Aunque hace un año ya que se cumplieron los cuatrocientos de la
publicación de la
Segunda Parte del Quijote, creo que no es tarde para aprovechar la ocasión de llevar a cabo una modesta empresa que llevo
pensando un tiempo: la de poner en castellano actual el lenguaje que empleó el
Manco de Lepanto en su obra maestra. Pero no voy a seguir el orden completo de la Tercera Salida del Caballero de
la Mancha ,
sino sólo el interés que me mueven ciertos pasajes de la misma. Comienzo por
los dos primeros capítulos, por considerarlos el motor de arranque de los que
vienen detrás.
CAPÍTULO
I
De lo que el cura y el barbero pasaron con Don
Quijote sobre su enfermedad.
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la
segunda parte de esta historia y tercera salida de Don Quijote, que el cura y
el barbero permanecieron casi un mes sin
hacerle una visita, por no recordarle las cosas pasadas; sin embargo, no
dejaron de ver al ama y a su sobrina para encargarles que le dieran de comer
cosas sustanciosas y adecuadas para fortalecer el corazón y el cerebro, del
cual provenían todas sus desdichas. El ama y la sobrina aceptaron gustosamente
el encargo y prometieron hacerlo con toda la voluntad y cuidado posibles porque
entendían que su señor poco a poco iba dando muestras de estar en su sano
juicio.
El cura y el barbero, pasado un tiempo,
decidieron visitar a Don Quijote y lo encontraron sentado en su cama, vestido
con una especie de chaleco de paño ligero de color verde y gorro de dormir toledano de color rojo. Y
estaba tan seco y consumido que parecía una momia. El caballero los recibió
gustosamente y ellos le preguntaron por su salud, a lo que contestó con buen
juicio y elegantes palabras. Luego hablaron de política y maneras de gobernar,
y Don Quijote lo hizo con tanta discreción en cuantas materias tocaron, que los
dos examinadores creyeron sin duda que estaba totalmente recuperado y en su
completo juicio.
El alma y la sobrina estuvieron
presentes en la conversación y no se cansaron de agradecer a Dios por ver a su
señor con tan buen entendimiento. Pero el cura, mudando su primera intención de
no sacar a relucir el tema de la caballería, quiso asegurarse completamente de
si la salud de Don Quijote era verdadera o falsa, y así de asunto en asunto,
vino a contar ciertas noticias venidas de la Corte , y entre ellas, la que se tenía por seguro
que la escuadra turca avanzaba por el Mediterráneo con una poderosa armada y no
se sabía con seguridad cuáles eran sus intenciones ni contra quién descargaría
su amenaza; y con ese temor, con que casi cada año nos toca estar en alerta,
estaba puesta toda la cristiandad, y el Rey había hecho aprovisionar las costas
de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta.
Entonces intervino Don Quijote:
--Su majestad se ha comportado como
prudentísimo guerrero al proveer con tiempo sus estados para que el enemigo no
lo encuentre despistado; sin embargo, si siguiera mi consejo, yo le
recomendaría que se valiera de una prevención, de la cual su majestad, por la
presente, debe de estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, se dijo para
sí: “Dios te tenga de su mano, pobre Don Quijote; que me parece que te despeñas
de la alta cima de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad.”
Pero el barbero, que ya había pensado
acerca del juicio de Don Quijote lo mismo que el cura, preguntó al caballero
cuál era la advertencia de la prevención que había que hacerse según él; sin
duda podría ser tan importante que mereciese figurar en la lista de las muchas
advertencias impertinentes que suelen darse a los príncipes.
--La mía, señor rapabarbas—dijo Don
Quijote--, no será impertinente, sino pertinente y adecuada.
--No lo digo por otra cosa—replicó el
barbero—que por la experiencia demostrada de que los proyectos que se proponen
a su majestad o son imposibles o disparatados, o perjudiciales tanto para el
rey como para el reino.
--Pues el mío—respondió Don Quijote—ni
es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más eficaz y
breve que puede caber en pensamiento de árbitro alguno.
--Ya tarda en decirlo usted, señor Don
Quijote—intervino el cura.
