martes, 26 de enero de 2010

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

Lola Herrera y Valladolid







Anoche vi otro programa de Volver con, esta vez con Lola Herrera como protagonista. La famosa actriz volvía a Valladolid, su ciudad natal, a reencontrarse con sus fantasmas de niñez, adolescencia y primera juventud. Y lo mismo que yo, se encontró con la decepcionante sorpresa de ver que la casa donde había nacido en el popular barrio de las Delicias ya no existía. Existía, eso sí, el recuerdo y el aire y ciertas sombras y luces que le hacían aún emocionarase mientras caminaba por su antiguo barrio y descubría la plaza dedicada a ella, Plaza de Lola Herrera, una plaza abierta al sol, en la cual la actriz echaba de menos unos árboles que dieran sombra en el verano a la gente que viniera a sentarse a ella. Luego caminaba acompañada de su primer novio por Campo Grande y juntos recordaban el primer beso que Lola había recibido en su vida. Esos detalles y otros, como el de visitar la radio donde empezó a oírse su cristalina y castiza voz castellana y el teatro sobre cuyo escenario ganó un premio de canto, son los que de verdad importa de estos programas, cuya virtud consiste en situar al protagonista de cada medianoche del lunes en el entrañable marco espacio-temporal donde empezó a desenrollar la madeja de su vida como persona y como profesional.
Se da la casualidad de que Lola Herrera y Valladolid significan para mí mucho más que dos nombres. La ciudad castellana, tan cercana a la mía, siempre estuvo presente en mi vida y en la de mi familia. De esa tierra llegaron mis padres a Zamora tras la guerra huyendo de su horror; en ella nacieron mis dos hermanos mayores, y con el tiempo, viajábamos la familia siempre que podíamos para asistir a un acontecimiento feliz, una boda, un bautizo, aunque desgraciadamente también para despedir a un pariente. Recuerdo a mi padre muchas veces contándome cosas de Valladolid referidas a la historia, como que Felipe II había nacido allí, y me llevaba a ver el edificio regio y cierta ventana por la que el futuro rey de España daba limosna a los pobres. Con él visité la casa de Cervantes en la calle Miguel Íscar y contemplé por primera vez la estatua del poeta José Zorrilla en actitud de declamar un poema, acaso aquel que recitó en Madrid ante la tumba de Larra: "Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana..." Y me llevaba a pasear por Campo Grande, a ver las jaulas de los pájaros y la Fuente... ¡Ay, tantas cosas! Luego yo también volví a Valladolid por mi cuenta, en especial a ver jugar en el antiguo Zorrilla al Valladolid contra el Barcelona de mis amores, aunque ahora sé que lo del partido de fútbol era sólo un pretexto para pasear por las viejas calles de Valladolid para hacer volver lo que nunca vuelve pero cuyas emociones alimentan el alma. La Plaza Mayor, la iglesia de la Antigua, la calle de Santiago, el Teatro Calderón, la increíble fachada de San Gregorio..., pero nunca pude dar con aquella casa donde había nacido Felipe II.
Y de Lola Herrera, igual: sólo tengo buenos recuerdos. El primero de ellos y más importante sin duda fue verla actuar en el desaparecido teatro Barcelona, del Paseo de Gracia. Allí hacía de Menchu, una mujer que acababa de perder a su marido y, ante el cuerpo presente del mismo y antes de que vengan los empleados de la funeraria a llevarse el cadáver, hace un repaso a su vida en compañía del difunto en el que todo son reproches respecto de su forma de ser y de pensar. La obra en cuestión, Cinco horas con Mario, está basada en la novela homóloga de otro vallisoletano inmortal, Miguel Delibes, casualidades de la vida. A todos ellos y a cuantas personas se han mencionado aquí va dedicado este pequeño texto.

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