Una noche del pasado octubre me llamó por teléfono un común
antiguo condiscípulo de la Facultad para invitarme a la
celebración de los cincuenta años de nuestro bautizo universitario. Al momento
me llevé una inmensa alegría pensando que iba a poder volver a ver a mis
antiguos compañeros y compañeras y a recordar juntos anécdotas entrañables, nuevas
amistades, algún amor de esos que dejan honda huella y sueños, muchos sueños y
proyectos profesionales y literarios. Pero cuando mi antiguo condiscípulo me dijo que la fecha de
ese encuentro sería el 28 de noviembre, desapareció de golpe mi alegría
recordando que justamente esa semana y la siguiente me encontraré de
viaje, con lo que me será imposible hallarme entre ellos. Así se lo
comuniqué a él, quien, ante mi imposibilidad de asistir físicamente a esa
fraternal reunión, como hubiera sido mi deseo, me sugirió que, a cambio, podía
preparar un pequeño escrito para ser leído en algún momento de la fiesta y de
ese modo poder estar en la celebración de esos cincuenta años al menos en espíritu. Hermosísima idea que
enseguida empecé a hacer realidad. Y he aquí, tras barajar muchos nombres y
recuerdos entrañables con palabras y frases vitales y verdaderas, el modesto
resultado.
En mi reciente poemario, CLARABOYA Y DESVÁN, que ha visto la luz precisamente en mayo de este año, en el poema titulado LA ESENCIA DE LA LETRA rememoro momentos, ideas y emociones pertenecientes a mi vida universitaria en la Facultad de Letras donde tuve la suerte de coincidir con gente inolvidable. He aquí sus versos:
“Temía
los pasillos,
el
silencio que velaban los
exámenes,
la
solemne lección de
sabios catedráticos
que lo
mismo me llevaban a Roma
entre viejos
latines,
que a
la sombra preciada de
Aristóteles
o al
dedo acusador del tiempo
sobre el mundo;
lo
mismo me llevaban al teatro
donde
la vida es sueño,
que al
sueño que el poeta hace
de la vida.
Y
aprendí la conciencia de la letra
subiendo
con orgullo
el
andamio de vida aferrada
al estudio,
y al
beso y la cultura paralela
a los libros,
en las
puertas mostrando los carnets
y en
las calles huyendo de los grises.
Noches
enteras sin dormir pasaba
evocando
aventuras de Cervantes,
traduciendo
las sombras de Virgilio
o
derritiendo el seso
en
hoscos silogismos sin ventura.
Y el
alba se colaba en el balcón
trayéndome
la vida que mezclaba
el
beso, la cerveza,
la
familia, los libros, los
amigos,
el
gran descubrimiento
de
aquella Barcelona que buscaba
entre
bares calientes y museos,
poemas
a lo Buesa
o sagrados
guateques
donde
la carne alzaba sus altares.”
En el verano del 64, con un equipaje de ilusiones y
esperanzas, llegué a Barcelona procedente de mi natal Zamora, entonces una
capital de provincias anclada en las viejas tradiciones y con muy poco futuro.
Había dejado atrás definitivamente las felices aventuras de la adolescencia,
los primeros amores y las primeras lecturas, para de repente verme inmerso en
un mundo tan complejo y cosmopolita como el de nuestra Barcelona, que se
mostraba como una inmensa y bella catarata de sorpresas y oportunidades para quien
estuviera dispuesto a labrarse con trabajo y pasión un camino propio. Y yo estaba
dispuesto a ello.
Así que en octubre de ese año empecé a aprovechar la
primera de las oportunidades que me brindaba Barcelona matriculándome en esta
Facultad de Letras que, junto a vosotros, me vio progresar en el compromiso de
hacer del estudio y de la amistad un doble refugio que me permitiera asumir con
orgullo los retos que la juventud y la madurez me exigían. A la vez que me iba
integrando en cuerpo y alma en esta bella metrópoli mediterránea, libre y
tolerante, a la que muchos convertimos en nuestra ciudad de adopción.
¿Quién de nosotros, queridos compañeros y compañeras,
ha podido olvidar la ebullición de emociones que vivimos aquel primer octubre
en que empezamos nuestra entrañable navegación universitaria? ¿Quién de
nosotros ha podido olvidar uno solo de aquellos octubres en que, reunidos de
nuevo en el patio de Letras, esperábamos ilusionados el comienzo de las clases?
