El novelista, pese a tener bien pensada la
trama de su relato, no puede evitar casi
nunca que alguno de los ingredientes
narrativos que combina en su obra no salga
como había planeado. Unas veces es el
espacio donde se mueven los personajes,
el cual intenta explicar y justificar su
comportamiento según sea sórdido o
saneado, opresor o liberal; otras, el tiempo
que regula y ordena las acciones de los
personajes según la lógica o la importancia
de las mismas; y otras veces, son los propios
personajes quienes se rebelan contra los
designios de su autor atendiendo a las
situaciones que el propio argumento, con sus
causas y efectos, va creando a su paso. De
ahí que, en ocasiones, el novelista se lamenta
de que en su quehacer literario no sea Dios,
el cual, siempre en su terrible omnipotencia,
mantiene bien atados los destinos de sus
criaturas desde que nacen hasta que mueren
y nada pueden hacer para evitarlo, salvo el
adelantar su propia muerte con el suicidio
voluntario, que a veces falla también, lo que
da la razón al verdadero Novelista de la Vida.
Sólo los novelistas buenos entienden
por qué eso es así. Dios escribe la realidad;
el novelista la inventa. De otro modo: Dios
escribe vida; el novelista, ficción.
Caperucita se salió del sendero de su
bosque y se encontró en otro lugar con Alicia. Algo no iba bien. O Perrault
se compadeció de la niña cambiando de
golpe el lobo por el conejo. O Lewis Carrol
quiso de repente cambiar la suerte que tenía
su protagonista y la puso a prueba para
ver cómo lograba burlar los colmillos del
lobo. Hay una tercera opción: la tradición
popular se cansó de tanta ñoñería y echó al
ruedo de la perdición a las dos muchachas
confiando en que la astucia innata de la
infancia las hiciera capaces de salir airosas
de los peligros que las rodeaban. En un mundo
como el de hoy hasta los más pequeños
saben cómo hacerlo. Tampoco hay que
insistir demasiado.
Bailan y bailan las medusas en las olas
con la música eterna del mar hasta agotarse;
finalmente, sólo quedan sobre la arena sus
faldas hawaianas.
Tras vivir junto a su amada la sensación
vivísima de un momento único en la
playa, el cerebro y el corazón del poeta
unieron imperiosamente sus respectivas
capacidades para identificar con palabras la
emoción sentida. La atención y la búsqueda
de un rato intensísimo en que el poeta no
vivía otra cosa, dio a luz este verso:
»Besa süave la brisa tu blusa…«
El esfuerzo mental, sin embargo,
había sido tan agotador que, el poema
recién comenzado se quedó tal cual, sin
continuación, temblando en ese extraño
endecasílabo (diéresis en la tercera sílaba)
surgido de una aliteración que intentaba
imitar un fenómeno físico.
La diferencia entre la labor narrativa
y la labor poética es mayor de lo que se
piensa. Mientras el novelista siempre está
dispuesto a dar una nueva versión al relato
que está escribiendo y, de hecho, muchas
veces suele utilizar el material narrativo
con que cuenta, el poeta no puede disfrutar
de esa opción. El material poético que
intenta modificarse sólo puede provocar
dos situaciones: que el poema resultante
sea irremisiblemente otro o que se deseche
totalmente y pase a alimentar las papeleras
del olvido.
El novelista clásico se parece a Dios. La
obra creada por él explica su existencia. El
Quijote justifica la existencia de Cervantes.
La existencia de Dios está patente en la
perfección del universo. Para siempre uno y
otro hablarán en sus respectivas creaciones.
Para bien o para mal.
El primer verso marca el ritmo y la medida
de los demás que formarán con él la estrofa,
en primer término y, finalmente, el poema.
De ahí que sea tan importante acertar con
el que abre la composición. Aunque, claro
está, también puede suceder, como hemos
visto más arriba, que todo se quede en el
arranque.
En la playa, por unos minutos, mientras
pisaba las huellas de quienes me antecedían
en el paseo por la arena mojada de la
orilla, he notado que tenía pensamientos
y figuraciones impropias de mí, como si de
las pisadas ocupadas por las mías subieran
las ideas y los pensamientos de sus dueños
piernas arriba hasta alojarse en mi cerebro.
Ha sido una sensación horrible como si yo,
en vez de ocupar mi sitio de siempre, estuviera siendo ocupado
por personalidades diferentes. Menos
mal que el oleaje, al borrar las huellas que
esperaban con ansiedad mis pies, borró
también de golpe el aluvión de pensamientos
ajenos que, por segundos, habían poseído
mi mente. Aliviado, apreté con ternura la
mano de mi mujer, que caminaba a mi lado.
Ella me miró con sorpresa y me preguntó qué
me pasaba. Le contesté: »Nada, querida;
figuraciones mías.
Las medusas muertas sobre la arena me
recuerdan implantes de senos desechados.
Es más: un pensamiento atroz ha venido a
mi encuentro. De repente todas las bañistas,
oprimidas por la silicona que rellena sus senos,
se han desprendido del relleno, y el mar en sus
vaivenes lo ha depositado en la orilla.
Míster X no es Míster X. Tiene nombre y
apellidos. Y un domicilio. Y una familia. Y un
trabajo. Y alguna que otra afición. Y algún amigo.
El novelista así lo tiene consignado en varias de
sus múltiples fichas. Adelantamos su nombre
porque es muy significativo: Bonifacio Toro
Manso. El hombre nunca rompió un plato en su
vida y todo lo que hacía parecía estar santificado;
de ahí que el nombre de Bonifacio le viniera
que ni pintado. En cuanto a sus dos apellidos,
quedan claramente justificados en la novela.
Sabido de toda la comunidad era que apenas
podía entrar por la puerta de entrada del edificio
por la envergadura de los cuernos que su mujer
le había puesto años atrás con el administrativo
de la Notaría del pueblo. ¡Pobre, hasta la X de su
primer nombre presenta cuernos en los cuatro
puntos cardinales!
Viendo que no llegaba Caperucita por el
sendero del bosque, y a la que acechaba detrás
de un árbol desde horas atrás, el lobo empezó
a aullar desesperado. Se veía ya sin papel en
el cuento que Perrault había tramado para él.
Por eso, sin dejar de aullar, pidió desde lo más
hondo de su desgraciado, aunque perverso
corazón, que al menos Rodríguez de la Fuente le
diera una pequeña oportunidad en su programa
de televisión, aunque fuera corriendo por las
solitarias cumbres de la Sierra de la Culebra,
enmarcada su oscura silueta por la amarillenta luz
de la luna.
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