lunes, 29 de junio de 2015

EL QUIJOTE EN CASTELLANO ACTUAL (I)



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Ahora que se cumplen cuatrocientos años de la publicación de la Segunda Parte del Quijote (Madrid, 1615), de Miguel Cervantes (Alcalá de Henares, 1547- Madrid, 1616), aprovecho la ocasión de llevar a cabo una modesta empresa que llevo pensando un tiempo: la de poner en castellano actual el lenguaje que empleó el Manco de Lepanto en su obra maestra. Pero no siguiendo el orden completo de la Tercera Salida del Caballero de la Mancha, sino  sólo atendiendo al interés que me mueven ciertos pasajes de la misma. Comienzo, eso sí, por los dos primeros capítulos, por considerarlos el motor de arranque de los que vienen detrás.



CAPÍTULO PRIMERO
 De lo que el cura y el barbero pasaron con Don Quijote sobre su enfermedad.

Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte de esta historia y tercera salida de Don Quijote, que el cura y el barbero permanecieron casi un  mes sin hacerle una visita, por no recordarle las cosas pasadas; sin embargo, no dejaron de ver al ama y a su sobrina para encargarles que le dieran de comer cosas sustanciosas y adecuadas para fortalecer el corazón y el cerebro, del cual provenían todas sus desdichas. El ama y la sobrina aceptaron gustosamente el encargo y prometieron hacerlo con toda la voluntad y cuidado posibles porque entendían que su señor poco a poco iba dando muestras de estar en su sano juicio.
El cura y el barbero, pasado un tiempo, decidieron visitar a Don Quijote y lo encontraron sentado en su cama, vestido con una especie de chaleco de paño ligero de color verde y  gorro de dormir toledano de color rojo. Y estaba tan seco y consumido que parecía una momia. El caballero los recibió gustosamente y ellos le preguntaron por su salud, a lo que contestó con buen juicio y elegantes palabras. Luego hablaron de política y maneras de gobernar, y Don Quijote lo hizo con tanta discreción en cuantas materias tocaron, que los dos examinadores creyeron sin duda que estaba totalmente recuperado y en su completo juicio.
El alma y la sobrina estuvieron presentes en la conversación y no se cansaron de agradecer a Dios por ver a su señor con tan buen entendimiento. Pero el cura, mudando su primera intención de no sacar a relucir el tema de la caballería, quiso asegurarse completamente de si la salud de Don Quijote era verdadera o falsa, y así de asunto en asunto, vino a contar ciertas noticias venidas de la Corte, y entre ellas, la que se tenía por seguro que la escuadra turca avanzaba por el Mediterráneo con una poderosa armada y no se sabía con seguridad cuáles eran sus intenciones ni contra quién descargaría su amenaza; y con ese temor, con que casi cada año nos toca estar en alerta, estaba puesta toda la cristiandad, y el Rey había hecho aprovisionar las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta.
Entonces intervino Don Quijote:
--Su majestad se ha comportado como prudentísimo guerrero al proveer con tiempo sus estados para que el enemigo no lo encuentre despistado; sin embargo, si siguiera mi consejo, yo le recomendaría que se valiera de una prevención, de la cual su majestad, por la presente, debe de estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, se dijo para sí: “Dios te tenga de su mano, pobre Don Quijote; que me parece que te despeñas de la alta cima de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad.”
Pero el barbero, que ya había pensado acerca del juicio de Don Quijote lo mismo que el cura, preguntó al caballero cuál era la advertencia de la prevención que había que hacerse según él; sin duda podría ser tan importante que mereciese figurar en la lista de las muchas advertencias impertinentes que suelen darse a los príncipes.
--La mía, señor rapabarbas—dijo Don Quijote--, no será impertinente, sino pertinente y adecuada.
--No lo digo por otra cosa—replicó el barbero—que por la experiencia demostrada de que los proyectos que se proponen a su majestad o son imposibles o disparatados, o perjudiciales tanto para el rey como para el reino.
--Pues el mío—respondió Don Quijote—ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más eficaz y breve que puede caber en pensamiento de árbitro alguno.
--Ya tarda en decirlo usted, señor Don Quijote—intervino el cura.
Entonces dijo el caballero:
--Pues ahí va. ¿Existe algo más fácil que mandar su majestad en público pregón que se reúnan en la corte en un día determinado todos los caballeros andantes que rondan por España? Que aunque no acudiesen más que media docena, sólo ellos bastarían para destruir todo el poder del Turco. Permanezcan atentos y sigan mi razonamiento. ¿Acaso es cosa nueva que un solo caballero andante deshaga un ejército de doscientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta o estuvieran hechos de pasta de azúcar? Que si alguno de estos caballeros andantes viviera y al Turco se enfrentara, a fe que no recibiría de él ningún daño. Pero Dios mirará por su pueblo y concederá alguno que, si no tan bravo como los antiguos caballeros andantes, por lo menos en el ánimo no será inferior a ninguno de ellos…, y Dios me entiende, y no digo más.
--¡Ay!—dijo en este punto la sobrina--. ¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!
A lo que dijo Don Quijote:
--Caballero andante he de morir; y baje o suba el Turco cuando quiera y cuanto poderosamente pueda; que otra vez digo que Dios ya sabe lo que quiero decir.
A esto dijo el cura:
--Aunque casi no he hablado hasta ahora, no quisiera quedarme con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia respecto de lo que acaba de decir el señor Don Quijote.
--Para otras cosas más graves—respondió el caballero—tiene licencia el señor cura; y así puede expresar su intranquilidad de conciencia porque no es agradable andar con la conciencia escrupulosa.
--Pues con ese beneplácito—respondió el cura—digo que mi escrúpulo es no haber dicho antes que toda esa cuadrilla de caballeros andantes que usted, señor Don Quijote, ha referido, no han sido nunca real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; más bien me imagino que todo es ficción, fábula y mentira y sueños contados por hombres despiertos o, mejor dicho, medio dormidos.
--Ese es otro error—respondió Don Quijote—en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros andantes en el mundo; y yo muchas veces, entre diversas gentes y en varias ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este engaño tan común; y aunque algunas veces no he conseguido mi propósito, otras sí lo he hecho argumentándolo con la verdad; esta verdad es tan cierta que estoy por decir que vi con mis propios ojos a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, con mucha y cuidada barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, lento en airarse y rápido en abandonar la ira; y del modo en que he pintado a Amadís, podría pintar y describir a todos cuantos caballeros andantes figuran en las historias.
--¿Cómo de grande le parece a vuestra merced, mi señor Don Quijote—preguntó el barbero—que debía de ser el gigante Morgante?
--En eso de gigantes—respondió Don Quijote—hay diferentes opiniones sobre si los ha habido o no en el mundo; pero en la Biblia, que no puede faltar a la verdad, nos dice que los hubo, y así nos cuenta la historia de aquel enorme filisteo llamado Goliat, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada estatura (un hombre normal mide cuatro codos). Pero con todo esto no sabré decir con certeza qué tamaño tenía Morgante, aunque imagino que no debía de ser muy alto; y muéveme a opinar así el haber leído en las historias que lo mencionan que muchas veces dormía debajo de techado; y si hallaba casa donde cabía, está claro que su tamaño no era excesivo.
En esto oyeron que el ama y la sobrina, que hacía rato habían dejado la charla, daban altas voces en el patio, y al ruido acudieron todos.