Entonces dijo el caballero:
--Pues ahí va. ¿Existe algo más fácil
que mandar su majestad en público pregón que se reúnan en la corte en un día
determinado todos los caballeros andantes que rondan por España? Que aunque no
acudiesen más que media docena, sólo ellos bastarían para destruir todo el
poder del Turco. Permanezcan atentos y sigan mi razonamiento. ¿Acaso es cosa
nueva que un solo caballero andante deshaga un ejército de doscientos mil
hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta o estuvieran hechos de
pasta de azúcar? Que si alguno de estos caballeros andantes viviera y al Turco
se enfrentara, a fe que no recibiría de él ningún daño. Pero Dios mirará por su
pueblo y concederá alguno que, si no tan bravo como los antiguos caballeros
andantes, por lo menos en el ánimo no será inferior a ninguno de ellos…, y Dios
me entiende, y no digo más.
--¡Ay!—dijo en este punto la sobrina--.
¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!
A lo que dijo Don Quijote:
--Caballero andante he de morir; y baje
o suba el Turco cuando quiera y cuanto poderosamente pueda; que otra vez digo
que Dios ya sabe lo que quiero decir.
A esto dijo el cura:
--Aunque casi no he hablado hasta ahora,
no quisiera quedarme con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia
respecto de lo que acaba de decir el señor Don Quijote.
--Para otras cosas más graves—respondió
el caballero—tiene licencia el señor cura; y así puede expresar su
intranquilidad de conciencia porque no es agradable andar con la conciencia
escrupulosa.
--Pues con ese beneplácito—respondió el
cura—digo que mi escrúpulo es no haber dicho antes que toda esa cuadrilla de
caballeros andantes que usted, señor Don Quijote, ha referido, no han sido
nunca real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; más bien me
imagino que todo es ficción, fábula y mentira y sueños contados por hombres
despiertos o, mejor dicho, medio dormidos.
--Ese es otro error—respondió Don
Quijote—en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros
andantes en el mundo; y yo muchas veces, entre diversas gentes y en varias
ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este engaño tan común; y
aunque algunas veces no he conseguido mi propósito, otras sí lo he hecho
argumentándolo con la verdad; esta verdad es tan cierta que estoy por decir que
vi con mis propios ojos a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo,
blanco de rostro, con mucha y cuidada barba, aunque negra, de vista entre
blanda y rigurosa, corto de razones, lento en airarse y rápido en abandonar la
ira; y del modo en que he pintado a Amadís, podría pintar y describir a todos
cuantos caballeros andantes figuran en las historias.
--¿Cómo de grande le parece a vuestra
merced, mi señor Don Quijote—preguntó el barbero—que debía de ser el gigante
Morgante?
--En eso de gigantes—respondió Don
Quijote—hay diferentes opiniones sobre si los ha habido o no en el mundo; pero
en la Biblia ,
que no puede faltar a la verdad, nos dice que los hubo, y así nos cuenta la
historia de aquel enorme filisteo llamado Goliat, que tenía siete codos y medio
de altura, que es una desmesurada estatura (un hombre normal mide cuatro
codos). Pero con todo esto no sabré decir con certeza qué tamaño tenía
Morgante, aunque imagino que no debía de ser muy alto; y muéveme a opinar así
el haber leído en las historias que lo mencionan que muchas veces dormía debajo
de techado; y si hallaba casa donde cabía, está claro que su tamaño no era
excesivo.
En esto oyeron que el ama y la sobrina,
que hacía rato habían dejado la charla, daban altas voces en el patio, y al
ruido acudieron todos.
CAPÍTULO
II
Que
trata de la noble pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de Don
Quijote, con otros sucesos graciosos.
Cuenta la historia que las voces que
oyeron Don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y el ama, que se
las dirigían a Sancho Panza, el cual luchaba por entrar a ver a Don Quijote, y
ellas le prohibían la entrada.
--¿Qué quiere este bruto en esta casa?
Vuelva a la suya, hermano; que usted es y no otro el que engaña a mi señor y le
lleva por esos andurriales.
