
Con el adiós a la Semana Santa, despedimos a Mario Vargas Llosa que el Domingo de Ramos nos dejó mientras la lluvia pasaba por agua a media España y amenazaba suspender o cambiar de horario los desfiles procesionales de nuestros Cristos y nuestras Vírgenes, con la consiguiente pena por parte de los más devotos y aficionados
a participar en ellos. Adiós a la Semana Santa y adiós al Premio Nobel de
Literatura el peruano Mario Vargas Llosa, tan famoso por su obra
literaria, inmensa y llena de aristas sorprendentes en todos los
sentidos (desde La ciudad
de los perros a Elogio
de la madrastra, pasando
por Los vientos,
Conversación en La
Catedral, La
fiesta del Chivo, La
casa verde, Los
cachorros, La
tía Julia y el escribidor,
Lituma
en los Andes, La
guerra del fin del mundo
o Pantaleón y las
visitadoras), tan famoso
por su producción literaria, decía, como por su relación
variopinta con mujeres famosas en la sociedad y en los medios de
comunicación de medio mundo, uno de cuyos ejemplos más sonados fue
su matrimonio con Isabel Preysler.
Y aunque también la política jugó un papel importante en su vida (penduleó entre defender el liberalismo falsamente
de izquierdas y encabezar el Consejo de Ministros del gobierno de
Fernando Belaúnde, o fundar el movimiento Libertad y presentarse
como candidato a la presidencia
del Perú en 1990, si bien acabó ganándole el puesto Fugimori), la
verdad es que fue la literatura la pasión más importante de su
vida. Con ella logró los galardones más altos, desde el Biblioteca
Breve al Nobel, pasando por el
Planeta, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Cervantes o el
Premio internacional Menéndez
Pelayo. Además fue miembro de la Academia Peruana de la Lengua y de
la Real Academia Española, doctor honoris
causa de varias
universidades europeas y americanas. Por otro lado, algunas de sus
novelas fueron adaptadas al cine: son los casos de Los
cachorros (1973),
Pantaleón y las
visitadoras (1975), La
ciudad y los perros
(1985), La tía Julia y
el escribidor en Tune
in tomorrow (1990) o La
fiesta del Chivo (2005).