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CAPÍTULO SEGUNDO
Que trata de la noble pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de Don Quijote, con otros sucesos graciosos.

Cuenta la historia que las voces que oyeron Don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y el ama, que se las dirigían a Sancho Panza, el cual luchaba por entrar a ver a Don Quijote, y ellas le prohibían la entrada.
--¿Qué quiere este bruto en esta casa? Vuelva a la suya, hermano; que usted es y no otro el que engaña a mi señor y le lleva por esos andurriales.
A lo que Sancho respondió:
--Ama de Satanás, el engañado y llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo. Él me llevó por esos mundos y vosotros os equivocáis en la mitad de la verdad: él me sacó de mi casa con engañifas, prometiéndome una ínsula que aún la sigo esperando.
--¡Malas ínsulas te ahoguen—respondió la sobrina--, Sancho maldito! ¿Y qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, tragaldabas, comilón?
--No es de comer—replicó Sancho--, sino de gobernar y administrar; mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de corte.
--A pesar de eso—dijo el ama--, no entrará aquí, saco de maldades y talega de malicias; vaya a gobernar a su casa y a labrar sus trozos de campo, y deje de pretender ínsulas ni ínsulos.
Gran satisfacción sentían el cura y el barbero oyendo la conversación de los tres; pero Don Quijote, temeroso de que Sancho hablara y desembuchara un montón de maliciosas necedades y tocase detalles que no le beneficiarían en su honra, le llamó y pidió a las dos mujeres que callaran y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de Don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cómo seguía en sus disparatados pensamientos y empecinado en la simplicidad de sus malandantes caballerías; y así dijo el cura al barbero:
--Ya verás, compadre, cómo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez al campo en busca de aventuras.
--No pongo yo duda en eso—respondió el barbero--; pero no me asombro tanto de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero; que tan creído tiene lo de la ínsula, que creo que no se lo sacarán de la cabeza por muchos desengaños que reciba.
--Dios lo remedie—dijo el cura--, y estemos al tanto; veremos en qué para esta multitud de disparates de semejantes caballero y escudero; que parece que los construyeron a los dos con el mismo molde, y que las locuras del señor sin las necedades del servidor no valen un céntimo.
--Así es—dijo el barbero--, y me gustaría saber qué están tramando ahora los dos.
--Yo afirmo—respondió el cura—que la sobrina o el ama nos lo contarán después; que son ambas de tal condición que no dejarán de escucharlo.
A todo esto, Don Quijote se había encerrado con Sancho en su habitación, y, estando solos, le dijo:
--Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que fui yo quien alteró tu modo de vida, que yo no me quedé sin hacer nada. Juntos salimos y juntos peregrinamos; hemos corrido los dos la misma suerte; si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido cien, y esto es lo que te llevo de ventaja.
--En eso estoy de acuerdo—respondió Sancho--; porque según usted dice, las desgracias van más con los caballeros que con sus escuderos.
--Te equivocas, Sancho—dijo Don Quijote--, que “quando cáput dolet…”
--Señor, yo no entiendo otra lengua que la mía—respondió Sancho.
--Quiero decir—dijo Don Quijote—que cuando duele la cabeza duelen los demás miembros; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza y tú una parte mía pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toque a ti te dolerá y a mí me dolerá el tuyo.
--Así tendría que ser—dijo Sancho--, pero cuando a mí me manteaban como a  miembro, mi cabeza se quedaba detrás de las tapias del corral viéndome volar por los aires sin sentir dolor alguno.
--Dejemos eso ahora, que tiempo tendremos de tratarlo y ponerlo en su justo punto; y dime, Sancho amigo: ¿Qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el pueblo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se habla del propósito que he tomado de resucitar y devolver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, que me digas cuanto ha llegado a tus oídos acerca de todo ello sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que es propio de los vasallos leales decir la verdad a sus señores tal como fue sin que la adulación la acreciente o el falso respeto la disminuya. Que te sirva esta advertencia, Sancho, para que discretamente y con buena intención pongas en mis oídos la verdad de las cosas que conozcas en relación a lo que te he preguntado.
--Eso haré muy gustosamente, señor mío—respondió Sancho--, con la condición de que no se enfadará por lo que le diga, pues quiere que lo diga sin adornos, sin vestirlo con otras ropas que aquellas con las que llegaron a mis oídos.
--De ninguna manera me molestaré—respondió Don Quijote; bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeos.