A lo que Sancho respondió:
--Ama de Satanás, el engañado y llevado
por esos andurriales soy yo, que no tu amo. Él me llevó por esos mundos y
vosotros os equivocáis en la mitad de la verdad: él me sacó de mi casa con
engañifas, prometiéndome una ínsula que aún la sigo esperando.
--¡Malas ínsulas te ahoguen—respondió la
sobrina--, Sancho maldito! ¿Y qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer,
tragaldabas, comilón?
--No es de comer—replicó Sancho--, sino
de gobernar y administrar; mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de
corte.
--A pesar de eso—dijo el ama--, no
entrará aquí, saco de maldades y talega de malicias; vaya a gobernar a su casa
y a labrar sus trozos de campo, y deje de pretender ínsulas ni ínsulos.
Gran satisfacción sentían el cura y el
barbero oyendo la conversación de los tres; pero Don Quijote, temeroso de que
Sancho hablara y desembuchara un montón de maliciosas necedades y tocase
detalles que no le beneficiarían en su honra, le llamó y pidió a las dos
mujeres que callaran y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero
se despidieron de Don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cómo seguía
en sus disparatados pensamientos y empecinado en la simplicidad de sus
malandantes caballerías; y así dijo el cura al barbero:
--Ya verás, compadre, cómo, cuando menos
lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez al campo en busca de aventuras.
--No pongo yo duda en eso—respondió el
barbero--; pero no me asombro tanto de la locura del caballero como de la
simplicidad del escudero; que tan creído tiene lo de la ínsula, que creo que no
se lo sacarán de la cabeza por muchos desengaños que reciba.
--Dios lo remedie—dijo el cura--, y
estemos al tanto; veremos en qué para esta multitud de disparates de semejantes
caballero y escudero; que parece que los construyeron a los dos con el mismo
molde, y que las locuras del señor sin las necedades del servidor no valen un
céntimo.
--Así es—dijo el barbero--, y me
gustaría saber qué están tramando ahora los dos.
--Yo afirmo—respondió el cura—que la
sobrina o el ama nos lo contarán después; que son ambas de tal condición que no
dejarán de escucharlo.
A todo esto, Don Quijote se había
encerrado con Sancho en su habitación, y, estando solos, le dijo:
--Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho
y digas que fui yo quien alteró tu modo de vida, que yo no me quedé sin hacer
nada. Juntos salimos y juntos peregrinamos; hemos corrido los dos la misma
suerte; si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido cien, y esto es lo que
te llevo de ventaja.
--En eso estoy de acuerdo—respondió
Sancho--; porque según usted dice, las desgracias van más con los caballeros que
con sus escuderos.
--Te equivocas, Sancho—dijo Don
Quijote--, que “quando cáput dolet…”
--Señor, yo no entiendo otra lengua que
la mía—respondió Sancho.
--Quiero decir—dijo Don Quijote—que
cuando duele la cabeza duelen los demás miembros; y así, siendo yo tu amo y
señor, soy tu cabeza y tú una parte mía pues eres mi criado; y por esta razón
el mal que a mí me toque a ti te dolerá y a mí me dolerá el tuyo.
--Así tendría que ser—dijo Sancho--,
pero cuando a mí me manteaban como a miembro, mi cabeza se quedaba detrás de las
tapias del corral viéndome volar por los aires sin sentir dolor alguno.
--Dejemos eso ahora, que tiempo
tendremos de tratarlo y ponerlo en su justo punto; y dime, Sancho amigo: ¿Qué
es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el pueblo, en qué
los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis
hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se habla del propósito que he tomado de
resucitar y devolver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero,
Sancho, que me digas cuanto ha llegado a tus oídos acerca de todo ello sin
añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que es propio de los vasallos
leales decir la verdad a sus señores tal como fue sin que la adulación la
acreciente o el falso respeto la disminuya. Que te sirva esta advertencia,
Sancho, para que discretamente y con buena intención pongas en mis oídos la
verdad de las cosas que conozcas en relación a lo que te he preguntado.
--Eso haré muy gustosamente, señor
mío—respondió Sancho--, con la condición de que no se enfadará por lo que le
diga, pues quiere que lo diga sin adornos, sin vestirlo con otras ropas que
aquellas con las que llegaron a mis oídos.
