11 de mayo de 1972.
A seis años de tu partida, padre, he bajado a la calle
y he comprado dos rosas para llevártelas. He de decirte una cosa: aún se sigue
esperando media hora para tomar el autobús de Casa Valero. Y al llegar aquí, me
he visto de repente en un paisaje envuelto por el silencio. Algún pájaro canta
escondido entre los escombros de las casas derrumbadas. El sendero por el que
veníamos desde hace años se ha ido estrechando considerablemente ante el empuje
imparable de las hierbas salvajes que crecen en sus orillas. Aquí hay matas de
margaritas tan altas como un hombre, y las higueras que crecen a su antojo en
el lugar refrescan con ellas sus oscuras rodillas. Apenas hay viento, y el
cielo se ha vestido con ropajes de neblina.
La entrada del cementerio está desconocida.
Un momento. Oigo voces. Es de gente que baja por tu
calle.
--¿Has visto, mamá, qué geranios más hermosos? Parecen
de terciopelo.
--Con el agua de los jarros hasta arriba, creo que
durarán.
--El candelabro que le compró el tío Lucas queda bien
en el centro.
--Y es más económico que las bombillas de pilas.
--El día acabará estropeándose. Cada vez hay más
nubes.
--Seguro que llueve a la tarde.
La gente pasa de largo. Silencio de nuevo.
Como te iba diciendo, la entrada está desfigurada.
Nuevos edificios de nichos se han ido levantando para daros cobijo. Pero
enseguida he reconocido el paseo de los cipreses. De camino, me he encontrado
en el suelo el esqueleto de un pájaro, posiblemente un gorrión, y escuchado la
algarabía de muchos ellos que deben de andar escondidos en los cipreses. En la
esquina del paseo he vuelto a ver la foto de aquel novio con cara de enfermo
que mira desde detrás del cristal de su nicho. Se ve junto a su brazo un trozo
del vestido blanco de su reciente esposa. Pensando en ello y enfilando la
cuesta que desemboca en tu distrito, me he imaginado que al entrar en tu calle
te vería sentado en el hueco de tu morada, como esperándome para charlar un
rato y fumar juntos unos cigarrillos. Pero todo se ha escapado como el humo del
cigarrillo que yo acabo de tirar.
Me hubiera gustado que bajaras conmigo a la plaza de
la fuente monumental, a ver las palomas y a los niños que juegan con ellas a
hacerlas correr hasta salir volando a pocos pasos de ellos. Habríamos tomado un
rato el sol en el quiosco de las cervezas hablando de lo que Barcelona ha
progresado, de la gran calzada que pasa por debajo de la Plaza de España hacia
el centro de la ciudad, de las prolongaciones y las nuevas líneas de metro, del
piso que tengo en Horta, de los cuadros que he pintado… Me hubiera gustado que
pasaras el día conmigo. Hoy es domingo y lo primero que habríamos hecho es
darnos una vuelta por el mercado de San Antonio buscando algunos números de El
Ruedo, de esos que hay en casa y que tú cosiste amorosamente para conservarlos
juntos. Después te habría llevado a casa para que conocieras a mi familia, a tu
nieto (si lo vieras, te encantaría y querrías cogerlo en brazos y hacerle reír
y todas esas cosas que suelen hacer los abuelos con sus nietos)… Pero no puede
ser. Eso ya no podrá ser nunca. Dios, tú y yo lo sabemos de sobra.
He colocado las dos rosas sobre el cristal de tu
nicho. Los dos jarros que lo flanquean están llenos de agua verdinosa y sucia y
algunos mosquitos revolotean alrededor. Los lavaré en la fuente cercana para
que mamá, cuando venga algo más tarde, pueda poner ramos de flores dentro.
Ahora tengo que irme. Pero volveré. Adiós, padre.
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