--Pues lo primero que digo es que el pueblo lo considera como un grandísimo loco y a mí por no menos que mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose usted dentro de los límites de la hidalguía se ha colocado un “don” delante del nombre y se ha metido a caballero con cuatro cepas y dos yuntas de tierra y con trapo atrás y otro delante. Y los caballeros dicen que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y cosen los puntos de las medias negras con seda verde.
--Eso—dijo Don Quijote—nada tiene que ver conmigo pues voy siempre bien vestido y jamás remendado; roto, bien podría ser, y en caso de ir roto, es más a causa de las armas que del tiempo.
--En lo que toca—prosiguió Sancho—a la valentía, cortesía, hazañas y propósito de resucitar la orden caballeresca, hay diferentes opiniones: unos dicen “loco, pero gracioso”; otros, “valiente, pero desgraciado”; otros “cortés, pero impertinente”; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a usted ni a mí dejan nada sin criticar.
--Mira, Sancho—dijo Don Quijote--; en cualquier sitio que se halle la virtud en alto grado, es perseguida; muy pocos o ninguno de los famosos hombres que vivieron en siglos pasados dejaron de ser calumniados por la malicia: Julio César, esforzadísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue tachado de ambicioso y un tanto descuidado en sus vestidos y en sus costumbres; Alejandro, quien por sus hazañas fue calificado de Magno…, dicen de él que tuvo sus momentos de embriaguez; así que, ¡oh Sancho!, entre tantas calumnias de hombres buenos, bien pueden pasar las mías, con tal de que no sean más de las que has dicho.
--Ahí está el punto principal—replicó Sancho.
--Pues ¿hay más?—preguntó Don Quijote.
--Aún falta lo más difícil y duro—dijo Sancho--. Lo que le he dicho hasta ahora no es nada; pero si usted quiere saber todo lo que hay acerca de las calumnias que le atribuyen, yo le traeré aquí al momento quien se las diga todas, sin que falte lo más mínimo; que anoche llegó el hijo de Tomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller; y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros su historia, señor, con el nombre de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; y dicen que me mencionan a mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado que estaba al preguntarme cómo las pudo saber el historiador que las escribió.
--Yo te aseguro, Sancho—dijo Don Quijote—, que  el autor de nuestra historia debe de ser algún sabio encantador; que a tales magos no se les oculta nada de lo que quieren escribir.
--No creo que se trate—dijo Sancho—de un sabio y encantador; pues según dice el bachiller Sansón Carrasco, el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena.
--Ese nombre es de moro—respondió Don Quijote.
--Así será—respondió Sancho--; porque he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.
--Creo, Sancho—dijo Don Quijote—que tú debes de equivocarte en el apellido de ese “Cide”, que en árabe quiere decir “señor”.
--Bien podría ser—replicó Sancho--; pero si usted quiere que yo haga venir aquí al bachiller, iré por él corriendo.
--Mucho placer me harás, amigo—dijo Don Quijote--; que me tiene suspenso lo que me has dicho y no comeré bocado que me sepa bien hasta ser informado de todo ello.
--Pues voy por él—respondió Sancho.
Y dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió al poco rato, y Sansón Carrasco confirmó y amplió a Don Quijote lo que Sancho le había dicho.
Finalmente, Don Quijote y Sancho Panza se abrazaron y, con el beneplácito del gran Carrasco, que ya se había convertido en su inspirador y guía, se determinó que tuviese lugar su tercera salida de allí a tres días, durante los cuales habría ocasión de preparar lo necesario para el viaje.
Las maldiciones que las dos mujeres, ama y sobrina, echaron al bachiller fueron incalculables; se tiraron de los cabellos en señal de dolor y rabia, arañaron sus rostros y a la manera de las mujeres que antiguamente se alquilaban para llorar en los entierros, lamentaban la partida de Don Quijote como si hubiera muerto.
El propósito que movió a Sansón Carrasco para convencer a Don Quijote a que otra vez saliera fue hacer lo que más adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y el barbero con quienes antes lo había concertado.
En resolución: durante aquellos tres días Don Quijote y Sancho se hicieron con lo que les pareció conveniente para el viaje, y habiendo aplacado Sancho a su mujer y Don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie los viera sino el bachiller, que quiso acompañarles durante un trozo del trayecto, se pusieron en camino del Toboso. Don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo rucio, provistas las alforjas de cosas tocantes a la comida, y la bolsa de dineros que le dio Don Quijote para cualquier imprevisto que les surgiera. Sansón Carrasco abrazó al caballero y le suplicó que le avisara de su buena o mala suerte para alegrarse con esta última y entristecerse con la primera, pues, como pedían las leyes de la amistad, deseaba que todo le saliera mal para curarle de su manía de buscar aventuras. Se lo prometió Don Quijote; dio Sansón la vuelta a su lugar y los dos tomaron la dirección del Toboso.

lunes, 15 de junio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO VIII



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20.


