Las vacaciones estivales son un buen motivo para recordar cosas de nuestra vida, y a mí se me ha ocurrido, lejos como estoy de mi tierra natal, evocar gente zamorana que significó mucho para mí, y no sólo en mi infancia y adolescencia, sino en las sucesivas etapas de mi vida. Gente zamorana de toda condición, desde aquel vagabundo anónimo que todos los veranos aparecía en
la arboleda con la manta al hombro, hasta el buen cantero con nombre y apellidos al
que dediqué unos versos que siguen escritos en un libro de piedra sobre su
tumba del cementerio de San Atilano, pasando por el Barandales de las
procesiones, el herrero de mi plazuela, el inocente que desfilaba como un
cofrade más en la Semana Santa serio y digno, los ciegos cantadores del Mercado
de Abastos, el maestro de la escuela de Cabañales que me enseñó a querer el
Romancero o el profesor del Instituto que me infundió el gusto por la
Literatura, aquel inefable don Ramón Luelmo, que nos enseñó a amar la
literatura a varias promociones de estudiantes.
Otro Ramón ilustre fue el escultor Ramón Abrantes, que, perteneciente a la escuela de San
Ildefonso, había nacido en Corrales del Vino en el invierno de 1930. Su familia
fue mucho tiempo vecina de la mía y su madre, que hacía de
comadrona de las mujeres del barrio que se ponían de parto fue precisamente
quien ayudó a la mía a traerme al mundo. Pues bien, Abrantes, de formación autodidacta,
pronto montó su taller cerca de la iglesia de San Cipriano, al otro lado del
Puente de Piedra, y esculpió como los ángeles cualquier figura que se le viniera a la imaginación con los materiales más diversos, desde la madera al
bronce, pasando por el granito o la pizarra...
Más tarde, consagrado como artista de
reconocimiento nacional, trasladó su taller al lugar en el que trabajó hasta su
fallecimiento, en la calle Sacramento,
detrás de la iglesia de San Juan Bautista, templo en el que solía guardarse la
única obra de Abrantes encaminada a desfilar en Semana Santa, la Virgen de la
Amargura (1959), concretamente todos los Lunes Santos en la Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, acompañando
al Jesús Caído de Quintín de la Torre, que, por cierto, el propio Abrantes
restauró en 1961, y la Despedida de Jesús y María de Pérez Comendador. En su taller se expone la
mayor parte de su obra escultórica, aunque existe mucha en colecciones
particulares. En uno de mis retornos a Zamora me mostró en el taller de la
calle Sacramento, con un orgullo que me emocionó, el primer caballete que tuvo,
mientras me decía: “Mira, Esteban. Este caballete me lo hizo tu padre.”
Buena
parte de sus esculturas presenta la figura de la «mujer-madre» en varias
situaciones como eje central de la obra, incluidas las de iconografía católica.
Entre sus mejores amigos figuraron el escultor Baltasar Lobo y el poeta Claudio
Rodríguez, ambos también paisanos de la tierra (debo añadir que precisamente en
uno de mis retornos a la ciudad del Duero, mientras visitaba con un amigo la
exposición escultórica del taller de Abrantes, éste me regaló un libro del
poeta titulado Claudio Rodríguez para niños).
Ramón murió en Zamora en el verano de 2006, al mes siguiente de otra de
mis visitas a su taller, cuando el artista ya estaba muy enfermo. Al poco tiempo
de mi vuelta a Barcelona, La Opinión de Zamora tuvo la generosidad de
publicarme una carta en recuerdo del escultor.
En mi separata Zamora entre la ausencia y el reencuentro, 1995, recuerdo
la primera visita que hice a su taller con estos versos:
me enseña el caballete que le hiciera
mi padre en otro tiempo, en la primera
hornada que esculpieron los amantes
diamantes de sus dedos. Los diamantes
postreros me los muestra en primavera
--¡oh tacto cuidadoso y luz certera
de tallas femeninas y brillantes!--.
Voy de asombro en asombro por el Arte
que Abrantes muestra vivo por su casa
en bronce, en barro, en piedra… Y es tan fuerte
a huella que en el alma me reparte,
que, aunque sé que su cuerpo muere y pasa,
lo que posee de dios no tiene muerte.
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