viernes, 20 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (1)

Doy entrada a una novela histórica (Goethe decía que este tipo de género narrativo ni es novela ni es historia; ¿tendrá razón? No me extrañaría. De todos modos aquí va la primera entrega.), cuyo título es el de la entrada.


 
 
1.
Era una tarde de mayo de 1829 en que Lucas Lanjarón recogía sus bártulos de dibujo para regresar a la fonda después de un día lleno de emociones, y en su cartapacio llevaba  la prueba fehaciente de ello.
Como cada día había subido muy temprano a la colina de La Alhambra para capturar algunos rincones que hasta el momento no había descubierto o que simplemente no había sabido ver. Y ocurrió que al pasar por unas viejas ruinas situadas al borde del camino que conduce al Generalife, le salió al encuentro una familia de gitanos compuesta por un hombre mayor, posiblemente el patriarca, una madre con dos niños pequeños, un apuesto muchacho con enormes patillas y una guitarra en bandolera y, cerrando el grupo, una joven de sorprendente belleza. Nada más ver al pintor, el hombre mayor, que llevaba una vara de mimbre en la mano, se dirigió a él de este modo:
—Buenos días, señor artista. Si usted lo desea nos prestamos gustosamente a que nos dibuje en sus papeles.
Lanjarón, sorprendido por la súbita aparición del grupo, se quitó el sombrero para saludar al hombre y, tras agradecerle su generoso ofrecimiento, se fijó en la bellísima joven de grandes ojos negros que cerraba el grupo. El patriarca, que advirtió enseguida la admiración que la muchacha había despertado en el pintor, siguió diciendo:
—Ya veo que la belleza de mi sobrina le ha impresionado vivamente. Se llama Aurora y, si quiere empezar sus apuntes por ella, no hay ningún inconveniente.
El pintor, encantado con la idea, pasó por alto al resto de los componentes del grupo que para cualquier mediano observador habrían servido para bosquejar igualmente motivos costumbristas, como la indumentaria del propio patriarca gitano, el aspecto primitivo y alegre de los churumbeles o la seriedad de la ropa negra con que vestía de los pies a la cabeza la madre  de los pequeños, sin olvidar el temple del joven de las grandes patillas y guitarra en bandolera que no perdía de vista a Aurora.
Y así dijo:
—De acuerdo, buen hombre; siguiendo su consejo, comenzaré por ella.
Y dicho y hecho. Rogó a la joven que se apoyara sobre un pedazo de muro que poseía milagrosamente entero un ajimez y, mientras el resto del grupo se acercaba para contemplar el trabajo del pintor, éste tomó por asiento una gran piedra, abrió sobre sus rodillas el cartapacio con el material de dibujo e, impulsado por el afán de aprisionar en el papel la extraordinaria mirada de Aurora, empezó a trazar las primeras líneas.
La joven no pestañeaba y, con los ojos puestos en las torres de La Alhambra, esperó pacientemente a que el artista acabara de retratarla.
Mientras Lanjarón progresaba en su dibujo, los dos churumbeles reían sin parar viendo cómo el pintor iba copiando fielmente en el papel el cabello de Aurora, oscuro como el azabache, la frente amplia, las cejas finamente perfiladas, los grandes y negros ojos sombreados por largas pestañas, la nariz pequeña, los gordezuelos labios, el hoyuelo de la barbilla, el contorno almendrado de la cara… Y reían, reían sin parar exclamando entre risa y risa:
—¡Es ella! ¡Es ella!
Pero el joven de las largas patillas y la guitarra en bandolera ni siquiera sonreía; al contrario, fruncía el ceño y apretaba los puños con rabia viendo que aquel osado artista era capaz de robar con un simple lápiz el rostro de Aurora y encerrarlo en los estrechos márgenes de un papel. Mientras que, por su lado, la madre de los pequeños y el patriarca, sumidos los labios en un gesto de admiración, movían de arriba abajo la cabeza aprobando el trabajo de Lanjarón.
—¡Cómo se parece!—exclamaba él.
—¡Sólo le falta hablar!—exclamaba ella.
Más de hora y media le llevó a Lanjarón retratar a bella gitana, Acabado por fin el retrato, se lo enseñó a la joven, que esbozó una sonrisa al verse reflejada con tanta fidelidad en el papel, pero no dijo nada: se limitó a retirarse del muro para acabar mirando con aquellos ojos suyos profundos, tristes, un punto elevado de la fortaleza árabe.
Después el pintor hizo un alto en su trabajo y repartió con los gitanos las viandas que llevaba en la mochila. El grupo se arrimó a la sombra de una higuera y empezó a comer sin decir palabra, mientras Lanjarón, sentado sobre la misma piedra que le había servido de lugar de trabajo, daba cuenta de su ración sin perder de vista a Aurora, que se dedicaba a regalar su parte a los dos gitanillos.