Respecto al fracaso del Colegio Privado, en materia de organización escolar y práctica pedagógica, Llerón solía decirme: “Porque mira que lo han hecho mal a partir de los primeros años ochenta. Ahora que lo pienso, parece que se pusieron de acuerdo con los golpistas del 23 F. La única diferencia que hay entre unos y otros es que a estos últimos les salió el tiro por la culata y a los del Colegio mejor que bien, me refiero a que se hicieron con el poder que hasta ese momento había estado en manos de quienes sabían didáctica y ejercían la pedagogía con conocimiento de causa. Claro que para nosotros el golpe de estado del Colegio resultó ser el exilio. Sin embargo, hemos salido ganando, ¿no te parece? Porque no me negarás que el dinero de la indemnización por el despido improcedente nos vino de perlas, ¿eh? Y otra cosa, y más importante: ya no estamos viviendo en aquellas tinieblas. Se creyeron que nos habían jodido bien jodidos, cuando en realidad el tiempo les ha debido de decir que se comportaron, además de pérfidamente, como unos perfectos gilipollas. Stultorum infinitus est numerus.”
Retazos de esa conversación aún permanecen en mis recuerdos como avispas que quieren clavarme su aguijón. Intento en vano sacudírmelos, y en la porfía de esos recuerdos aparecen, sin embargo, algunos compañeros, cuyos nombres me reconfortan.


21.

Barrado es uno de ellos, el cual ya estaba trabajando en el Colegio Privado cuando yo llegué a él. Era maño y daba clases de Geografía e Historia a los mayores, que correspondían a la primera promoción del Colegio. Era bastante alto y fornido y un poco desgarbado en el andar y, sobre todo, en la expresión, pero en cambio, también era un hombre formal y serio, responsable y con  vocación innata para la enseñanza. Jugaba al fútbol de defensa y lo hacía con las mismas ganas con que daba clases, y con tanta intensidad que no había delantero que se  escapara de su férreo marcaje. Sus patadas, debidas a un excesivo celo por hacer las cosas bien, como decía, se hicieron memorables, hasta el punto de que las grandes jugadas del equipo contrario solían tener lugar en la banda contraria de la que Barrado ocupaba. Jugaba al fútbol con la misma pasión que ayudaba a los compañeros a montar el Belén a la entrada del Pabellón o a mí a preparar una clase de Literatura. Recuerdo la vez en que con un bolígrafo golpeaba el pie metálico de una lámpara imitando las campanadas de una iglesia mientras yo, ante el magnetófono, grababa la lectura de El estudiante de Salamanca. Luego nos reíamos los dos al escuchar la grabación y descubrir aquellas campanadas que sonaban a música ratonera.
Él mismo hacía alguna que otra intervención teatral ante los alumnos más pequeños, sobre todo cuando tenía que hacer alguna sustitución. Entonces, para hacer más agradable la clase, contaba chistes de aragoneses, muy malos por cierto a juicio de los chavales, pero que éstos se los reían para no hacerle enfadar. O cantaba la canción que se hizo famosa, aquella canción de las brujas que en más de una ocasión cantábamos a dúo entre carcajadas que hacían saltar de miedo los cuadros de los horarios colgados de la pared. La canción decía:
“A eso de la medianoche,
de las doce al último son,
 salen las brujan cantando
 y forman todas en procesión.
Y hacen fechorías,
ay, ay, ay,
 y mil tropelías,
ay, ay, ay...”
Era realmente divertido verle hacer una pausa intrigante tras los primeros cuatro versos mientras se agachaba imitando a un ser malévolo con las manos curvadas como garras y extendidas hacia delante y los ojos y la boca ampliamente abiertos en una mueca claramente amedrentadora. Y luego, repentinamente, soltaba en voz muy baja y misteriosa los cuatro últimos versos:
“Y hacen fechorías,
 ay ay ay...
 y mil tropelías
 ay, ay, ay...”,
logrando con ello que los chicos se sobrecogieran durante breves segundos, aunque enseguida, pasada la impresión del momento, estallaban en grandes carcajadas, más para aliviarse de la mella que había causado en ellos la canción, que para celebrarla.


22.

