jueves, 29 de marzo de 2012

Un relato de los setenta

El gaucho de la costa (2)

Gustavo Adolfo Bécquer

He de confesar, antes de que me demore en esta relación, que enseguida me enamoré del Creador, y como yo alguna más, como Elena Pizarro o Elisa Monje, aunque ellas, como yo, nunca se lo dijeron a nadie. Pero P. Júcar sólo tenía ojos para Puri, la poetisa del Vallés. No me da vergüenza decir que a veces me sentaba en la tertulia frente a él para que se fijara en mis piernas y asistía sin ruborizarme a la indagación que el Creador hacía con miradas furtivas a lo que había más arriba de las rodillas, bajo la falda que, coquetamente, replegaba unos centímetros al límite de lo permitido. Sin embargo, todo quedaba reducido a eso. Yo me encendía por momentos, pero luego me enfriaba violentamente como el hierro al rojo vivo ahogado en la pica de agua de la fragua. Una vez me hizo concebir cierta esperanza cuando, al acabar una de aquellas tertulias sabatinas, me invitó a tomar una cerveza en la granja de la esquina de Borrell. Creí que íbamos a estar a solas y luego descubrí en la escalera que había invitado también a Martos y a Corona, el poeta que enseñaba por entonces en un colegio del Opus. Mientras tomábamos las cervezas, me pidió que hiciera de secretaria y testigo de lo que iba a proponerles a los hombres. Y fue que los nombraba miembros del jurado que fallaría el premio recién patrocinado por él. Cuando acabó la ceremonia, les dio un apretón de manos y a mí un beso en la mejilla, que me supo a humillación. Lo que recuerdo de aquel día fue la explicación que nos dio acerca de su elección y la forma de hacerla.
--Os he elegido a vosotros dos por varias razones, pero la más importante es que tú, Martos, los tienes pelados de escribir versos y a ti, Corona, te considero una persona que sabe lo que hace; me refiero a que, como profesor de Lengua y Literatura, conoces la preceptiva literaria mejor que nadie de ahí arriba, sabes perfectamente lo que es un poema, y los libros que has publicado responden a lo que yo entiendo por poesía auténtica. Además, uno y otro sois capaces de descubrir si lo que se manda al concurso es plagio o no. Pero una cosa os digo también y en esto te incluyo a ti, monina: si lo que hemos hablado aquí llega a oídos de Moraleja, dejaré de contar con vosotros. Este mundillo de la literatura es tan cabrón como otro cualquiera. Con el dinero no se juega; se puede jugar con los versos y hasta con la poesía, pero con el dinero de ninguna manera. En esto estaba equivocado mi querido Bécquer cuando dijo aquello de “Voy contra mi interés, al confesarlo, / no obstante, amada mía, / pienso, cual tú, que una oda sólo es buena/ de un billete del Banco al dorso escrita”, y más abajo: “Tú sabes y yo sé que en esta vida / con genio es muy contado el que la escribe / y con oro cualquiera hace poesía”.






Desde que el Creador empezó a hablarnos de Bécquer, frecuenté la lectura de las “Rimas” y las “Leyendas”. Más que los versos, que encuentro demasiado almibarados, y eso que Corona dice que el poeta de Sevilla es un poeta para señoritas, más que los versos, digo, me gusta la prosa lírica de las leyendas y el mundo misterioso y muchas veces trágico que las alienta. Me hice amigo del loco Manrique y con él soñaba en lo mágico que tiene la naturaleza. Sufrí con Margarita, la pobre doncella a quien deshonró el conde de Gómara y mi alma quedó confortada cuando, al final de la narración, el noble ofensor estrecha con la suya la mano de la enterrada, en señal de matrimonio; y el brazo, que había permanecido hasta ese momento fuera de la tumba como esperando a que el conde cumpliera su promesa, se hundió bajo la tierra, logrando con ello sus pobres restos el descanso que tanto merecía. Y sufrí también con Sara, la pobre judía a quien su propio padre crucificó y de cuya tumba brotó la pasionaria, la flor que recuerda los atributos de la Pasión de Cristo en su corola.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Fotografías que hablan