--De ninguna manera me
molestaré—respondió Don Quijote; bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin
rodeos.
--Pues lo primero que digo es que el
pueblo lo considera como un grandísimo loco y a mí por no menos que mentecato.
Los hidalgos dicen que no conteniéndose usted dentro de los límites de la
hidalguía se ha colocado un “don” delante del nombre y se ha metido a caballero
con cuatro cepas y dos yuntas de tierra y con trapo atrás y otro delante. Y los
caballeros dicen que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos,
especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y cosen
los puntos de las medias negras con seda verde.
--Eso—dijo Don Quijote—nada tiene que
ver conmigo pues voy siempre bien vestido y jamás remendado; roto, bien podría
ser, y en caso de ir roto, es más a causa de las armas que del tiempo.
--En lo que toca—prosiguió Sancho—a la
valentía, cortesía, hazañas y propósito de resucitar la orden caballeresca, hay
diferentes opiniones: unos dicen “loco, pero gracioso”; otros, “valiente, pero
desgraciado”; otros “cortés, pero impertinente”; y por aquí van discurriendo en
tantas cosas, que ni a usted ni a mí dejan nada sin criticar.
--Mira, Sancho—dijo Don Quijote--; en
cualquier sitio que se halle la virtud en alto grado, es perseguida; muy pocos
o ninguno de los famosos hombres que vivieron en siglos pasados dejaron de ser
calumniados por la malicia: Julio César, esforzadísimo, prudentísimo y
valentísimo capitán, fue tachado de ambicioso y un tanto descuidado en sus
vestidos y en sus costumbres; Alejandro, quien por sus hazañas fue calificado
de Magno…, dicen de él que tuvo sus momentos de embriaguez; así que, ¡oh
Sancho!, entre tantas calumnias de hombres buenos, bien pueden pasar las mías,
con tal de que no sean más de las que has dicho.
--Ahí está el punto principal—replicó
Sancho.
--Pues ¿hay más?—preguntó Don Quijote.
--Aún falta lo más difícil y duro—dijo
Sancho--. Lo que le he dicho hasta ahora no es nada; pero si usted quiere saber
todo lo que hay acerca de las calumnias que le atribuyen, yo le traeré aquí al
momento quien se las diga todas, sin que falte lo más mínimo; que anoche llegó
el hijo de Tomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller;
y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros su historia,
señor, con el nombre de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha ; y dicen que me
mencionan a mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora
Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice
cruces de espantado que estaba al preguntarme cómo las pudo saber el historiador
que las escribió.
--Yo te aseguro, Sancho—dijo Don
Quijote—, que el autor de nuestra
historia debe de ser algún sabio encantador; que a tales magos no se les oculta
nada de lo que quieren escribir.
--No creo que se trate—dijo Sancho—de un
sabio y encantador; pues según dice el bachiller Sansón Carrasco, el autor de
la historia se llama Cide Hamete Berenjena.
--Ese nombre es de moro—respondió Don
Quijote.
--Así será—respondió Sancho--; porque he
oído decir que los moros son amigos de berenjenas.
--Creo, Sancho—dijo Don Quijote—que tú
debes de equivocarte en el apellido de ese “Cide”, que en árabe quiere decir
“señor”.
--Bien podría ser—replicó Sancho--; pero
si usted quiere que yo haga venir aquí al bachiller, iré por él corriendo.
--Mucho placer me harás, amigo—dijo Don
Quijote--; que me tiene suspenso lo que me has dicho y no comeré bocado que me
sepa bien hasta ser informado de todo ello.
--Pues voy por él—respondió Sancho.
Y dejando a su señor, se fue a buscar al
bachiller, con el cual volvió al poco rato, y Sansón Carrasco confirmó y amplió
a Don Quijote lo que Sancho le había dicho.
Finalmente, Don Quijote y Sancho Panza
se abrazaron y, con el beneplácito del gran Carrasco, que ya se había
convertido en su inspirador y guía, se determinó que tuviese lugar su tercera
salida de allí a tres días, durante los cuales habría ocasión de preparar lo
necesario para el viaje.