Barrado tenía un buen amigo dentro del Colegio, que era Villalba, Jefe del Departamento de Latín y Griego durante muchos años pero que al final de su permanencia en el Colegio los jerifaltes le encargaron dar las clases de Catalán, pues se había licenciado en Clásicas y Románicas y estaba capacitado según ellos para enseñar tanto el Latín como la lengua de Maragall. La razón del cambio fue otra, sin embargo, y aquel tiempo último resultó ser para él algo parecido a un infierno, y eso que estaba trabajando para quienes tenían hilo directo con Dios.
Con Villalba hablaba Barrado de Museos de Barcelona y de exposiciones de pintura que en la ciudad condal se daban con tanta frecuencia para visitarlas los fines de semana. También de vez en cuando los dos amigos preparaban excursiones para las dos familias por la Cataluña románica. Cuando sucedió lo de Villalba todas las alarmas saltaron y las relaciones amistosas que Barrado mantenía con los “religiosos” se esfumaron de repente. De la noche a la mañana empezó a preparar Oposiciones. En cosa de un año pidió el finiquito y desapareció.
Villalba procedía de una familia catalana de rico abolengo y tenía dos aficiones que sobresalían sobre todas las demás. Una era coleccionar estampas de iglesias románicas de España, en especial de Cataluña. Esta afición estaba estrechamente ligada a la de viajar y hacer excursiones para descubrir lugares interesantes donde hubiese ermitas, templos, iglesias, basílicas, monasterios o catedrales románicas. La otra, investigar la gastronomía en los clásicos griegos y latinos, así como en la narrativa catalana de los últimos tiempos. Hace unos años, fuera ya del Colegio, escribió y presentó un libro que se titulaba La gastronomía del Imperio. Al acto de presentación acudieron algunos de sus antiguos amigos y compañeros , especialmente su inseparable Barrado. Al lado de estas aficiones tenía otras de menor importancia pero que también reflejaban aspectos de su carácter, como aquella que llevó a cabo junto con otros compañeros del Departamento de Catalán, al que había pertenecido en su última etapa en el Colegio, y que se convirtió durante unos meses en la comidilla del centro. Resulta que los miembros del Departamento se empeñaron inútilmente en enseñar a un cuervo a hablar en catalán. Se ve que el ave que inmortalizó Poe en su famoso poema, con el insistente y agorero estribillo "Never more", apareció misteriosamente un día en el alféizar de la ventana del despacho de Villalba. Tenía un ala rota y el ánimo más negro que su plumaje. De ahí que, los miembros del Departamento de Catalán, compadecidos del pobre pájaro, lo recogieron, lo curaron y se pusieron a adiestrarle en el idioma de Verdaguer. Para lograr tamaño objetivo, se turnaban en torno al cuervo para repetirle una y otra vez “Bona tarda, amic meu, bona tarda”. Pero el pobre animal no debía de ser partidario de aprender ni esa lengua ni ninguna otra. Y un día, sus "profesores", viendo que era imposible lograr nada positivo de su volátil "alumno", le abrieron la ventana del Departamento para que volara al cielo azul en busca de la libertad. El cuervo voló hasta el pino más cercano, se posó en una rama de cara al Departamento, miró hacia allí por última vez como agradeciendo al grupo de profesores su encomiable dedicación y enseguida se perdió entre los jirones de azul claro que dejaban entre sí las copas del pinar.
El día en que empezó a nublarse el sol en la vida de Villalba en el Colegio Privado coincidió con la primera clase de la mañana de un lunes de octubre frío y triste. Una niebla espesa ponía algodón en los cristales de las ventanas, cuando los chicos, aún de pie, rezaban el “Oh, Señora mía” con voz todavía no despierta del todo. Acabada la oración, Villalba mandó sentarse a sus alumnos y abrir el libro por una Lectura de Pla. De repente, el alumno que hacía a la sazón de Secretario de Curso, levantó la mano para pedir la palabra. “No sé si sabrá”, empezó a decir el chico, “que a esta hora nos toca rezar el rosario”.Aquella clase era un BUP peleón y duro con algunos profesores que no éramos “religiosos”, y el secretario de curso era uno de los múltiples hijos de un famoso y acaudalado empresario textil de Tarrasa y también uno de los cinco padres fundadores del Colegio bajo los excelsos auspicios de la Máxima Autoridad. Villalba que, por lo que fuera, aquel día no se encontraba de buen humor para atajar con mano izquierda el conflicto que amenazaba eclipsar su autoridad, le respondió que iban un tanto atrasados en la asignatura (cosa que era verdad pero que era un detalle que no tenía la menor importancia para la filosofía del Colegio) y que por ello daría la clase de Catalán. Añadió que el rezo del rosario podía posponerse a la siguiente clase y que él hablaría con el profesor correspondiente para llegar a un acuerdo.
Acto seguido, nuevas manos se levantaron; todas, pertenecientes a los miembros del Consejo de Curso. Entonces Villalba notó que las piernas empezaban a negarse a sostenerlo. En más de quince años de docencia jamás había sentido aquella desazón. Y los nervios acabaron de salir disparados en todas direcciones cuando aquellos pequeños tiranos le recordaron que había en el Colegio normas inviolables como la de rezar el rosario todos los días del mes de octubre, respetando el orden riguroso de las clases, y aquella era una de ellas. Y el profesor estalló. “Pues hoy digo que hacemos Catalán”, y pidió al secretario de curso que leyera en la página 23 de su libro de texto la Lectura de Pla. “No pienso hacerlo, señor Villalba”, respondió de forma altiva el alumno mientras buscaba con los ojos la aquiescencia del resto de la clase, en especial, la de los miembros del Consejo de Curso, la mayoría amigos suyos y vástagos como él de “religiosos”. “Y no sólo eso, añadió, sino que además salgo del aula para hablar con el Jefe de Sección de lo que aquí está pasando.” Villalba, blanco como la pared por la insolencia del chico, le prohibió que saliera de la clase. Pero el alumno ni le escuchó. Cruzó los metros que le separaban de la puerta, la abrió parsimoniosamente y salió al pasillo. La puerta volvió a cerrarse. La clase se sumió en un silencio hosco mientras Villalba se hundía en un mar de impotencia y rabia. Toda la autoridad y dominio del oficio que había ejercido hasta ese momento se le cayó al suelo de repente, y el prestigio, y la dignidad.
Ese mismo día Deus lo llamó a Dirección y le echó una bronca de campeonato, recordándole el orden de prioridades que había en el Colegio y para quién trabajaba y concluyó diciéndole que si no estaba de acuerdo con la filosofía del centro, debería pensar muy seriamente la posibilidad de buscar otro sitio para enseñar.
A partir de entonces todo cambió en la vida de Villalba. Su amigo Barrado le pidió que guardara discreción y prudencia  aunque estaba totalmente de acuerdo con él y le seguía apoyando en sus opiniones más íntimas.
Alia jacta est, me dijo Llerón nada más conocer lo que había sucedido. “A partir de ahora, esa clase será un infierno para Villalba.”
Y así fue porque cada vez que le tocaba clase en aquel curso, nada más entrar en el aula, las piernas de Villalba empezaban a temblar, el corazón a dispararse y las palabras a enredársele en la boca. Y un día (estaba cantado), incapaz de guardarse lo que pensaba de la situación a que aquellos grandísimos cabrones,  metidos en cuerpos de alumnos, le habían obligado a sufrir, les soltó la frase que fue la gota de agua que colmó el vaso: “No creáis que siempre va a ser así. Un día dará la vuelta la tortilla y entonces sabréis qué es la justicia. Y los que estáis arriba os veréis abajo, mordiendo el polvo.”
Aquello era lo que esperaban ansiosos los jerifaltes que sucediese para deshacerse de Villalba. Y en menos de una semana, el profesor de Catalán se vio en la calle, eso sí, bien indemnizado, como siempre, muy propio de quienes están acostumbrados a acallar con dinero sus conciencias, sus perversas y soberbias conciencias.