Luces en las sombras de la historia


La gente callaba escuchando a la guía. La historia del Papa Luna lucía aquí y allá en medio de la charla (el alma tenaz del Pontífice aleteaba sobre nuestras cabezas, a ras de la sillería de la desnuda estancia); la memoria de Benedicto XIII alumbraba con luz propia entre persecuciones, traiciones e intentos de envenenamiento, huidas y difíciles decisiones. La luz del Papa del mar estaba allí presente con una fuerza antigua. Pero no tanto como el destello del pequeño rosetón, que hacía mayor la sala de la Justicia y nuestra presencia propia de otros tiempos, cuando el Ayuntamiento de Morella luchaba por librarse de las acechanzas de sus enemigos. Luces, la del Papa y la del rosetón, que aclaran las sombras de la historia.

lunes, 26 de marzo de 2012

Un relato de los setenta


El gaucho de la costa (1)

La Creación de Miguel Ángel y Príapo

La primera vez que vi a P. Júcar, el Creador, fue en la tertulia de Moraleja a finales de los años setenta. Recuerdo que se presentó trajeado y con corbata en pleno mes de junio cuando Barcelona padecía un calor insoportable. Venía con dos libros de poesía y prosa poética recién publicados en la editorial que dirigía Moraleja: uno se titulaba “Pálida” y el otro “Griterío”. No me llamaron la atención sus libros más que su rostro moreno y bien parecido, su cuerpo escultórico y su voz grave y bien templada. No tengo que añadir que a las mujeres de la tertulia enseguida nos cayó mejor que bien P. Júcar, el Creador. En cuanto a los hombres, de todo hubo. Mientras el propio Moraleja vio en él una nueva savia para la tertulia, Corona lo consideró un arribista, Rincón un quiero y no puedo y Martos lo bautizó enseguida como el gaucho de la costa pues, según todos los indicios, procedía de algún sitio de la Argentina. Antes de seguir con su historia debo explicar por qué le llamo el Creador. Y la cosa no es difícil de explicar por la sencilla razón de que fue él mismo quien se presentó con este apelativo.
--Llamadme Creador, nos dijo el primer día, en vez de por mi nombre de pila, porque soy ante todo un creador de palabras. Las palabras son el alimento de mi vida y sin ellas sería como un árbol, daría hojas, flores tal vez y, en el mejor de los casos, hasta frutas suculentas, pero sin ser consciente de ello; o como una piedra, que podría formar parte de una tapia o de una catedral o, simplemente, del lecho húmedo de un río o de la espalda polvorienta de un sendero, pero sería unas cosas u otras sin que me diera cuenta de ello. Así pues, me considero antes que nada el Creador de mis poemas, de este juego vital y sensible formado con palabras bellas. Asimismo me considero una pura reencarnación de Bécquer. A veces escucho voces de mujeres que él amó y otras veces hablo con personajes de sus leyendas. Sin querer pronuncio rimas completas, por ejemplo ¿conocéis la que dice “Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso... yo no sé / qué te diera por un beso”?, y de repente me entran ganas irresistibles de viajar a Soria o a Toledo o a Sevilla o a Madrid para entrar en los jardines o en las casas donde Bécquer estuvo y pasear por las calles y los paisajes que él conoció.




Un día se presentó en la tertulia con un ramo de rosas y gladiolos y las mujeres nos quedamos prendidas de su galantería y delicadeza. A partir de entonces, el ramo del Creador sería para la mujer que apareciera en primer lugar en la tertulia de Moraleja, costumbre que quedó institucionalizada para los restos. También instituyó una costumbre para los hombres de la tertulia y fue la de llevar cada sábado una botella de Chivas, que era consumida entre charla y charla, lectura de poemas y comentarios banales sobre el tan cambiante mundillo de la literatura. Moraleja actuaba como figura presidencial y P. Júcar como el sumo sacerdote de la liturgia sabatina, siempre dispuesto a amenizarnos la tarde con alguna de sus ocurrencias, cada cual más peregrina. Como aquélla que gustaba repetir relacionada con una pintura de Miguel Ángel.
--¿Os habéis fijado detenidamente en la escena de la creación de Adán de Miguel Ángel, presente en la Capilla Sixtina? Si entrecerráis los ojos y en semipenumbra observáis la envoltura oscura que rodea a Dios en el momento de la creación del primer hombre, no os será difícil descubrir la figura de un gran pene, concretamente el glande, eyaculando. El brazo de Dios, cuya mano toca la mano de Adán, oculto también en una envoltura oscura, siempre me ha parecido una hermosa eyaculación, la más hermosa de todas porque está creando en ese momento el ser más perfecto de su Creación: el hombre.