Las maldiciones que las dos mujeres, ama
y sobrina, echaron al bachiller fueron incalculables; se tiraron de los
cabellos en señal de dolor y rabia, arañaron sus rostros y a la manera de las
mujeres que antiguamente se alquilaban para llorar en los entierros, lamentaban
la partida de Don Quijote como si hubiera muerto.
El propósito que movió a Sansón Carrasco
para convencer a Don Quijote a que otra vez saliera fue hacer lo que más
adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y el barbero con quienes
antes lo había concertado.
En resolución: durante aquellos tres
días Don Quijote y Sancho se hicieron con lo que les pareció conveniente para
el viaje, y habiendo aplacado Sancho a su mujer y Don Quijote a su sobrina y a
su ama, al anochecer, sin que nadie los viera sino el bachiller, que quiso
acompañarles durante un trozo del trayecto, se pusieron en camino del Toboso.
Don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo rucio, provistas
las alforjas de cosas tocantes a la comida, y la bolsa de dineros que le dio
Don Quijote para cualquier imprevisto que les surgiera. Sansón Carrasco abrazó
al caballero y le suplicó que le avisara de su buena o mala suerte para
alegrarse con esta última y entristecerse con la primera, pues, como pedían las
leyes de la amistad, deseaba que todo le saliera mal para curarle de su manía
de buscar aventuras. Se lo prometió Don Quijote; dio Sansón la vuelta a su
lugar y los dos tomaron la dirección del Toboso.
Tras asistir en los capítulos tercero y cuarto a los
engaños que sufre Don Quijote por parte de
Sancho respecto a lo que le había contado en relación a Dulcinea y la
tarea que llevó a cabo el escudero para encantar a la dama de los sueños de su
señor; y en el quinto, a la aventura de la carreta donde viajaba una compañía
de comediantes, con la caída de Don Quijote de su caballo, que se espantó ante
el ruido que hacía otro actor que venía detrás de la carreta saltando, llegamos
a los capítulos sexto, séptimo y octavo en que aparece el Caballero de los
Espejos o del Bosque, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, que
había salido en busca de Don Quijote, para pelear con él, y una vez derrotado
éste, obligarle a volver a su casa. Iba acompañado de un escudero, que tenía
una nariz enorme y horrible, llena de verrugas, y que más adelante veremos de
quién se trata y cómo lo reconoce Sancho. La cuestión es que fallaron las
intenciones del bachiller pues, en contra de lo que pueda esperarse, Don
Quijote lo derribó del caballo y lo dejó tendido en el suelo inmóvil. Se apeó
de Rocinante y fue a alzarle la visera del casco a su enemigo para comprobar
que en verdad estaba muerto. Y entonces descubrió quién era.
Y en cuanto lo vio, en altas voces dijo:
--Acude, Sancho, y mira lo que has de
ver y no lo has de creer; corre, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que
pueden los hechiceros y los encantadores.
Llegó Sancho, y como vio el rostro del
bachiller Carrasco, comenzó a maravillarse y a santiguarse sin poder creer lo
que estaba viendo. A todo esto, empezó a dar señales de estar vivo el derribado
caballero, y Sancho dijo a Don Quijote:
--Me parece, señor mío, que se dispone
usted a meter la espada por la boca a este que se parece al bachiller Sansón
Carrasco; quizá mate en él a alguno de sus enemigos hechiceros.
--No te equivocas—dijo Don Quijote--,
porque de los enemigos, los menos.
Y mientras sacaba la espada para poner
en práctica el consejo de Sancho, llegó el escudero del de los Espejos y a
grandes voces dijo:
--Mire usted bien lo que hace, señor Don
Quijote; que ese que tiene tendido a sus pies es el bachiller Sansón Carrasco,
su amigo, y yo su escudero.
Y viéndolo Sancho sin aquella nariz enorme
y horrible de antes le dijo:
--¿Y las narices?
A lo que él respondió:
--Aquí las tengo, en la faldriquera.