jueves, 11 de junio de 2015

MIGUEL DE CERVANTES Y EL CINE





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 1.
 El curioso impertinente

Lo verdaderamente curioso de El curioso impertinente, relato incluido en la Primera Parte, Capítulos XXXIII-XXXV, del Quijote (Madrid, 1605) por su autor, el padre de la novelística española el Ingenioso Manco don Miguel de Cervantes (Alcalá, 1547-Madrid, 1616) es que su argumento (recordémoslo brevemente: En la Florencia del siglo XV viven los dos amigos íntimos Anselmo y Lotario, el primero de los cuales se casa con Camila, y para probar su fidelidad, convence a su amigo Lotario que seduzca a su esposa; y, aunque éste al principio se niega a seguir sus insistentes indicaciones, al final acaba enamorándose de Camila y ésta de Lotario; y como no pueden guardar por mucho tiempo su secreto, mantenido mientras tanto por Leonela, criada de Camila, ésta y Lotario escapan juntos dejando tan sumido en la tristeza a Anselmo, que acaba muriendo de pena), decía que el argumento que acabo de exponer brevemente sirvió en 1948 (otros dicen que se estrenó el 20 de abril de 1953) al cineasta Flavio Calzavara para dirigir la película en blanco y negro de 86 minutos de duración con el mismo título que la narración cervantina, y protagonizada por, entre otros, Aurora Bautista, José María Seoane, Roberto Rey y Rosita Yarza. El guión corrió a cargo de Ramón Ceralt (otros lo sustituyen por Alessandro De Stafano) y Antonio Guzmán Merino, mientras que Emilio Lehmberg se cuidaba de la música.
He aquí parte de la petición que en el cuento de Cervantes Anselmo le hace a su amigo Lotario, curioso (curiosidad impertinente, de ahí el título) de saber cómo reaccionará su esposa Camila ante el intento de seducción por parte de su amigo Lotario:
"Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo trance y rigor, sino a sólo a tener por hecho lo que se ha de hacer, por buen respeto, y, así, no quedaré yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu silencio, que bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte. Así que, si quieres que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni perezosamente, sino con el ahínco y diligencia que mi deseo pide y con la confianza que nuestra amistad me asegura."
Aunque ya sabemos cómo acaba la historia.


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2.
El Quijote

La propia obra magna, El Quijote, ha sido llevada al cine antes y después que El curioso impertinente en numerosas ocasiones, en España y en el extranjero (recordemos al menos la película dirigida por Orson Welles en 1992); desde 1908, en versión muda, blanco y negro, y dirigida por Narciso Cuyás, hasta 2002 bajo el título de El caballero Don Quijote, película dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón. Quizá una de las versiones más conocidas y admiradas por la crítica sea la de 1965, cuya dirección corre a cargo de Carlo Rim (también se encarga del guión), y está protagonizada entre otros por Josef Meinard (Don Quijote), María José Alfonso (Dulcinea), Fernando Rey (Duque) o Roger Carel (Sancho Panza). Sabido es que la ingente obra de Cervantes se dio a conocer en dos partes, separadas ambas por 10 años. La Primera Parte narra las dos primeras salidas de Don Quijote en busca de aventuras para deshacer los entuertos que hay en el mundo, la primera de ellas, solo, y, tras cinco capítulos, acabó molido a palos por exigir a un grupo de mercaderes que proclamasen la belleza de la sin par Dulcinea del Toboso, la dama de sus sueños y a la que dedica sus hazañas, y devuelto a su aldea a lomos del caballo de un vecino. La segunda salida, que abarca hasta el capítulo 52, la efectuó acompañado de su escudero Sancho Panza, un labrador de su mismo pueblo. E igualmente, tras luchar, entre otros, contra unos molinos de viento creyendo que son gigantes, y un vizcaíno, al que vence, y liberar a unos galeotos condenados a galeras, que responden su “buena” acción con una lluvia de piedras, va a hacer penitencia a Sierra Morena, donde escribe una carta a Dulcinea y encarga llevársela en persona a Sancho. A todo esto, el cura y el barbero, vecinos de Don Quijote, que han salido a buscarlo, dan con él y lo devuelven a la aldea encerrado en una jaula ante las risas de sus paisanos.
He aquí un fragmento de este último pasaje:
“Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron (los encargados por el cura) adonde él (Don Quijote) estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que cuando él despertó con sobresalto no pudo menearse ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan extraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que sin duda alguna ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador de esta máquina. Solo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mismo juicio y en su misma figura, el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la misma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quiénes eran todas aquellas contrahechas figuras, mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia: que fue que, trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran romper a dos tirones. Tomáronle luego en hombros, y al salir del aposento se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el otro, que decía: —¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso. La cual se acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobosina yoguieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco, de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros que imitarán las rampantes garras del valeroso padre; y esto será antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballería andante, que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado, que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor; y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene que vayas donde paréis entrambos. Y porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.”
En cuanto a la Tercera Salida, ésta tiene lugar en la Segunda Parte (74 capítulos) del Quijote, publicada en 1615, tras haberse salido a la luz El Quijote de Avellaneda. En ella, acompañado igualmente por su escudero Sancho, Don Quijote, emprende otras aventuras esta vez por tierras de Aragón y Cataluña, especialmente las ciudades de Zaragoza y Barcelona (antes había recorrido preferentemente La Mancha y algunas partes de Andalucía). Las más importantes son las vividas con los Duques y en la Ínsula Barataria, que esporádicamente gobierna Sancho Panza. Luego, para desmentir al falso Quijote de Avellaneda, caballero y escudero marchan a Barcelona. Allí Don Quijote será vencido por el bachiller Sansón Carrasco (ahora Caballero de la Blanca Luna), que le impone como condición regresar a su aldea. Aquí, tras recobrar el juicio, muere cristianamente en su cama.
Leamos sus últimas palabras, que pronunció tras despertar de un largo sueño de seis horas:
“—¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres. Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad, y preguntóle: —¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son estas, o qué pecados de los hombres? —Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento. Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo: —Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «bueno». Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios escarmentando en cabeza propia, las abomino. Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado, y Sansón le dijo: —¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? ¿Y agora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos. —Los de hasta aquí —replicó don Quijote—, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma; y, así, suplico que en tanto que el señor cura me confiesa vayan por el escribano. Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo. Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él y confesóle.  El bachiller fue por el escribano y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión y salió el cura diciendo: —Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento. Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha2, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.  Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo: —Iten, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y si, como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.”



