Vaya por delante que esta entrada se la dedico a mis mejores amigos zamoranos Lolo y Amalita, a quienes agradezco las atenciones desinteresadas que han tenido siempre conmigo y mi familia.
Lo que sigue es una nostálgica evocación culinaria, costumbrista, religiosa..., íntimamente enlazada con mi familia y la casa natal de allende el Duero y con la procesión nocturna del Martes Santo que desfila a unos pasos de ella, y a cuya conclusión tenía lugar en casa un encuentro entrañable entre el mejor amigo de mi padre, cofrade de la procesión, y nuestra familia para tomar una aceitada en cariñosa reunión.
La aceitada es uno de los dulces más característicos de la Semana Santa zamorana, y todos los años cuando se avecinaban esas fechas nuestra madre amasaba sus ingredientes (harina, huevos, azúcar, anises y aceite) y horneaba, ya conformados los dulces, en una tahona de la ciudad especializada en ese trabajo. Circunstancia que yo, todavía un niño, esperaba impaciente para salir a su encuentro cuando la veía aparecer en el Puente de Piedra para ayudarla a llevar a casa la dulce carga. Por decirlo de otro modo, las aceitadas son el calambre tierno que aún despierta los mejores recuerdos de mi infancia y la Semana Santa Familiar. Y el caso era que un poco más tarde de que mi madre hubiera guardado las aceitadas bajo el baúl de la sala mayor, yo acudía allí sigiloso como un gato y alargaba el brazo por debajo del mueble hasta recibir en las yemas de mis dedos el chispazo eléctrico que me producía el simple acariciar la cruz abierta que tenía en su panza la aceitada; tras esa eléctrica sensación sólo me faltaba llevarla a la boca y saborear la primera aceitada, aunque sabía que de un momento a otro podía oír la voz de mi madre taladrar los tabiques de la casa para decirme la frase del conjuro: “Hijo, deja las aceitadas para la hora de la comida.”
Por consiguiente, bien puedo decir que la Semana Santa Familiar transcurría alrededor de las aceitadas y las procesiones. Y ya que al principio cité dos pasos de mi preferencia, el de la Virgen de la Esperanza y el de Jesús con la cruz a cuestas, mencionaré algunos más que pertenecen a la mitología familiar y que se llevan la palma de nuestra admiración, la mayoría de los cuales son tallas esculpidas por un excelente imaginero de la tierra, Ramón Álvarez, por el que además mi padre mostraba una devoción incondicional. Devoción que, en los momentos en que la familia se apoyaba en las aceras de las calles principales para ver desfilar las procesiones, demostraba valorando la magnífica ejecución de las imágenes de Ramón Álvarez pese a estar fabricadas con materiales ligeros y de poco coste como escayola, arpillera, tela encolada, y madera... Y entre esas imágenes destacaban la Soledad, Nuestra Madre de las Angustias, el Longinos, la Crucifixión, la Caída... Nunca olvidaré que las imágenes favoritas de mi padre eran las que formaban precisamente el espléndido paso de la Caída, un conjunto escultórico inspirado, nada más y nada menos, que en la pintura de Rafael “El pasmo de Sicilia”, que, por otra parte, mi padre, gran dibujante, reprodujo al carboncillo en un cuadro que estuvo colgado en mi casa natal durante mucho tiempo y que luego, por azares que traen consigo las mudanzas hogareñas, acabó desapareciendo.
Cuando pienso en todo ello, entiendo por qué mi padre, hombre religioso a carta cabal, sentía verdadera veneración por este paso. Jesús, caído de rodillas bajo el peso de la cruz, refugia su mirada en la de su Madre, que le abre los brazos aunque sabe que nada puede hacer por aliviarle el dolor. San Juan, al lado de la Virgen, intenta también en vano consolar a la mujer que va a perder a su hijo. Mientras que Simón Cirineo pretende ayudar al condenado a muerte aligerando la carga del pesado madero. Al margen de estas figuras, implicadas en el sufrimiento de Jesús, hay otras tres ajenas a su tragedia: un sayón que sujeta la cuerda atada al cuello del Nazareno y otro que oprime su espalda con el pie y se apresta a azotarle con su látigo; la tercera figura representa a un niño que, llevando en una mano la cesta de los clavos y en la otra el mazo que meterá el hierro carne adentro hasta clavarla en la cruz, contempla sonriendo la dramática escena. Hay, pues, mucho más que arte en estas tallas que el imaginero ejecutó para recorrer las calles de la ciudad durante las mañanas frías de los Viernes Santos. En esta composición escultórica hablan elocuentemente tres sentimientos distintos: el sufrimiento de los elegidos, la compasión de los que sienten el dolor de los demás y la crueldad de los que no tienen corazón.