Cuando el artista vio que los demás habían acabado de comer, les pidió que posaran para él en la postura en la que cada cual se sintiera más a gusto. Mientras los dibujaba, el patriarca acabó de contarle otros datos de la familia que lo conmovieron vivamente. En resumen, le dijo que él había sido en otro tiempo el jefe de un clan gitano de la Alpujarra granadina diezmado por luchas fratricidas, a resultas de las cuales sólo quedaban de él los seis miembros que allí había. Lanjarón se quedó con ganas de saber algo más de Aurora, quien, todo el tiempo que duró la tarea de retratar a sus parientes, no había apartado un segundo su melancólica mirada de las torres más altas de La Alhambra.
A mediodía dio por terminados los retratos de los gitanos y, dándoles las gracias por su amabilidad y paciencia, se despidió de ellos para enfilar el camino del Palacio Real. Antes de entrar se giró para verlos una vez más, pero se quedó con las ganas porque habían desaparecido en las ruinas donde le habían salido al encuentro.
La tía Antonia, que era la mujer que se cuidaba del Palacio, una señora mayor, vivaracha y atenta, nada más verlo aparecer, se dirigió a él con un botijo de agua rezumante en la mano.
—Dele un trago, Lanjarón, que hoy Lorenzo pica más que de costumbre. Y eso que todavía es mayo. ¿Qué hará cuando llegue el verano?
El artista dejó a sus pies el cartapacio y cogió agradecido el botijo que le ofrecía la mujer, lo levantó a una altura prudente y dejó durante unos segundos que un chorro cristalino y frío cayera impetuoso en su boca entre leves salpicaduras que refrescaron igualmente parte de su rostro.
Después se lo devolvió con un gesto de satisfacción mientras se secaba los labios con el revés de la mano.
—Gracias, señora Antonia. Está deliciosa.
—Es que como el agua de La Alhambrano hay ninguna. Ya lo sabe. ¿Ha dibujado mucho esta mañana?
—Alguna cosa.
—¿Me la enseña?
—Claro.
—Pero antes pasemos dentro para que pueda reposar un rato.
La siguió al interior.
—¿Alguna novedad? –preguntó el artista.
—Se me olvidaba. ¡Vaya cabeza tengo! Cada día peor. La vejez es lo que tiene. Te va quitando todo lo que de joven te dio. Antes tenía una memoria extraordinaria y ahora se me olvida hasta lo que acabo de hacer. Perdone, ¿qué me había preguntado?
—Que si hay alguna novedad en el Palacio.
—Una muy grande, sí, señor. Hoy ha llegado un escritor norteamericano que se llama Irvin o algo así. El señor Serna, ya sabe el gobernador de todo esto, le ha ofrecido algunas estancias del Palacio para que se instale a su capricho en ellas.
—Debe de ser Washington Irving, que días atrás, según los periódicos, andaba por Sevilla en busca de documentación para los libros que anda escribiendo ahora.
—Pues ese mismo Irvin, sí.
—¡Menuda noticia! Me gustaría muchísimo conocerlo y cambiar con él unas palabras. ¿Dónde está ahora?
—Ha ido a visitar el Generalife. Le acompaña un señor de nombre raro…, no me pregunte cuál. Dalcuri o algo parecido. Va con ellos ese pesado de Mateo, que se ha empeñado en hacerles de guía. Pero veamos esos dibujos, señor Lanjarón.
Cuando la tía Antonia vio el retrato de Aurora, no pudo menos de sorprenderse.
—¡Qué guapa es! ¿Quién es?
—Una gitana que con parte de su familia se me ha aparecido esta mañana en las ruinas que hay al borde del camino del Generalife.
—¿Una familia dice? ¿En las ruinas? No recuerdo que viva ninguna familia gitana ahí. Deben ir de paso. Pero esta muchacha es guapa de por sí. Estos ojos grandes, negros, con esta mirada tan triste. Buen retrato para su exposición. ¿Cuándo será?
—En otoño. Si todo va según mis previsiones. Volviendo al escritor, al señor Irving, ¿qué habitaciones ocupa?
—Las que dan a la plaza de los Aljibes. Mi sobrina Dolores, que  hace de criada, ha puesto todo su empeño en que se encuentre en ellas a su completa comodidad.
—¿Conoce el plan que el escritor ha preparado para hoy?
—No mucho; sólo que para esta tarde tiene previsto celebrar una tertulia en el patio de los Aljibes con algún mutilado del ejército, ese Dalcuri o como se llame y, claro está, con Mateo Jiménez, que no se despega del señor Irvin ni un momento.
—Pero el tal Mateo ¿no es ese vagabundo de capa oscura y harapos sin cuento que anda a la que salta sacando unas monedas a todo aquel que venga a visitar a La Alhambra?
—El mismo que viste y calza. Pero sabe un montón de cuentos y leyendas que tienen que ver con la historia de Boabdil y los moros y cristianos que poblaron estas paredes hace siglos. Sin ir más lejos esta mañana cuando el escritor norteamericano cruzaba la puerta de la Justicia, camino del Palacio, se le ha acercado Mateo y, sin que se lo pidiese, se ha puesto a contarle la leyenda de la llave y la mano que figuran esculpidas en el arco. Más tarde, cuando Dolores le estaba arreglando una de las habitaciones, el escritor se lo ha comentado, y mi sobrina le ha dicho en seguida que no hay nadie que conozca mejor los misterios y secretos de La Alhambra que él y que si quiere saber cosas de aparecidos, crímenes, amores ocultos y tesoros escondidos, no tiene más que pedírselo a Mateo.
 
 

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