Otras veces nos hablaba de sus afinidades con Rafael Alberti, del gusto que había tenido siempre, como el poeta y pintor gaditano, por la pintura, por los viajes alrededor del mundo, por la volcánica expresión lingüística. El libro del que siempre hablaba (decía que lo podía haber escrito él perfectamente) era “Entre el clavel y la espada”. Se le hacía la boca agua y los ojos destellos intensos de luz cuando recitaba con pasión desmedida los versos de Príapo y Venus. A Moraleja, que prefería otros poetas andaluces al gaditano, no le gustaba mucho que hablara de modo tan entusiasta de Alberti, pero le dejaba decir aquellas cosas que a nosotras, las poetisas del grupo, nos encandilaban sobremanera. Entre los hombres había quien también gozaba oyendo hablar al Creador de Alberti. Uno de ellos era Martos, gran parlanchín más que conversador porque a la larga siempre acababa haciéndose pesado y aburrido, el cual se sentía deudor del poeta gaditano y hasta había publicado un librito de poemas de edición casera titulado “Con el mar de Alberti”. Moraleja sentía por Martos otro tipo de afecto muy cercano al desprecio, que nada tenía que ver con lo que le inspiraba el Creador, habida cuenta de que al poco tiempo éste cedió parte de su capital para ampliar los proyectos de la editorial que dirigía Moraleja y sufragó la cantidad en metálico de un premio de poesía con el nombre de la tertulia de cuyo jurado fue nombrado presidente el propio Moraleja.
--Lo que ocurre entre Venus y Príapo-- dijo el Creador--- podría ocurrir entre las personas que estamos ahora mismo aquí, en este piso de Moraleja. Sobre la mesa o en alguno de los cuartos que hay en el interior. Es algo mágico el amor o el sexo, que da lo mismo. Y estoy hablando de personas de distinto sexo, no confundamos, de un hombre y una mujer que, encendidos, se lanzan al choque más pacífico, a la lucha más limpia, al acto que inicia la creación, el génesis. Lo de Alberti es grandioso. Una diosa y un mortal, o lo que sea Príapo, dialogan previamente a la entrega mutua, a la posesión total y telúrica. La expresión es tremenda. Y si no, escuchad lo que dice Príapo: “ Despierta, sí, cerrada / caverna de coral. Voy por tus breñas, / cabeceante, ciego, perseguido. / Ábrete a mi llamada, / al mismo sueño que en tu gruta sueñas. / Tus rojas furias sueltas me han mordido. / ¿Me escuchas en lo oscuro? / Sediento, he jadeado las colinas / y descendido al valle donde empieza / el caminar más duro, / pues todo, aunque cabellos, son espinas, / montes allí rizados de maleza. / ¿Duermes aún? No sientes / cómo mi flor, brillante y ruborosa / la piel, extensa y alta se desnuda, / y con labios calientes / --coral los tuyos y los míos rosa--/ besa la noche de tus labios muda?/ ¡Despierta!”