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La gitanilla


También han sido llevadas al cine otras obras cervantinas, como La gitanilla o La ilustre fregona, dos de las Novelas Ejemplares que Cervantes dio a conocer en 1613.
La primera fue trasladada a la gran pantalla en 1940 por el director Fernando Delgado. Los dos principales protagonistas son: Estrellita Castro, como Preciosa,  y Juan de Orduña, que hace de Juan de Cárcamo, noble que se enamora de la bella gitana y renuncia a su posición para vivir en un campamento calé con ella y sus compañeros.
He aquí el final de la hermosa narración cervantina, en el que se notifica la boda de Juan de Cárcamo (antes Andrés Caballero) con Preciosa:
“Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más, porque vio cuán bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Azevedo. Dio priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos, y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el estraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren. 
“Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su amor y su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.” 
  





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La ilustre fregona

En cuanto a La ilustre fregona, el director  Armando Pou la adaptó para el cine mudo en el año 1927 con un guión más que aceptable. Fue interpretada por Margarita Aizcorbe, Matilde Artero, José Caballero, Rafael Calvo, Encarna Gutiérrez, José Jiménez, Mary Muniain, Modesto Rivas, Juan Romero y Ángel Zomeño. Se estrenó el 26 de marzo de 1928, en el Palacio de la Música de Madrid.
La trama del libro de Cervantes está protagonizada por Diego de Carriazo y Tomás de Avendaño, dos mancebos de familias acomodadas de Burgos que tiene ganas de vivir la vida de modo libertino en la ciudad de Toledo, donde se ven cautivados por la presencia de Constanza, una moza de muy buen ver que trabaja en una posada. La novela posee enredo amoroso, falsas identidades, rasgos picarescos, pasados oscuros con un caso de violación incluido, lucha de clases sociales, idealizaciones románticas, situaciones humorísticas…, es decir, ingredientes más que sobrados para convertir la trama en una historia de atractivos irresistibles cuyo resumen podría ser el siguiente:
En Burgos vivían dos caballeros: Don Diego de Carriazo, que tuvo un hijo al que llamó con su mismo nombre, y Don Juan de Avendaño, otro al que bautizó Tomás. Cuando el primer hijo cumplió trece años se marchó de casa y vivió como un pícaro en Madrid y en las Ventillas de Toledo. Se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara y ganó a las cartas mucho dinero, con el que se vistió adecuadamente y regresó a Burgos para visitar a su madre. Allí se hizo amigo de su vecino y de parecida edad a la suya Juan de Avendaño. Le contó lo que había vivido en las almadrabas y juntos decidieron ir allí un verano. Juan convenció a sus padres diciéndoles que se iba a Salamanca a estudiar y que Diego de Carriazo se iba con él. Con este engaño sus padres aceptaron, pero pusieron a su servicio un mayordomo. Sin embargo, en el camino le robaron todo el dinero que llevaba y le pidieron ir a la fuente de Argolas. Una vez allí Avendaño le dijo que se volviera a Burgos, que ellos seguirían por su cuenta, y le entregó una carta de disculpa para sus padres. En Illescas se encontraron con dos mozos de mulas andaluces hablando de una hermosa fregona que vivía en la posada del Sevillano de Toledo, por la que el hijo del Corregidor bebía los vientos. A Avendaño se le despertó un intenso deseo de verla y se acercaron a la posada para pasar la noche y poder ver a la famosa fregona, que una muchacha de unos quince años, muy hermosa y llamada Constanza. Cuando Carriazo le propuso partir para Orgaz al día siguiente, Avendaño le contestó que no se iría hasta conocer a Constanza. Y allí se quedaron trabajando para los huéspedes bajo los nombres de Tomás Pedro (Avendaño) y Lope Asturiano (Carriazo). A Constanza la llamaban ilustre porque limpiaba muy bien la plata, era honesta y recatada y enamoraba con su recogimiento y hermosura. Cada día que pasaba Tomás estaba más enamorado de ella, incluso le hizo llegar una carta donde le expresaba su amor, pero la muchacha la rompió. Y así siguieron las cosas hasta que una noche llegó el Corregidor a la posada y preguntó al Sevillano por el origen de la ilustre fregona. Éste le contó que quince años atrás había llegado a la posada una señora rica de Castilla la Vieja, que padecía hidropesía e iba de peregrina a la Virgen de Guadalupe. La señora estaba a punto de dar a luz y pidió que cuidaran del nacido mientras le entrega a la mujer del posadero un bolsillo de oro y verde con cuatrocientos escudos de oro en su interior. Poco más tarde nació una niña preciosa y al alba su madre siguió su peregrinación. Cuando a los veinte días volvió la madre a la posada sana y salva, la niña ya había sido bautizada con el nombre de Constanza, tal y como había ordenado aquélla. La señora le entregó al Sevillano una cadena de la que quitó seis eslabones y dijo que los traería la persona que viniese a por la niña;  también rompió por la mitad un pergamino y le dio una parte en la que no se podía leer nada sin la otra mitad y añadió que al cabo de dos años vendrían a por su hija; finalmente, le rogó que no le dijese a la niña su origen ni el modo como había nacido. Les entregó otros cuatrocientos escudos de oro y, abrazando a la mujer del Sevillano, partió con tiernas lágrimas. Al día siguiente de que el posadero contase la historia de la ilustre fregona al Corregidor, llegaron a la posada dos ancianos acompañados de cuatro caballeros y, al ver a Constanza, se dijeron que ya habían encontrado lo que buscaban.

