viernes, 12 de abril de 2019

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Semana Santa (y III)




Aquí, en nuestra tierra de adopción, a casi mil kilómetros de distancia y treinta años después de todo aquello, mientras preparamos en casa torrijas, mi mujer y yo evocamos con nostalgia la tarde de Viernes Santo en que nuestros amigos zamoranos hicieron posible que yo saliera en procesión como cofrade del Santo Entierro y asistiera al gozo impensado de ver mi ciudad a través de los ojos de un caperuz. Con la cara oliendo aún a la canela y la leche frita de las torrijas, salimos en familia hacia el Museo de la Semana Santa de donde iba a partir la procesión. Me coloqué en el lugar de la fila donde me correspondía y esperé a que el mayordomo diera la orden de salida. Detrás de mí, en el interior del Museo, esperaban los “pasos” que desfilarían conmigo por media ciudad, a través de calles y plazas de sonoros e históricos nombres. Unos y otras permanecen incólumes en el desván del alma; entre los primeros, El Cristo de las Injurias, El caballo de Longinos, El descendido, el Santo Entierro, cuyo cuerpo está inspirado en un ahogado del río, como cuenta la tradición zamorana... Y entre las calles y plazas, la de Barandales, la de Viriato, la Rúa de los Notarios, la plaza de la Catedral...
¡Aunque no quiera, son muchas las señales que me conducen a mi tierra! ¡Las raíces verdaderas han de regarse con el agua de la infancia y la emoción! ¡Es tan fácil volver a lo que es nuestro por mucho que nos alejemos de ello físicamente!