viernes, 23 de marzo de 2012

Patadas al diccionario

El sino contradictorio de "sino" y "si no"
Un viejo amigo y colega me recordó hace poco los ataques indiscriminados que uno y otro casos lingüísticos sufren a todas horas en los medios hablados y escritos. Y como es verdad (unas veces se confunden entre sí lamentablemente dando por ello significados a la expresión resultante que no tienen y otras es la acentuación aguda de "sino" que la acerca al término catalán similar), me pongo manos a la obra para recordar a mis seguidores el empleo correcto que la gramática otorga a las cuestiones mencionadas.
Dejamos aparte el sustantivo "sino" (destino, fatalidad), que es el que da título a esta entrada y que no está en litigio lingüístico con ningún otro término... aún (demos tiempo al tiempo y a la relajación expresiva de los usuarios del idioma, para centrarnos en la cuestión de hoy).
La conjunción coordinante adversativa "sino", palabra llana o grave, es decir, con acento prosódico en la primera sílaba "sí", se utiliza para introducir la segunda proposición adversativa que contradice a la primera. Sirva de ejemplo la siguiente frase:
"No son Mouriño y ciertos jugadores quienes fomentan el madridismo de verdad, sino los sufridos aficionados que viven el verdadero espíritu del equipo merengue con su entrega incondicional."
Incorrecto si se acentúa: "No es Mouriño..., sinó los aficionados..."
La expresión "si no" está compuesta sencillamente de la conjunción subordinante condicional "si" y el adverbio de negación "no" y se emplean para formular condiciones negativas del tipo:
"Si no haces lo que debes, te pedirán responsabilidades".
Un truco válido para diferenciarlo es poner mentalmente entre ambas palabras una tercera. En el ejemplo anterior el pronombre personal de segunda persona tú. "Si no haces lo que debes..."

martes, 20 de marzo de 2012

Memorias de un jubilado

Las fallas


Ayer todo un mundo de ilusión y fiesta ardió con los monumentos de cartón y madera que Valencia levanta todos los años a la venida de la primavera. Y cada vez que veo por televisión la fiesta que deambula por la capital del Turia entre buñuelos, faldas de flores, horchata y mascletás, recuerdo lo vivido personalmente durante unas fallas hace ya muchos años, concretamente en 1997 con motivo de haber ganado el I Certamen de poesía taurina La Tertulia, cuyo jurado estaba presidido por Francisco Brines y compuesto por Vicente Gallego, César Simón o Carlos Marzal, entre otros conocidos poetas. En aquella ocasión, que me permitió charlar de vida y poesía con personas tan expertas en ambas disciplinas, porque también la vida es una asignatura que nos dirige a la vez que nos enseña, tuve la suerte de vivir en vivo y en directo la primera mascletá de mi vida desde uno de los balcones que se abren generosos a la plaza del Ayuntamiento, escenario habitual de esa fiesta dedicada a la pólvora a los estampidos. Fue invitación igualmente generosa de uno de los miembros de La Tertulia que en Convento Jerusalén, 32, tiene la sede donde se reúnen en sagrado conciliábulo taurino los amantes de los toros y la poesía. Cada instante vivido en la sede de La Tertulia el día de la entrega del premio es inolvidable. El preciado galardón entregado de manos de la exministra de Cultura Carmen Alborch, las palabras que Paco Brines dedicó a mi poema, los aplausos que recibí tras leer Toro de la noche ante los invitados, la exuberante comida y exquisitas atenciones con que nos regalaron a mi mujer y a mí los miembros de la asociación y un sinfín de detalles emotivos hicieron irrepetible e inolvidable nuestra breve estancia de un fin de semana en Valencia. Y luego la oportunidad de pasear por la ciudad y vivir de cerca y desde dentro la plantá, base del desarrollo de las fallas y todo lo que sigue. Bullicio, churros, fuegos artificiales..., alegría en una palabra que, por otra parte, tiene siempre su final aunque viva en el recuerdo para siempre. Por mi parte, además de ese recuerdo, permanece la amistad y la generosidad de una gente que se volcó con nosotros, y todo gracias a un poema, Toro de la noche, publicado primero en una maqueta editada por la propia Tertulia a los pocos días de recibir el premio, y hace poco más d eun año en Hacia la luz, colección de poemas rescatados de cien publicaciones anteriores que vio la luz en Bubok. Y gracias, sobre todo, a la idiosincrasia del pueblo valenciano, de por sí amable y desprendido.