He aquí el final de la historia, según la cuenta el mismo Cervantes:
“Estaba Tomás Pedro escondido en su aposento, para ver desde allí, sin ser visto, lo que hacían su padre y el de Carriazo. Teníale suspenso la venida del Corregidor y el alboroto que en toda la casa andaba. No faltó quien le dijese al huésped como estaba allí escondido; subió por él, y más por fuerza que por grado le hizo bajar; y aun no bajara si el mismo Corregidor no saliera al patio y le llamara por su nombre, diciendo:
-Baje vuesa merced, señor pariente, que aquí no le aguardan osos ni leones.
Bajó Tomás, y, con los ojos bajos y sumisión grande, se hincó de rodillas ante su padre, el cual le abrazó con grandísimo contento, a fuer del que tuvo el padre del Hijo Pródigo cuando le cobró de perdido.
Ya en esto había venido un coche del Corregidor, para volver en él, pues la gran fiesta no permitía volver a caballo. Hizo llamar a Costanza, y, tomándola de la mano, se la presentó a su padre, diciendo:
-Recebid, señor don Diego, esta prenda y estimalda por la más rica que acertárades a desear. Y vos, hermosa doncella, besad la mano a vuestro padre y dad gracias a Dios, que con tan honrado suceso ha enmedado, subido y mejorado la bajeza de vuestro estado.
Costanza, que no sabía ni imaginaba lo que le había acontecido, toda turbada y temblando, no supo hacer otra cosa que hincarse de rodillas ante su padre; y, tomándole las manos, se las comenzó a besar tiernamente, bañándoselas con infinitas lágrimas que por sus hermosísimos ojos derramaba.
En tanto que esto pasaba, había persuadido el Corregidor a su primo don Juan que se viniesen todos con él a su casa; y, aunque don Juan lo rehusaba, fueron tantas las persuasiones del Corregidor, que lo hubo de conceder; y así, entraron en el coche todos. Pero, cuando dijo el Corregidor a Costanza que entrase también en el coche, se le anubló el corazón, y ella y la huéspeda se asieron una a otra y comenzaron a hacer tan amargo llanto, que quebraba los corazones de cuantos le escuchaban. Decía la huéspeda:
-¿Cómo es esto, hija de mi corazón, que te vas y me dejas? ¿Cómo tienes ánimo de dejar a esta madre, que con tanto amor te ha criado?
Costanza lloraba y la respondía con no menos tiernas palabras. Pero el Corregidor, enternecido, mandó que asimismo la huéspeda entrase en el coche, y que no se apartase de su hija, pues por tal la tenía, hasta que saliese de Toledo. Así, la huéspeda y todos entraron en el coche, y fueron a casa del Corregidor, donde fueron bien recebidos de su mujer, que era una principal señora. Comieron regalada y sumptuosamente, y después de comer contó Carriazo a su padre cómo por amores de Costanza don Tomás se había puesto a servir en el mesón, y que estaba enamorado de tal manera della, que, sin que le hubiera descubierto ser tan principal, como era siendo su hija, la tomara por mujer en el estado de fregona. Vistió luego la mujer del Corregidor a Costanza con unos vestidos de una hija que tenía de la misma edad y cuerpo de Costanza; y si parecía hermosa con los de labradora, con los cortesanos parecía cosa del cielo: tan bien la cuadraban, que daba a entender que desde que nació había sido señora y usado los mejores trajes que el uso trae consigo.
Pero, entre tantos alegres, no pudo faltar un triste, que fue don Pedro, el hijo del Corregidor, que luego se imaginó que Costanza no había de ser suya; y así fue la verdad, porque, entre el Corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño, se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don Diego de Carriazo casase con la hija del Corregidor, y don Pedro, el hijo del Corregidor, con una hija de don Juan de Avendaño; que su padre se ofrecía a traer dispensación del parentesco.
Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos, y la nueva de los casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se estendió por la ciudad; y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho. Vieron al mozo de la cebada, Tomás Pedro, vuelto en don Tomás de Avendaño y vestido como señor; notaron que Lope Asturiano era muy gentilhombre después que había mudado vestido y dejado el asno y las aguaderas; pero, con todo eso, no faltaba quien, en el medio de su pompa, cuando iba por la calle, no le pidiese la cola.”
Un mes se estuvieron en Toledo, al cabo del cual se volvieron a Burgos don Diego de Carriazo y su mujer, su padre, y Costanza con su marido don Tomás, y el hijo del Corregidor, que quiso ir a ver su parienta y esposa. Quedó el Sevillano rico con los mil escudos y con muchas joyas que Costanza dio a su señora; que siempre con este nombre llamaba a la que la había criado.
Dio ocasión la historia de la fregona ilustre a que los poetas del dorado Tajo ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la cual aún vive en compañía de su buen mozo de mesón; y Carriazo, ni más ni menos, con tres hijos, que, sin tomar el estilo del padre ni acordarse si hay almadrabas en el mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca; y su padre, apenas vee algún asno de aguador, cuando se le representa y viene a la memoria el que tuvo en Toledo; y teme que, cuando menos se cate, ha de remanecer en alguna sátira el "¡Daca la cola, Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!"