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Hoy empieza abril y lo hace con menos viento que días pasados y con un
cielo azul casi completo. Y no quiero que pase un día más sin hacer alusión al
cuarto centenario del nacimiento de uno de nuestros pintores más carismáticos,
Bartolomé Esteban Murillo, que fue bautizado en Sevilla en enero de 1618 (de lo
que se deduce que debió de nacer uno de los días finales del año anterior) y
murió también en la ciudad del Guadalquivir en un abril como éste a los sesenta
y cuatro años de edad. Fue el menor de catorce hermanos, cuyo padre era un
acomodado barbero, cirujano y sangrador que dejó en herencia al pintor bienes
considerables que le aseguraron rentas para toda la vida. Tras recibir
formación naturalista, estilo que no olvidó nunca del todo (recordemos a
propósito el autorretrato que se hizo a petición de sus propios hijos, en el
que se le ve dentro de un marco ovalado con molduras, apoyando en él la mano
derecha y acompañado por los instrumentos propios de su oficio: lápiz, papel y
compás para el dibujo, paleta y pinceles para el color), evolucionó hacia el
estilo barroco, siendo el principal representante de la escuela sevillana y
contando con numerosos discípulos y seguidores, estilo con el que ejecutó sus
pinturas más logradas y conocidas, entre las que destacan la serie de la Inmaculada
Concepción, el Buen Pastor niño, la Sagrada Familia del pajarito, la Adoración
de los pastores, El hijo pródigo hace vida disoluta, el Nacimiento de la
Virgen, Santo Tomás de Villanueva o el Niño espulgándose.
Siempre recordaré una copia que hice cuando estudiaba
en el Instituto de su Adoración de los pastores, con la que obtuve un premio en
Zamora. Murillo, con Velázquez y Zurbarán forman el trío de pintores que más
admiro de esa época.
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