Siempre que empieza a acercarse la Navidad recuerdo con más cariño y comprensión las cosas del pasado y con una de ellas guarda entrañable relación lo que sigue.
La clase me parecía más aburrida que de costumbre. Y eso que el profesor era el mismo. Lo que pasaba era que yo había cambiado. Mi padre no estaba bien y en casa el ambiente serio impedía cualquier síntoma de buen humor, y esa sensación la vivía en todas partes. De repente me había distraído justo en el momento en que el profesor, con un libro del autor del que nos había estado hablando hasta ese momento, se disponía a leernos unos versos:
El profesor, tras leer los versos, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Luego bajó de la tarima y se encaró con las gradas. “¿Quién de ustedes podría decirme a qué clase de género lírico pertenecen los versos que les acabo de leer?” Silencio. “¿Nadie? Pues se lo digo yo: se trata de un poema anacreóntico que ensalza al vino y al gozo de beber, en este caso, pero en otros, además de cantar el vino, la anacreóntica, que también se llama así, en femenino, porque su creador fue el poeta griego Anacreonte, canta los placeres de la vida, la alegría, el hedonismo y el amor. Hoy no hay más tiempo, pero les animo a que lean este poema y me traigan el próximo día de clase un breve comentario de texto.”
He de reconocer que aunque no sabía el nombre del género ni había oído hablar todavía del tal Anacreonte, siempre me había gustado la poesía que trataba del vino como los versos del poema que nos había leído el profesor de Literatura de la Universidad. (Pero no tanto como el propio licor de la cepa, que quede claro.) Nunca había olvidado los versos de Quevedo, referidos al vino, “...al que llamamos divino / porque nos vino del cielo”. Ni los de Baltasar del Alcázar: “Comience el vinillo nuevo, / y échole la bendición; / yo tengo por devoción / de santiguar lo que bebo. / Franco fue, Inés, este toque; / pero arrójame la bota, / vale un florín cada gota / de aqueste vinillo aloque. / Esto, Inés, ello se alaba, / no es menester alaballo; / sólo una falta le hallo, / que con la priesa se acaba.” Ni los de Hilario Tundidor: “La poesía importa. / Especialmente andando por las tierras del vino. / Nunca tierra baldía, / nunca The Waste Land, tal vez. / El duro transcurrir por los senderos de la no realidad: / Tierra del Vino, tierra de un vino que jamás se ciega, / vino varón, preñado amadamado, / terso como horizontes y llanuras profundas… / Hay que nombrar las cosas, / si no mueren perdiéndose en el mar, en la marea. / Hay que denominarlas e indagarlas. / Y vivir. Que ya la noche hace su asomo / y muy borrachos vamos a estas horas / y por los tesos y las jaras hembras en sombra de Valverde / un calandrio es la luz por las encinas.” Ni los de Claudio Rodríguez: “Decidme, ¿cómo / veis a los hombres, a sus obras, almas / inmortales? Sí, ebrio estoy, sin duda... / ...Y el sol, el fuego, el agua / cómo dan posesión a estos mis ojos. / Y corre el vino y cuánta, / entre pecho y espalda cuánta madre / de amistad fiel nos riega y nos desbroza. / Voy recordando aquellos días. ¡Todos, / pisad todos la sola uva del mundo: /el corazón del hombre! ¡Con su sangre / marcad las puertas! Ved: ya los sentidos / son una luz hacia lo verdadero.” A Claudio Rodríguez lo leí todo. Sabía que era un gran bebedor de vino, pero mejor poeta. Y de Anacreonte aprendí algunos versos que ya he olvidado. Sólo se me ha quedado pegado en las entretelas de la memoria este fragmento: “¡Vamos! Tráenos, oh muchacho, / una copa para, de un largo sorbo / la beba, mezclando diez tazas de agua / con cinco de vino, para que una vez más / sin violencia celebre las fiestas de Baco...”
(Continuará)