lunes, 19 de marzo de 2012

De vista, de oídas, de leídas

Paco Valladares

Se ha ido a los 76 años el español que mejor recitaba la poesía desde hace mucho tiempo, Paco Valladares. Pronunciaba las palabras acariciándolas, dándoles todo el sentido que tenían, el denotativo, el de andar por casa en zapatillas, y el connotativo, el que llamaba a las puertas del corazón de quien tenía la suerte de estar escuchándolo. Si era prosa, le regalaba el don de la aristocracia, de la finura y la elegancia, y si era verso, el río pronunciado, las estrellas mencionadas, los labios de una mujer citados, se convertían en singulares, en únicos, en irreemplazables, ya fuera el río Duero (el de mi infancia), las estrellas de Neruda o los labios de mujer soñada por Gustavo Adolfo Bécquer.
Francisco Valladares Barragán, éste era su nombre verdadero, nació en Pilas (Sevilla) en 1835 y fue conocido, sobre todo, por su labor teatral, si bien su voz profunda y modulada, única, le hacía inolvidable cuando recitaba poesía. Yo así, por lo menos, es como lo recuerdo y lo recordaré siempre. Hace poco en uno de mis viajes, oí recitar a un compañero La profecía, de Rafael de León, y enseguida recordé el modo inefable con que Paco Valladares sabía trascender la palabra de este poeta y de cualquiera que se le pusiera por delante, desde a los citados a Juan Ramón Jiménez, cuya composición El viaje definitivo, supo decir como nadie. En homenaje a él, incluyo la recitación que hizo de la conocida poesía.

lunes, 12 de marzo de 2012

El relato del mes


EL PÁJARO CÍCLOPE

No sé por qué aquella tarde de verano sofocante se me ocurrió entrar en la cámara antigua donde mi abuelo, el soldado de Cuba, guardaba sus herramientas de jardinería desde tiempo inmemorial, ni sé tampoco por qué llevé al extremo mi atrevimiento abriendo aquel armario de madera azul que ocupaba el centro de la pared del fondo.
Las puertas azules hacía tiempo que nadie las abría y, cuando, al fin, después de forcejear un buen rato y valerme de una azada que estaba colgada de una de las paredes conseguí abrirlas, una luz apagada y fría me llegó del otro lado, una especie de jardín secreto donde se alzaban árboles y arbustos plateados separados por un camino rojo que llevaba a una claridad amarilla que nunca hasta entonces había visto. El silencio era casi absoluto, sólo interrumpido por un sonido continuado de agua que manaba en algún sitio de aquel extraño recinto y por una especie de música de clarinete compuesta de varias notas iguales y sostenidas. Dudé un instante entre cerrar las puertas del armario azul y salir corriendo hacia la biblioteca familiar, que había dejado momentos antes, o lanzarme a la aventura, aunque preso de miedo, en aquel jardín secreto que mi abuelo, el soldado de Cuba, había guardado tan celosamente. Pero la duda desapareció al instante ya que las puertas azules se cerraron a mis espaldas como por arte de magia y un pájaro extraño salió de la claridad amarilla del fondo del camino y vino a mi encuentro volando a espasmos como si fuera un murciélago. Pero de murciélago tenía poco o nada; sólo el vuelo. Supe que era él el que cantaba con aquellas notas de clarinete iguales y sostenidas porque se posó en mi hombro. Entonces fue cuando descubrí el rasgo más singular que nunca había visto en pájaro alguno: sobre el pico, en mitad de una frente llena de pelos, en lugar de plumas, se abría un solo ojo rojo como el de un cíclope. Me miró fijamente con él y luego, emitiendo aquella música tartamuda de clarinete, levantó el vuelo rumbo a la claridad amarilla del fondo del jardín y allí, antes de desaparecer, se sostuvo unos instantes en el aire, como si fuera a un colibrí, sin dejar de mirarme con su ojo cíclope.

Empujado por la incontenible fuerza de la curiosidad, le seguí y di de pronto con un rincón que parecía sacado de un grabado de siglos anteriores. Entre unas rocas grandes, flaqueadas de helechos gigantes, caía una majestuosa cascada que, lejos de producir un ruido ensordecedor, emitía un sonido suave, agradable. La cascada se remansaba en una balsa de agua transparente que dejaba ver las algas y las rocas del fondo. Me acerqué a la orilla de la balsa y volví a escuchar la música de clarinete. El pájaro cíclope parecía estar esperándome posado sobre una de las rocas grandes por donde se precipitaba la cascada. Al cerciorarme de que lo había visto, levantó el vuelo y, tras descender hasta el pie de la cascada, volvió a remontarla y finalmente desapareció detrás de la roca. Bordeé el estanque hasta ese lado y descubrí tras los helechos gigantes una escalera de piedra, musgosa y resbaladiza, que subía hasta la roca. Subí con cuidado los escalones y al llegar al rellano superior, descubrí detrás del gigantesco peñasco una gran cueva de estalactitas y estalagmitas del color de la fresa. Fue inmenso mi asombro cuando, al probar una de aquellas columnas colgantes, comprobé que efectivamente estaba hecha de mermelada de fresa.