Dentro de un rato, cuando se haga de noche aquí en nuestra tierra de adopción, por arte de la nostalgia, mi mujer y yo volveremos al pasado. Ella está invitada a desfilar junto a la Virgen de las Angustias. Su amiga ha venido a buscarla y han salido las dos vestidas con ropas negras, un velo a la cabeza y una vela con tulipa en la mano. Me han dicho que desfilarán por la derecha para que yo las pueda ver decirles unas palabras cuando pasen por la acera del palacio de los Momos, donde yo estaré esperando.
Es la fachada gótica del famoso Palacio. Noche cerrada. Sopla un aire frío cortante y espero desde hace un rato el paso de la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias. Pienso con emoción lo vivido esta mañana en la iglesia de San Vicente, que en un camarín acristalado guarda el grupo escultórico de la Madre que sostiene en el regazo el cuerpo muerto de su Hijo. Al entrar en la iglesia hemos preguntado por el párroco del templo, ayer el Pepito de la plazuela, el hijo del herrero, vecino de toda la vida, y hoy don José Tamames, un sacerdote ilustre, el cual al saber que éramos nosotros los que preguntábamos por él, le ha faltado tiempo para dejar la sacristía y venir a abrazarnos tiernamente, como lo hubiera hecho el Pepito de siempre. A continuación nos ha franqueado el paso al camarín y hemos podido admirar de primera mano las hermosas tallas del dolor supremo.
Y aquí bajo el manto callado de la noche fría pasa a mi lado la Virgen de las Angustias. Los faroles alumbran su rostro de tristeza infinita y el macilento cuerpo de Jesús muerto sobre sus rodillas. Detrás del “paso” don José Tamames, el Pepito de la infancia, viene rezando el rosario, y a continuación las dos largas filas de mujeres y jovencitas vestidas enteramente de negro, portando una vela, cuya llama lucha por sobrevivir protegida por la tulipa. Y cuando mi mujer y su amiga pasaron junto a mí y se cruzaron nuestras miradas, supe en el acto que la Semana Santa de nuestra tierra será siempre un alimento especial para mi alma y que nunca dejaré de agradecer a mis padres el amor y el respeto que infundieron en mí por las procesiones de nuestra ciudad, por los “pasos” de nuestros imagineros, por los tambores, por las trompetas, por Barandales y por todo lo que la Semana Santa representa para la gente de la tierra, la que está en la diáspora y la que sigue disfrutando in situ de ella.
Mañana, Sábado Santo, se acaban los días en que ha estado con nosotros la amiga de la infancia de mi mujer y con ello mucho me temo que se acaben también las aceitadas del recuerdo. Han pasado rápidos los días y las horas. Hemos contado con todas las variantes climatológicas de abril: nubes, sol, lluvia, frío, calor... y vivido los ambientes contrarios del agobio de la gran ciudad, en Barcelona, los primeros días, y la calma de pueblo marinero en Tossa de Mar, los últimos. En unas y otros, la compañía de la amiga de mi mujer, zamorana como nosotros, nos ha ayudado mucho a encauzar la nostalgia de nuestra inolvidable Semana Santa. Así, el pasado, instalado a sus anchas en la memoria ha ido brotando al conjuro de una imagen de la televisión, del sabor de una comida,de una frase pronunciada al azar...
Mientras hacíamos los tres la sobremesa en un restaurante de Tossa con vistas al mar y a la Vila Vella, olas golpeando las rocas sobre las que se asienta Minerva, nubes como gasas flotando a la deriva en un cielo azul, murallas y torreones del recinto medieval..., la amiga de mi mujer ha dejado en el aire esta pregunta:
“¿Por qué creéis que desfilan dos veces en nuestra Semana Santa el Cristo de las Injurias y la Virgen de la Soledad?” La pregunta se quedó un momento flotando en el aire con el suspense propio de una gaviota que juega con una corriente de viento sobre la playa Gran. Es verdad que el Cristo de las Injurias desfila una vez solo en la noche del Miércoles Santo como protagonista de la imponente Procesión del Silencio, y otra en la tarde del Viernes Santo, formando parte, junto con varios “pasos” más, de la Procesión del Santo Entierro, en la que tuve la suerte de desfilar un año en que regresé a la ciudad del alma. Y es verdad que la Soledad desfila una vez el Viernes Santo por la mañana, acompañando a varios “pasos”, y otra, sola, el Sábado Santo por la noche en la procesión que lleva su nombre. La cuestión es que la pregunta de la amiga de mi mujer quedó sin respuesta entonces, si bien sigo creyendo lo que siempre he creído, y es que, junto al Yacente, que, por su entidad y significado, está pensado para desfilar exclusivamente por la noche, son la Soledad y el Cristo de las Injurias las imágenes que más veneran nuestros paisanos y paisanas, los varones el segundo y las mujeres la primera. Y añado con toda reserva posible que tanto una imagen como otra parecen distintas, desconocidas desfilando con otras fuera de sus ya señalados contextos procesionales nocturnos. Y así, a la luz clara del día, con los tejados cortados por el sol y las esquinas de las callejas desveladas sin pudor, el Cristo de las Injurias desfilando en el Santo Entierro está como despistado y quiere regresar lo antes posible a su capilla roja de la Catedral. Al Cristo de Becerra hay que verlo de noche, en medio de un gran silencio sólo roto de vez en cuando por los sordos redobles de un tambor solitario, como las jaculatorias de una oración fúnebre. Y lo mismo ocurre con la Soledad, con la diferencia de que desfila al final de la procesión, como la Madre que ha quedado huérfana de su único Hijo muerto, sola con toda la soledad del mundo y a la vista de las gentes. De ahí que todos los “pasos” de la procesión del Viernes Santo por la mañana la intenten confortar haciéndole la reverencia, todo un clásico. De todos modos la Soledad luce toda su significación de tristeza inconsolable las noches de los Sábados Santos en la procesión de su nombre, en que vestida de riguroso luto, y acompañada de dos hileras de mujeres, también de negro, como las que acompañan a la Virgen de las Angustias la noche anterior, recorre las dos calles principales de la ciudad con la cabeza inclinada, los ojos puestos en tierra y los dedos de las manos enlazados en actitud resignada.
Esta imagen tan popular entre mis paisanos y paisanas, obra que salió de la gubia portentosa de nuestro mejor imaginero, Ramón Álvarez, por quien mi padre sentía verdadera devoción, tiene su historia entrañable. Se cuenta que a las dificultades que encontró escultor al tallar el rostro de la Virgen, hay que añadir las de Sus manos enlazadas, a las que no sabía cómo darles el gesto de aceptación del destino, a la vez que de impotencia ante lo irremediable. Y de repente un día entró en el taller una niña que, al ver el compungido rostro de la Soledad, en vez de abrir los labios para decir al escultor lo que sentía, expresó su compasión enlazando sus manos del modo como los presenta la Virgen en la actualidad.

Antes de volver a casa, la amiga de mi mujer nos recordó que ese año no iba a poder salir como dama de la Soledad en la procesión de la noche, mientras yo la veía allí en Zamora, caminando en su fila, con el velo negro flotando bajo el viento frío de la noche. El tiempo es otro y aquellas horas mágicas vividas cuando aún éramos jóvenes ya sólo son el humo de aquel fuego, fría ceniza de aquel brillo gozoso de nuestra ciudad, entre los santos de primavera.El Domingo de Resurrección por la mañana, aproximadamente a la hora en que sonaban los estampidos de los cohetes y los tañidos de las campanas en el cielo y los campanarios de Zamora celebrando la vuelta a la vida de Jesús, los tres regresamos a Barcelona porque la amiga de mi mujer tenía que coger el avión de vuelta a casa. Sin embargo, antes de hacerlo, mi mujer preparó el Dos y pingada, el plato típico del día de nuestra tierra, para que se fuera con buen sabor de boca.


Y ella allí, y nosotros aquí, seguiremos con nuestras vidas hasta otra Semana Santa.

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