2.
En el Colegio
Privado compartían con nosotros la vida diaria tres tipos de “religiosos”: los
sacerdotes, los casados o supernumerarios y los solteros, que hacen votos de
celibato como si fueran curas vestidos de paisanos y que reciben el nombre de
numerarios. A esta última clase pertenecía mi amigo Juanmari, Romero a los
supernumerarios y a los sacerdotes don Ezequiel, el más simpático de todos.
Mañico de toda la vida y de raíces sencillas, sabía ver lo bueno que hay en
cada persona y silenciar lo malo que pudiera afearle lo positivo. Se le podía
ver hablando con los alumnos, que acudían a él como palomas a la mano llena de
alpiste, en cualquier sitio del Colegio Privado, en el campo de fútbol, en los
caminos entre los pabellones, en los pasillos, en el comedor... Y en el
oratorio se dirigía a los chicos con amenidad, sin reclamos del cielo ni
amenazas del infierno.
3
Pocos profesores llegaron a jubilarse en el Colegio Privado, de los
cuales uno de los más significativos fue Cabañas, que pertenecía a la clase de
los numerarios como Juanmari y lo mismo que él nunca hizo de la religión una
bandera, sino que la reservaba para gestionar las cosas del corazón y las devociones.
Siempre se esforzó por hacer de sus clases verdaderos ratos de aventura para
los alumnos, buscando nuevos caminos para la creación y la inventiva. Era
profesor de Dibujo y llegó a ser jefe de su Departamento. Y a él se debía la
iniciativa de la construcción de un mosaico en el exterior en el que se
representaba una gran mariposa con las alas abiertas. Cabañas, además de buena persona y profesor de Dibujo, era un excelente
pintor que contaba ya por entonces con varias exposiciones y premios pictóricos
a sus espaldas. Algunos de nosotros poseíamos en nuestras casas algún cuadro
suyo, desde marinas con fondo del puerto de Barcelona a escenas costumbristas
del Vallés envueltas en el pintoresco paisaje de la comarca, o bodegones de
frutas y recipientes.
4
Llerón lo mismo contaba una desgracia irreparable que
un chiste extravagante en la misma sesión. En contar chistes era un verdadero
as. En el viaje en que los dos coincidimos por tierras de Castilla con los
chicos de Bachillerato en uno de los últimos años de los ochenta, si no me
contó un centenar de chistes no me contó ninguno. Recuerdo que una tarde,
reventados de patear por Salamanca, desde la Plaza mayor hasta la Universidad,
desde la calle Zamora hasta el puente sobre el Tormes, volvimos a la habitación
del hotel en busca de alivio para los pies y, tras ponernos cómodos, me dijo: “¿Recuerdas
a los dos legionarios de la Plaza Mayor, tan tiesos, tan “echaos palante” que
parecían comerse el mundo con la mirada? Pues te voy a contar un chiste de legionarios
que seguramente no conoces. ¿O sí? Yo empiezo y si reconoces algún pasaje me
cortas y listo”.Y aunque ya conocía el chiste de los legionarios, se
lo dejé contar hasta el final, final hilarante en que el coronel le corta con
el sable el pito a uno de los valientes soldados y, al preguntarle si le había
hecho daño, el legionario le contesta que no porque era el pito del de atrás.
Me estuve riendo casi cinco minutos de reloj.
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