, a ocupar un cargo político
relacionado con el Ministerio de Educación y Ciencia. El nuevo Jefe de Sección,
Justo Aval, hacía honor a su nombre y apellido trabajando con esmero y rigor en
el puesto que ocupaba. Trataba humanamente a las personas que trabajaban para
él y fueron memorables las charlas que dirigía a los alumnos en la sala de
audiovisuales. Les hablaba de usted y les pedía por favor que se hicieran más
amigos de los libros porque en ellos estaba el camino del mañana. Casi siempre
terminaba igual sus intervenciones. “Y cuando un día estén todos ustedes fuera
de estas paredes, su forma de actuar hablará de lo que aprendieron aquí y de
los profesores que tuvieron. Porque el Colegio impone siempre a su gente la
impronta de su buen obrar.”
Con el señor Ángel también tenía detalles muy humanos.
Un día que lo sorprendió practicando beatíficamente su acostumbrada siestecita
en el cuarto contiguo a su despacho, detuvo amablemente el gesto que el
conserje hizo por incorporarse y le dijo: “Tranquilo, siga con su ratito de
sosiego. De momento la sección no le necesita.” Ese signo de deferencia siempre
se lo agradeció el conserje.
Y de repente un lunes el señor Ángel faltó al Colegio.
Había caído enfermo del estómago el fin de semana anterior y nunca más se
levantó. Le operaron del hígado y al cabo de unos días murió entre horribles
dolores. Un Viernes Santo para más señas. Una gran parte del Colegio, entre
alumnos y profesores, acudimos a su entierro. Y cuando al regreso del
cementerio un grupo de profesores, entre los que nos hallábamos Llerón y yo,
nos vimos a solas con la viuda del conserje para darle de nuevo apoyo en
tan duros momentos, la pobre mujer
rompió a llorar. Llerón, para consolarla, le dijo: “No llore más, mujer, que su
marido es un santo y está en el mejor de los lugares.”
La viuda, entre sollozos, dijo: “Un santo, sí. Ya dice
usté bien. Si hasta ha muerto el pobre mío un Viernes Santo, como Nuestro Señor
Jesucristo.”
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