jueves, 17 de octubre de 2019

Revista AWEN Número VII. RELÁNGRAFOS

Aquí incluyo algunos Relángrafos míos que la Revista literaria AWEN, de Venezuela, acaba de publicar en su número VII, dedicado a HÍBRIDOS LITERARIOS, octubre 2019.

 


El novelista, pese a tener bien pensada la trama de su relato, no puede evitar casi nunca que alguno de los ingredientes narrativos que combina en su obra no salga como había planeado. Unas veces es el espacio donde se mueven los personajes, el cual intenta explicar y justificar su comportamiento según sea sórdido o saneado, opresor o liberal; otras, el tiempo que regula y ordena las acciones de los personajes según la lógica o la importancia de las mismas; y otras veces, son los propios personajes quienes se rebelan contra los designios de su autor atendiendo a las situaciones que el propio argumento, con sus causas y efectos, va creando a su paso. De ahí que, en ocasiones, el novelista se lamenta de que en su quehacer literario no sea Dios, el cual, siempre en su terrible omnipotencia, mantiene bien atados los destinos de sus criaturas desde que nacen hasta que mueren y nada pueden hacer para evitarlo, salvo el adelantar su propia muerte con el suicidio voluntario, que a veces falla también, lo que da la razón al verdadero Novelista de la Vida. Sólo los novelistas buenos entienden por qué eso es así. Dios escribe la realidad; el novelista la inventa. De otro modo: Dios escribe vida; el novelista, ficción.
 
 
Caperucita se salió del sendero de su bosque y se encontró en otro lugar con Alicia. Algo no iba bien. O Perrault se compadeció de la niña cambiando de golpe el lobo por el conejo. O Lewis Carrol quiso de repente cambiar la suerte que tenía su protagonista y la puso a prueba para ver cómo lograba burlar los colmillos del lobo. Hay una tercera opción: la tradición popular se cansó de tanta ñoñería y echó al ruedo de la perdición a las dos muchachas confiando en que la astucia innata de la infancia las hiciera capaces de salir airosas de los peligros que las rodeaban. En un mundo como el de hoy hasta los más pequeños saben cómo hacerlo. Tampoco hay que insistir demasiado.
 
 
 
 
Bailan y bailan las medusas en las olas con la música eterna del mar hasta agotarse; finalmente, sólo quedan sobre la arena sus faldas hawaianas.
 
 
Tras vivir junto a su amada la sensación vivísima de un momento único en la playa, el cerebro y el corazón del poeta unieron imperiosamente sus respectivas capacidades para identificar con palabras la emoción sentida. La atención y la búsqueda de un rato intensísimo en que el poeta no vivía otra cosa, dio a luz este verso: »Besa süave la brisa tu blusa…« El esfuerzo mental, sin embargo, había sido tan agotador que, el poema recién comenzado se quedó tal cual, sin continuación, temblando en ese extraño endecasílabo (diéresis en la tercera sílaba) surgido de una aliteración que intentaba imitar un fenómeno físico.
 
  


La diferencia entre la labor narrativa y la labor poética es mayor de lo que se piensa. Mientras el novelista siempre está dispuesto a dar una nueva versión al relato que está escribiendo y, de hecho, muchas veces suele utilizar el material narrativo con que cuenta, el poeta no puede disfrutar de esa opción. El material poético que intenta modificarse sólo puede provocar dos situaciones: que el poema resultante sea irremisiblemente otro o que se deseche totalmente y pase a alimentar las papeleras del olvido.


El novelista clásico se parece a Dios. La obra creada por él explica su existencia. El Quijote justifica la existencia de Cervantes. La existencia de Dios está patente en la perfección del universo. Para siempre uno y otro hablarán en sus respectivas creaciones. Para bien o para mal.


El primer verso marca el ritmo y la medida de los demás que formarán con él la estrofa, en primer término y, finalmente, el poema. De ahí que sea tan importante acertar con el que abre la composición. Aunque, claro está, también puede suceder, como hemos visto más arriba, que todo se quede en el arranque.
 
 
 
En la playa, por unos minutos, mientras pisaba las huellas de quienes me antecedían en el paseo por la arena mojada de la orilla, he notado que tenía pensamientos y figuraciones impropias de mí, como si de las pisadas ocupadas por las mías subieran las ideas y los pensamientos de sus dueños piernas arriba hasta alojarse en mi cerebro. Ha sido una sensación horrible como si yo, en vez de ocupar mi sitio de siempre, estuviera siendo ocupado por personalidades diferentes. Menos mal que el oleaje, al borrar las huellas que esperaban con ansiedad mis pies, borró también de golpe el aluvión de pensamientos ajenos que, por segundos, habían poseído mi mente. Aliviado, apreté con ternura la mano de mi mujer, que caminaba a mi lado. Ella me miró con sorpresa y me preguntó qué me pasaba. Le contesté: »Nada, querida; figuraciones mías.


Las medusas muertas sobre la arena me recuerdan implantes de senos desechados. Es más: un pensamiento atroz ha venido a mi encuentro. De repente todas las bañistas, oprimidas por la silicona que rellena sus senos, se han desprendido del relleno, y el mar en sus vaivenes lo ha depositado en la orilla.
 
 
Míster X no es Míster X. Tiene nombre y apellidos. Y un domicilio. Y una familia. Y un trabajo. Y alguna que otra afición. Y algún amigo. El novelista así lo tiene consignado en varias de sus múltiples fichas. Adelantamos su nombre porque es muy significativo: Bonifacio Toro Manso. El hombre nunca rompió un plato en su vida y todo lo que hacía parecía estar santificado; de ahí que el nombre de Bonifacio le viniera que ni pintado. En cuanto a sus dos apellidos, quedan claramente justificados en la novela. Sabido de toda la comunidad era que apenas podía entrar por la puerta de entrada del edificio por la envergadura de los cuernos que su mujer le había puesto años atrás con el administrativo de la Notaría del pueblo. ¡Pobre, hasta la X de su primer nombre presenta cuernos en los cuatro puntos cardinales!
 
 
 
Viendo que no llegaba Caperucita por el sendero del bosque, y a la que acechaba detrás de un árbol desde horas atrás, el lobo empezó a aullar desesperado. Se veía ya sin papel en el cuento que Perrault había tramado para él. Por eso, sin dejar de aullar, pidió desde lo más hondo de su desgraciado, aunque perverso corazón, que al menos Rodríguez de la Fuente le diera una pequeña oportunidad en su programa de televisión, aunque fuera corriendo por las solitarias cumbres de la Sierra de la Culebra, enmarcada su oscura silueta por la amarillenta luz de la luna.

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