domingo, 20 de abril de 2025

VARGAS LLOSA, ADIÓS

 


Con el adiós a la Semana Santa, despedimos a Mario Vargas Llosa que el Domingo de Ramos nos dejó mientras la lluvia pasaba por agua a media España y amenazaba suspender o cambiar de horario los desfiles procesionales de nuestros Cristos y nuestras Vírgenes, con la consiguiente pena por parte de los más devotos y aficionados a participar en ellos. Adiós a la Semana Santa y adiós al Premio Nobel de Literatura el peruano Mario Vargas Llosa, tan famoso por su obra literaria, inmensa y llena de aristas sorprendentes en todos los sentidos (desde La ciudad de los perros a Elogio de la madrastra, pasando por Los vientos, Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo, La casa verde, Los cachorros, La tía Julia y el escribidor, Lituma en los Andes, La guerra del fin del mundo o Pantaleón y las visitadoras), tan famoso por su producción literaria, decía, como por su relación variopinta con mujeres famosas en la sociedad y en los medios de comunicación de medio mundo, uno de cuyos ejemplos más sonados fue su matrimonio con Isabel Preysler. 

Y aunque también la política jugó un papel importante en su vida (penduleó entre defender el liberalismo falsamente de izquierdas y encabezar el Consejo de Ministros del gobierno de Fernando Belaúnde, o fundar el movimiento Libertad y presentarse como candidato a la presidencia del Perú en 1990, si bien acabó ganándole el puesto Fugimori), la verdad es que fue la literatura la pasión más importante de su vida. Con ella logró los galardones más altos, desde el Biblioteca Breve al Nobel, pasando por el Planeta, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Cervantes o el Premio internacional Menéndez Pelayo. Además fue miembro de la Academia Peruana de la Lengua y de la Real Academia Española, doctor honoris causa de varias universidades europeas y americanas. Por otro lado, algunas de sus novelas fueron adaptadas al cine: son los casos de Los cachorros (1973), Pantaleón y las visitadoras (1975), La ciudad y los perros (1985), La tía Julia y el escribidor en Tune in tomorrow (1990) o La fiesta del Chivo (2005).



Por todo ello y en recuerdo de Mario Vargas Llosa, debo incluir aquí dos muestras de su escritura que hablan del compromiso con la verdad y la creación literaria que debe respetar cualquiera que se dedique a ella. En primer lugar, la discrepancia que mantuvo siempre respecto a la leyenda negra que pesa sobre nuestro país desde tiempo inmemorial:


      “La leyenda negra antiespañola fue una operación de propaganda montada y alimentada a lo largo del tiempo por el protestantismo —sobre todo en sus ramas anglicana y calvinista— contra el Imperio español y la religión católica para afirmar su propio nacionalismo, satanizándolos hasta extremos pavorosos y privándolos incluso de humanidad... [hay] de ello ejemplos abundantes y de toda índole: tratados teológicos, libros de historia, novelas, documentales y películas de ficción, cómics, chascarrillos y hasta chistes de sobremesa. Contribuyó a la extensión y duración de la leyenda negra la indiferencia con que el imperio español, primero, y, luego sus intelectuales, escritores y artistas, en vez de defenderse, en muchos casos hicieron suya la leyenda negra, avalando sus excesos y fabricaciones como parte de una feroz autocrítica que hacía de España un país intolerante, machista, lascivo y reñido con el espíritu científico y la libertad.”

Y para aquellos que quieran dedicarse en cuerpo y alma al oficio sacrificadamente hermoso de escribir, copio aquí un fragmento de su obra Cartas a un joven novelista:

Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino deberá convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo xix algunas damas espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. (...) A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. (…) José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo) constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. (…)



Un día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de 19 Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: «Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente». Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María cuando llevaba adentro la solitaria. La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir». En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir. Esta idea de comparar la vocación del escritor a una solitaria no es original. Acabo de descubrirlo, leyendo a Thomas Wolfe (maestro de Faulkner y autor de dos ambiciosas novelas: Del tiempo y el río y El ángel que nos mira, quien describió su vocación como el asentamiento de un gusano en su ser: (…) “El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía enroscado alimentándose de mi cerebro, mi espíritu, mi memoria. Sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego, consumido por mis propias lumbres, desgarrado por el garfio de ese furioso e insaciable anhelo que había absorbido mi vida durante años. Sabía, en breve, que una célula luminosa, en el cerebro o en el corazón o en la memoria, brillaría por siempre, de día, de noche, en cada despertar o instante de sueño de mi vida; que el gusano se alimentaría y la luz brillaría; que ninguna distracción, comida, bebida, viajes de placer o mujeres podrían extinguirla y que nunca más, hasta que la muerte cubriera mi vida con su total y definitiva oscuridad, podría yo librarme de ella. (...) Supe al fin qué le sucede a un hombre que hace de su vida la de un escritor.” Creo que sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda. Esa otra cosa misteriosa que llamamos el talento, el genio, no nace —por lo menos, no entre los novelistas, aunque sí se da a veces entre los poetas o los músicos— de una manera precoz y fulminante (los ejemplos clásicos son, por supuesto, Rimbaud y Mozart), sino a través de una larga secuencia, años de disciplina y perseverancia. No hay novelistas precoces.



Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción. (…) Si este tema, el de la gestación del genio literario, le interesa, le recomiendo la voluminosa correspondencia de Flaubert, sobre todo las cartas que escribió a su amante Louise Colet entre 1850 y 1854, años en que escribía Madame Bovary, su primera obra maestra. A mí me ayudó mucho leer esa correspondencia cuando escribía mis primeros libros. Aunque Flaubert era un pesimista y sus cartas están llenas de improperios contra la humanidad, su amor por la literatura no tuvo límites. Por eso asumió su vocación como un cruzado, entregándose a ella de día y de noche, con una convicción fanática, exigiéndose hasta extremos indecibles. De este modo consiguió vencer sus limitaciones (muy visibles en sus primeros escritos, tan retóricos y ancilares respecto de los modelos románticos en boga) y escribir novelas como Madame Bovary y La educación sentimental, acaso las dos primeras novelas modernas. Otro libro que me atrevería a recomendarle sobre el tema de esta carta es el de un autor muy distinto, el norteamericano William Burroughs: (...) el primer libro que escribió, Junkie, factual y autobiográfico, donde relata cómo se volvió drogadicto y cómo la adicción a las drogas —una libre elección añadida a lo que era sin duda cierta proclividad— hizo de él un esclavo feliz, un sirviente deliberado de su adicción, 22 es una certera descripción de lo que, creo yo, es la vocación literaria, de la dependencia total que ella establece entre el escritor y su oficio y la manera como éste se nutre de aquél, en todo lo que es, hace o deja de hacer. Pero, mi amigo, esta carta se ha prolongado más de lo recomendable, para un género —el epistolar— cuya virtud principal debería ser precisamente la brevedad, así que me despido. Un abrazo.”



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