Muchas de las procesiones de la Semana Santa Familiar desfilaban ya entonces, y siguen desfilando todavía, encabezadas por el Barandales que, vestido con el hábito propio de la hermandad a la que precede, voltea las campanas que lleva atadas a las muñecas, anunciando con su peculiar tañido el avance de la procesión. Varios hombres han hecho de Barandales a lo largo de la historia de la Semana Mayor de mi ciudad. Hubo uno llamado España del que sólo se acordaban los más mayores (mi padre me contaba de él que mostraba desfilando una estampa impresionante con su andar serio y marcial mientras hacía casi hablar a sus campanas). En lo que a mí respecta, recuerdo con igual cariño a los Barandales que conocí. Todos forman ya una especie de mito cuando suenan en mi memoria los entrañables tañidos de sus campanas, anunciando la procesión. Parece ser que el origen del Barandales se remonta al siglo XVI, en que ya hacía de campanillero avisador de desfiles procesionales. Volviendo al verdadero motivo de estas líneas, en esos mismos años escribí unos modestos versos inspirados en el Barandales: “Tío Barandales, dales, dales…,/ suena en el alma de los chavales / mientras los pasos pasan solemnes / por las callejas viejas, perennes. / Esas campanas, como latidos, / suenan a tiempos nunca perdidos / en lo más hondo del corazón / como una eterna, viva canción. / Tío Barandales, dales, dales… / Las campanadas suenan iguales / en las verdades y en los ensueños, en los mayores y en los pequeños. / Semana Santa de mi ciudad. / Los sentimientos son de piedad / mientras voltean esas campanas / viendo a las gentes tras las ventanas / mirar con ojos tristes, llorosos, / los sufrimientos duros, penosos / que vive Dios en su soledad. / Sigue tocando, tío Barandales, / tío Barandales, dales, dales…, / para que nunca nos olvidemos / de aquellas cosas que hoy no tenemos / y que un día fueron nuestra Verdad.”
Siguiendo con las procesiones de preferencia familiar, una de las que tengo en estos momentos más viva en mi memoria es la de la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo del Amparo, que desfila la medianoche del Miércoles Santo y se conoce popularmente por el nombre de Las Capas Pardas porque la cofradía eligió una prenda típica zamorana como hábito para su desfile, la capa parda que usan en días especiales los pastores de Aliste, comarca singular de nuestra provincia. Los hermanos portan, unos, faroles rústicos y, otros, matracas que anuncian así el avance de la procesión. Mientras que a lo largo del itinerario de la procesión otros cinco miembros de la hermandad, formando una pequeña orquesta ambulante (un bombardino y un cuarteto de viento), van interpretando piezas fúnebres. El único paso de la cofradía es el Cristo del Amparo, un crucificado de tamaño natural a cuyos pies lleva como adorno una calavera y unos cardos, símbolos del Calvario. Uno de los momentos más intimistas del desfile es el que se vive cuando el paso llega a la plaza de fray Diego de Deza, en que tiene lugar el rezo del Via Crucis en medio de un impresionante silencio. Creo que vienen a cuento los versos que escribí recordando ese momento cuando era niño: “Cómo corren los chavales / por las cuestas empinadas / mientras la gente celebra / su viva Semana Santa. / Por la cuesta del Pizarro / llegaban, entre murallas, / al monumento del Fraile, / aquella escondida estatua / que sabe más de la tierra / que las personas ancianas. / Era el lugar elegido / para ver las Capas Pardas / que acompañan a su Cristo / con el son de las matracas / y el dolor del bombardino / que por su muerte lloraba. / ¡Con qué devoción la gente / el Vía Crucis rezaba / mientras el cielo y el río / silencio triste guardaban! / Y de todo era testigo / aquella escondida estatua / que sabe más de la tierra / que las personas ancianas.”
Estaría durante horas extrayendo con mis cangilones de nostalgia el agua entrañable que destila cada uno de esos momentos inolvidables de la Semana Santa Familiar que llevo enraizada en el alma. Como el que tiene lugar todos los años en la madrugada del Viernes Santo en el interior del templo de San Juan Bautista antes de que se proceda al desfile de la procesión de la cofradía de Jesús Nazareno. Momento en el que el paso denominado El Camino del Calvario se pone a bailar al ritmo de una de las músicas más emblemáticas de toda la Semana Santa, la Marcha Fúnebre de Thalberg. El Camino del Calvario, al que popularmente llamamos el Cinco de Copas por la disposición que adoptan sus imágenes sobre la mesa del paso, a semejanza de las cinco copas del conocido naipe español, y que precisamente es el guión de la procesión durante todo su recorrido, baila en el interior de la iglesia gracias a la habilidad de los costaleros que cargan con él, y lo hace de un modo tan singular que todos los concurrentes aplauden mientras las lágrimas saltan de sus ojos. Luego sale el paso del templo y los demás lo siguen por las calles de la ciudad.