Y echando mano a la derecha, sacó unas
narices de pasta y barniz que se utilizaban como máscara; y mirándolo una y
otra vez Sancho, con voz asombrada gritó:
--¡Santa María, ayúdame! ¿No es éste
Tomé Cecial, mi vecino?
--¡Ya lo creo!—respondió el desnarigado
escudero--.Tomé Cecial soy, amigo y vecino de Sancho Panza; luego os contaré
los misterios, engaños y enredos que me han traído hasta aquí; pero antes pida
y ruegue a su amo y señor que no toque, maltrate, hiera ni mate al Caballero de
los Espejos que tiene a sus pies; porque sin duda se trata del atrevido y mal
aconsejado bachiller Sansón Carrasco, nuestro paisano.
En esto acabó de volver en sí el de los
Espejos, y en cuanto Don Quijote lo advirtió, le puso la punta desnuda de su
espada sobre el rostro y le dijo:
--Muerto será, caballero, si no confiesa
que la sin par Dulcinea del Toboso aventaja en belleza a su Casildea de
Vandalia; también deberá confesar y creer—añadió Don Quijote—que aquel
caballero que derrotó antaño no fue ni pudo ser Don Quijote de la Mancha , sino otro que se le
parecía, como yo confieso y creo que usted, aunque se parece al bachiller
Sansón Carrasco, no lo es, sino otro que se semeja a él, y que con su imagen
aquí me lo han puesto mis enemigos, para que detenga y modere el ímpetu de mi
cólera y para que use comedido la gloria de mi vencimiento.
--Todo lo confieso, juzgo y siento como
usted lo cree, juzga y siente—respondió el maltrecho caballero; déjeme
levantarme, se lo ruego, si es que me lo permite el golpe de mi caída, que
bastante molido me tiene.
Le ayudó a levantarse Don Quijote, y
Tomé Cecial, su escudero, de quien no apartaba Sancho su mirada, preguntándole
cosas cuyas respuestas le daban claras pruebas de que era verdaderamente el
Tomé Cecial que decía ser; pero la desconfianza que en Sancho produjo lo que su
amo había dicho sobre que los hechiceros habían mudado la figura del Caballero
de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba aceptar la verdad que
sus ojos le ofrecían; finalmente, amo y criado se quedaron con este engaño; y
el de los Espejos y su escudero, melancólicos y disgustados, se apartaron de
Don Quijote y Sancho, con intención el escudero de buscar un lugar donde poner
una pomada y unas vendas a las costillas de su señor. Don Quijote y Sancho
prosiguieron su camino a Zaragoza.
En los capítulos nueve y diez tiene lugar el encuentro
de los dos aventureros con el Caballero del Verde Gabán, que era un hombre
montado en una yegua tordilla, vestido de verde, con alfanje morisco y
espuelas, también verdes. Al principio pasó de largo por el camino que llevaban
amo y escudero, pero a indicación de Don Quijote se detuvo el Caballero y
siguieron caminando juntos. Don Quijote le contó su historia, de la que se
admiró mucho don Diego de Miranda, que así se llamaba el Caballero del Verde
Gabán. Éste también le contó su historia, que era una vida sencilla de hidalgo
de aldea, que se reducía a la caza y a la pesca, a oír misa diaria, ayudar a
los pobres y a no escuchar las murmuraciones de las gentes, con quienes se
llevaba bien sin excepción alguna. Sancho, que estaba muy atento a las palabras
del hidalgo, cuando éste acabó de referir su modo de vida, se apeó a toda prisa
del burro y se acercó a besar los pies de don Diego. Extrañado el caballero del
proceder de Sancho, le preguntó a qué venían esos besos, y Sancho le contestó
que le besaba los pies porque era el primer santo a la jineta que había visto
en su vida, a lo que don Diego de Miranda le replicó que no era santo sino gran
pecador. A continuación Don Quijote y don Diego se pusieron a hablar de los
libros de caballería, mientras Sancho se apartaba del camino para pedir un poco
de leche a unos pastores que muy cerca apacentaban a sus rebaños. De pronto,
Don Quijote descubrió que por el camino venía un carro lleno de banderas
reales, y creyendo que se trataba de una nueva aventura, llamó a Sancho para
que le diese la celada.
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