Entonces en los corrillos que formábamos en las galerías y en el patio de la
fuente salían a relucir mil preguntas: ¿qué profesores nos tocarían ese año?, ¿qué
asignaturas se nos atragantarían?, ¿qué sorpresas políticas vendrían a
perturbar la paz de nuestros estudios, mientras planeábamos con la misma
ilusión actividades poéticas o teatrales que asambleas reivindicativas de nuestros
derechos estudiantiles? ¿No recordáis ahora aquellas benditas emociones que
experimentábamos todos preguntándonos qué nuevos amigos vendrían a honrarnos
con su amistad o de quién más tarde o más temprano acabaríamos enamorándonos?
Cuando miro atrás no sin nostalgia, recuerdo con
alegría numerosos nombres y apellidos vuestros, hombres y mujeres que hoy
escucháis mis sencillas palabras y con quienes tuve la inmensa suerte de
compartir algunos de los mejores años de mi vida. Y también los de aquéllos que
hoy no están con nosotros, pero cuyo recuerdo, estoy seguro, no se ha ido de
nuestro corazón. Don José Manuel Blecua,
padre, con el que tuve el honor de compartir el homenaje que en los años
ochenta la Casa de Aragón de Barcelona hizo a don José María Castro y Calvo,
otro de nuestros emblemáticos profesores y de quien recibí más de una vez
fervorosos ánimos para que siguiera escribiendo poesía y a quien visitaba
frecuentemente en su piso de la calle Diputación durante el último año de su
vida; don Martín de Riquer, fallecido este mismo año de 2014, y tantos otros. Y
entre los alumnos desaparecidos, tengo que recordar aquí a Juan María Cruz, que
fue después profesor conmigo durante muchos años en el Colegio Viaró. Que
descansen en paz los mencionados y otros cuyos nombres el tiempo ha ido
borrando de mi memoria.
Por eso, con la memoria y el cariño puestos en
nuestros antiguos profesores y condiscípulos que nos fueron dejando en el
camino, digo con los presentes: “Gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus”. Porque seguimos siendo jóvenes en nuestros
corazones los que recordamos con amor (y sé que lo hacemos todos) aquellos años
de alegría y estudio compartidos, las carreras provocadas por los grises hasta
la Avenida de la Luz, la intolerable imposición de presentar los carnets en la
puerta de la Facultad, las asambleas, la supresión de las clases, las otras clases
que en sustitución de las anteriores recibíamos en el Colegio de los Escolapios
de San Pablo, los bailes en el Rosa, los bocadillos en el bar de la Calle
Tallers, los billares de la Gran Vía, los apuntes multicopiados, la librería
Castells, las comidas del SEU en la calle Caspe, las explicaciones sobre las Soledades de Góngora, “¿Se oye, se oye?”,
palabras mágicas que nunca olvidaremos por mucho que vivamos y cambiemos de
sentir y de pensar, el estudio en la pensión de Jurado, a la vista la torre del
reloj de la Universidad, la confitería Domènech en la calle Tamarit, por la que
cada día caminaba para desembocar en la Ronda de San Antonio, hasta cuando se
me ocurrió coger el metro en España un día lluvioso de otoño y me perdí en
Hostafranchs o Sants, que para el caso es lo mismo, y siempre me alegraré, que
conste, porque gracias a esa pérdida encontré a la chica que hoy es mi mujer…
Cincuenta años han pasado de aquello. Y aquí estáis,
estamos (yo con el alma) conmemorando nuestro bautizo universitario y deseando
que todos, desde la profesión y la responsabilidad que ocupa cada uno, sepamos
llevar a esta tierra nuestra, con el seny
que caracteriza a sus gentes, al lugar que le corresponde en la historia del
mundo.
Por eso sigo diciendo con vosotros: “Crescat una
veritas, floreat fraternitas, patriae prosperitas”. ¡Que crezca una única
verdad, que florezca la fraternidad y la prosperidad de la patria!
Y termino: “Vivat Academia, vivant professores. Vivat
membrum quodlibet, vivant membra quaelibet, semper sint in flore.
¡Resplandezcamos siempre!
¡Seamos siempre prudentes, tolerantes y libres!
Un abrazo muy fuerte.
Hasta aquí el escrito. A partir de ahora seguiré recordando aquellos años que formarán siempre parte de mi vida.
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