Hoy se cumple el centenario de la muerte de nuestro
primer Premio Nobel de Literatura, José Echegaray, que había nacido en Madrid
el 19 de abril de 1832 y muerto también en la capital de España el 14 de
septiembre de 1916. Fue político, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, profesor,
científico y comediógrafo, faceta que ahora nos interesa. Lector
incansable de Homero, Goethe y Balzac, entre otros, inició su producción teatral con El libro talonario (1874). Estrenó casi
setenta obras teatrales, 34 de ellas escritas en verso, y obtuvo mucho éxito de
público. En 1896 fue elegido miembro de la Real Academia de la Lengua y en 1904
compartió el Premio Nobel de Literatura con el poeta provenzal Federico Mistral, galardón que criticaron otros autores españoles como Clarín, Galdós o Emilia Pardo Bazán. La obra teatral de
Echegaray empezó siendo seguidora de los aires románticos, pero después, con la
influencia del noruego Henrik Ibsen entre otros, cultivó también el tema social. De su
extensa producción dramaturga destacamos los siguientes títulos: Locura o santidad, Bodas trágicas, El gran
galeoto, El hijo de don Juan, El prólogo de un drama, Mancha que limpia, La calumnia por castigo o El
loco de Dios.
He aquí las palabras que dejó escritas nuestro primer Premio Nobel tras
la reacción de algunos críticos por el estreno de El hijo de don Juan:
“Procurando
adivinar el pensamiento de mi último drama El hijo de don Juan, han dicho los
críticos varias cosas. Que el pensamiento era el mismo que inspiró a Ibsen en
su célebre obra titulada Gengangere. Que las pasiones que en él se agitan, son
más propias de aquellos países del Norte, que de nuestras regiones
meridionales. Que se trata del problema de la locura hereditaria. Que se
discute la ley de herencia. Que es tétrico y lúgubre, sin más objeto que el de producir
horror. Que es un drama puramente patológico. Que no hay en él más que el
proceso de una locura. Que desde el momento en que se adivina que Lázaro ha de
volverse loco, acabó el interés de la obra, y no queda más que seguir paso a
paso el naufragio del pobre ser. Y así sucesivamente. Yo creo que todo esto no
es otra cosa que una serie de lamentables equivocaciones de los grandes y
pequeños juzgadores del arte dramático. No es ninguno de estos el pensamiento
de mi drama. Su pensamiento es muy otro, pero yo no lo explicaré : ¿para qué?
en todas las escenas de mi obra, en todos sus personajes, casi en todas sus
frases, está explicado. Además, el explicarlo sería peligroso : podría imaginarse
que mi propósito era defender al pobre hijo de don Juan, con el pretexto de
explanar la idea madre de donde ha brotado. Yo no defiendo nunca mis dramas :
cuando escribo su última palabra, los abandono a su suerte. Ni los defiendo
material ni moralmente. Concluyo un drama, se lo doy a la empresa, se
representa, gusta o no gusta y a la gracia de Dios. La empresa hace lo que más
conviene a sus intereses, sin que yo la moleste : los actores lo representan
como pueden, casi siempre muy bien : el público juzga en uno o en otro sentido,
según lo que siente y los críticos se desahogan a satisfacción. No quiero ni
debo, siquiera por buen gusto, defender mi nuevo drama ; pero hay en él una
frase que no es mía, que es de Ibsen, y esa debo defenderla enérgicamente,
porque me parece que es de extraordinaria hermosura. “Madre, dame el sol”: dice
Lázaro. Y esta frase sencilla, infantil, casi cómica, encierra un mundo de
ideas, un océano de sentimientos, un infierno de dolores, una lección cruel, un
¡alerta! supremo a la sociedad y a la familia. Yo así lo veo.”
Sin comentarios. Ojalá todas las defensas de lo
escrito fueran así.
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