Por todo ello y en recuerdo de Mario Vargas Llosa, debo incluir aquí dos muestras de su escritura que hablan del compromiso con la verdad y la creación literaria que debe respetar cualquiera que se dedique a ella. En primer lugar, la discrepancia que mantuvo siempre respecto a la
leyenda negra que pesa sobre nuestro país desde tiempo inmemorial:
“La
leyenda negra antiespañola fue una operación de propaganda montada
y alimentada a lo largo del tiempo por el protestantismo —sobre
todo en sus ramas anglicana y calvinista— contra el Imperio español
y la religión católica para afirmar su propio nacionalismo,
satanizándolos hasta extremos pavorosos y privándolos incluso de
humanidad... [hay] de ello ejemplos abundantes y de toda índole:
tratados teológicos, libros de historia, novelas, documentales y
películas de ficción, cómics, chascarrillos y hasta chistes de
sobremesa. Contribuyó a la extensión y duración de la leyenda
negra la indiferencia con que el imperio español, primero, y, luego
sus intelectuales, escritores y artistas, en vez de defenderse, en
muchos casos hicieron suya la leyenda negra, avalando sus excesos y
fabricaciones como parte de una feroz autocrítica que hacía de
España un país intolerante, machista, lascivo y reñido con el
espíritu científico y la libertad.”
Y
para aquellos que quieran dedicarse en cuerpo y alma al oficio
sacrificadamente hermoso de escribir, copio aquí un fragmento de su
obra Cartas
a un joven novelista:
“Su
decisión de asumir su afición por la literatura como un destino
deberá convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud.
Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de
hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo xix algunas damas
espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una
silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. (...) A
comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico
amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que
padeció esa enfermedad. (…) José María enflaquecía a pesar de
que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo)
constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus
entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. (…)
Un
día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de 19
Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: «Nosotros hacemos
tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer
librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros,
películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas
cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te
equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión
que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para
ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente».
Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la
de mi amigo José María cuando llevaba adentro la solitaria. La
vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego
refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación
exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede
anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus
víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos. Como mi amigo de
París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que
ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a
escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación
literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la
longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía:
«Escribir es una manera de vivir». En otras palabras, quien ha
hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir,
vive para escribir. Esta idea de comparar la vocación del escritor a
una solitaria no es original. Acabo de descubrirlo, leyendo a Thomas
Wolfe (maestro de Faulkner y autor de dos ambiciosas novelas: Del
tiempo y el río
y El
ángel que nos mira,
quien describió su vocación como el asentamiento de un gusano en su
ser: (…) “El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía
enroscado alimentándose de mi cerebro, mi espíritu, mi memoria.
Sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego,
consumido por mis propias lumbres, desgarrado por el garfio de ese
furioso e insaciable anhelo que había absorbido mi vida durante
años. Sabía, en breve, que una célula luminosa, en el cerebro o en
el corazón o en la memoria, brillaría por siempre, de día, de
noche, en cada despertar o instante de sueño de mi vida; que el
gusano se alimentaría y la luz brillaría; que ninguna distracción,
comida, bebida, viajes de placer o mujeres podrían extinguirla y que
nunca más, hasta que la muerte cubriera mi vida con su total y
definitiva oscuridad, podría yo librarme de ella. (...) Supe al fin
qué le sucede a un hombre que hace de su vida la de un escritor.”
Creo
que sólo quien entra en literatura como se entra en religión,
dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su
esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un
escritor y escribir una obra que lo trascienda. Esa otra cosa
misteriosa que llamamos el talento, el genio, no nace —por lo
menos, no entre los novelistas, aunque sí se da a veces entre los
poetas o los músicos— de una manera precoz y fulminante (los
ejemplos clásicos son, por supuesto, Rimbaud y Mozart), sino a
través de una larga secuencia, años de disciplina y perseverancia.
No hay novelistas precoces.

Todos los grandes, los admirables
novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo
talento se fue gestando a base de constancia y convicción. (…) Si
este tema, el de la gestación del genio literario, le interesa, le
recomiendo la voluminosa correspondencia de Flaubert, sobre todo las
cartas que escribió a su amante Louise Colet entre 1850 y 1854, años
en que escribía Madame
Bovary,
su primera obra maestra. A mí me ayudó mucho leer esa
correspondencia cuando escribía mis primeros libros. Aunque Flaubert
era un pesimista y sus cartas están llenas de improperios contra la
humanidad, su amor por la literatura no tuvo límites. Por eso asumió
su vocación como un cruzado, entregándose a ella de día y de
noche, con una convicción fanática, exigiéndose hasta extremos
indecibles. De este modo consiguió vencer sus limitaciones (muy
visibles en sus primeros escritos, tan retóricos y ancilares
respecto de los modelos románticos en boga) y escribir novelas como
Madame
Bovary
y La
educación sentimental,
acaso las dos primeras novelas modernas. Otro libro que me atrevería
a recomendarle sobre el tema de esta carta es el de un autor muy
distinto, el norteamericano William Burroughs: (...) el primer libro
que escribió, Junkie,
factual y autobiográfico, donde relata cómo se volvió drogadicto y
cómo la adicción a las drogas —una libre elección añadida a lo
que era sin duda cierta proclividad— hizo de él un esclavo feliz,
un sirviente deliberado de su adicción, 22 es una certera
descripción de lo que, creo yo, es la vocación literaria, de la
dependencia total que ella establece entre el escritor y su oficio y
la manera como éste se nutre de aquél, en todo lo que es, hace o
deja de hacer. Pero, mi amigo, esta carta se ha prolongado más de lo
recomendable, para un género —el epistolar— cuya virtud
principal debería ser precisamente la brevedad, así que me despido.
Un abrazo.”

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