Me hubiera quedado allí comiéndome la rica estalactita si no hubiera sido porque el pájaro cíclope estaba dispuesto a no dejarme respirar entre sorpresa y sorpresa. Apareció de repente en una cornisa que colgaba del precipicio al otro lado de la cueva pero a la que podía accederse por un puente construido de lianas. Revoloteaba como un loco sin dejar de mirarme con su único ojo rojo como invitándome a que fuera hasta allí. No me atrajo ni por un instante la idea de ir hacia donde estaba él y le hice gestos de que me volvía por el mismo sitio. Entonces sonó más fuerte que nunca en su garganta la música tartamuda y sostenida de clarinete y, al girarme a ver qué sucedía, descubrí posada en la cornisa a la mujer más hermosa que he visto nunca, sólo vestida con velos transparentes, dedicándome una sonrisa celestial y extendiéndome los brazos en acción de súplica. No podía declinar aquel sublime ofrecimiento de la mujer y más cuando el malévolo pájaro cíclope empezaba a quitarle los velos con el pico en un juego claramente voluptuoso y como si quisiera disputarme el placer del triunfo final, después de haberme guiado hasta allí. Y me lancé al puente de lianas colgado sobre el abismo dispuesto a coronar mi aventura. Pero no bien hube puesto los dos pies sobre la pasarela, cuando noté que se aflojaba toda ella bajo el peso de mi cuerpo, que empezó a caer y a caer…
Abrí los ojos sobre el libro de grabados antiguos de la biblioteca de mi abuelo, el soldado de Cuba. Y allí estaba, con las alas abiertas, mirándome fijamente desde sus páginas aquel extraño pájaro de las Indias con su único ojo de cíclope, abierto sobre una frente que en vez de plumas estaba cubierta de pelos.
Días más tarde, entré en la cámara donde el primer dueño de la casa guardaba antaño las herramientas del jardín y volví a encontrarme ante aquel armario que mi abuelo mandó pintar en una de las paredes, con las puertas azules, recordando el que había poseído en una vivienda del Caribe y donde durante mucho tiempo se escondía la indígena que por las noches salía para solazarle la soledad bailando para él la danza de los siete velos.
Y a mí me gustaba de niño oírle contar mil veces aquel pasaje nocturno de su solitaria estancia en Cuba. Sin embargo, nunca me contó qué había sido de la bella indígena.

jueves, 8 de marzo de 2012

Fotografías que hablan

PASEO NOCTURNO



La noche en Peñíscola tiene una magia especial. Y no es una frase hecha. Sólo hay que darse un paseo por la avenida del Papa Luna, paralela al mar y a un paso del Castillo donde el contumaz Pontífice se refugió en los últimos años de su vida, para darse cuenta de lo que digo. El ruido del mar, eterno y musical, la omnipresencia de la historia y sus avatares y la fuerza elemental e inconsciente de la naturaleza, inexorable en su transcurso, coadyuvan a ello. Hasta estas tres palmeras de la playa se ven obligadas a reverenciar a la reina de la noche y a ejecutar un paso de baile mágico en su honor. Es como si las tres íes de la numeración romana de Benedicto XIII le hicieran un guiño al transeúnte de esta hora aquí en este justo lugar de Peñíscola desde el más allá, que es estar siempre en la línea mágica de la eternidad.

jueves, 1 de marzo de 2012

El poema del mes

EL RÍO


El río
cantando le despierta de su muerte
allá en su infancia viva,
y en su ruido reviven las sorpresas
de lo que pudo ser entre cangrejos
y azudas y baños a piel pura
cuando la vida era sol y arboledas
y un beso de niña entre pañuelos.
Hacía falta Dios y algo de loca
inconsciencia para mirar la muerte
como se mira a una vía de tren
o a un río que muele el trigo blanco.
Y Dios se iba a jugar su fe de vida
a su lado en el puente mientras todo
se esfumaba allá abajo,
en la corriente del tiempo y del río.