Las cinco figuras del Cinco de Copas representan el momento en que el Nazareno, cargando con la cruz, sube al Calvario escoltado por un centurión romano, que señala con el brazo extendido el camino que le espera; un sayón que tira de la cuerda atada al cuello de Jesús, y dos soldados. Y los cinco posicionados según lo dicho como el cinco de copas: Jesús en medio y los cuatro enemigos restantes ocupando las cuatro esquinas del paso. Pero ya digo, lo mejor es el baile a que los someten los costaleros que cargan con ellos, y la música triste que lo acompaña. Ese instante taladra el corazón de los tiempos, y quien lo haya vivido alguna vez no lo olvidará nunca. Una vez emprendida la marcha de la procesión, el Barandales de turno irá avisando con sus campanas la llegada de la procesión al público apiñado en las aceras. Y los miles de cofrades pasarán con su hábito inconfundible de percal negro con cola, sin capa y con un caperuz sin punta, acompañando numerosos pasos: desde El Camino del Calvario, el primero, hasta La Soledad, que cierra el desfile, pasando por La Caída, del que ya se ha hablado aquí, La Redención, La Crucifixión, La Elevación de la cruz, etcétera. La procesión hace un alto en las Tres Cruces, para comer la tradicional sopa de ajo en compañía de los costaleros de los pasos, momento en que todas las clases sociales comparten la misma costumbre culinaria, y reanuda el desfile de vuelta al núcleo urbano tras la emotiva reverencia que hacen todos los pasos ante la Virgen de la Soledad, en medio de los sones solemnes de la Marcha de Thalberg.
Y, mientras me voy despidiendo, empiezo a recordar con mayor intensidad a medida que el año avanza hacia esas entrañables jornadas de la Semana Santa la seducción que siempre causó en mí cada uno de sus detalles, por insignificantes que parezcan, vividos unos en casa y otros en las calles y plazas de mi ciudad día y noche, ya sean los hachones de los cofrades proyectando sus sombras en las fachadas, o los roces de las cruces y los pies desnudos de los penitentes en el frío pavimento; ya sea la sin par figura del Barandales haciendo sonar sus campanas atadas a las muñecas y encabezando las procesiones, o las destempladas matracas rompiendo la quietud de las noches; ya sea el llanto silencioso de mis paisanos apostados en las aceras para ver pasar las procesiones, o las mesas de los pasos que desfilan solemnes en cada una de ellas, con sus dolientes imágenes de Vírgenes y Cristos que, instalados sobre ellos, portan reflejados en sus gestos y en sus propios cuerpos todo el dolor del mundo, la agonía y la muerte.
Seducción también causada en mí, todo hay que decirlo en honor de la verdad, por los típicos platos y los dulces que saboreamos durante ese tiempo bendito, desde los rebojos a las almendras garrapiñadas, pasando por las torrijas o mis queridas aceitadas; desde el bacalao al ajo arriero hasta el Dos y pingada (desayuno compuesto de dos huevos fritos con dos lonchas de jamón pasados por la sartén y pan frito) que el Domingo de Resurrección clausura el desfile de nuestros platos típicos, pasando por el pulpo a la Sanabresa o la sopa de ajo que en la fría mañana del Viernes Santo llevan a los costaleros de los pasos sus familiares y amigos para que entren en calor y recuperen las fuerzas en el alto de las Tres Cruces.
Finalmente, doy gracias a Dios por haberme dado unos padres que supieron infundir en mi alma de niño el amor a las cosas de nuestra ciudad y en especial a su Semana Santa en todas sus manifestaciones, religiosas y humanas. Con qué entrañable viveza recuerdo las palabras que me decían respecto a las procesiones: “Mira cómo baila el Cinco de Copas.” “Este señor que abre el desfile tocando sus campanas es el Barandales.” “Esos congregantes que caminan descalzos son los penitentes de la cofradía.” “Aquella Virgen de luto que viene tan triste y tan sola es la Virgen de la Soledad.” “La música especial que suena allá lejos es la Marcha de Thalberg”... Y yo miraba atento y escuchaba todo aquello que ocurría a mi alrededor con los ojos y los oídos del cuerpo y del alma hasta empaparme del fervor y de la admiración que mostraban ellos, mis padres, por la Semana Santa de la ciudad, convertida, por la distancia y el recuerdo, en la Semana Santa Familiar.
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