viernes, 23 de abril de 2010

MEMORIAS DE UN JUBILADO

La radio

Desde muy niño mi relación con la radio siempre ha sido muy estrecha. Desde aquella galena que construyó mi padre y que me descubrió todo el misterio de las ondas sólo con un pedazo de mineral de plomo, un alambre y unos auriculares, no he parado un momento de agradecer a la radio todo lo que me ha dado en mi vida hasta este preciso instante. Cuando luego entró en casa una radio de madera con pilas, voltios, ruedas y dial, y ocupó un sitio importante en la cocina, mi admiración por el mundo inexplicable de oír voces que salían del aparato y música y seriales y novelas que alegraban las siestas de las amas de casa de la posguerra, aumentó infinitamente. Matilde, Perico y Periquín, el Zorro, las novelas de Guillermo Sautier Casaseca... fueron emociones, hitos de la historia de mi infancia y primera adolescencia. Y también de mi labor como poeta cuando, de regreso a mi ciudad natal en breves paréntesis y ya instalado en Barcelona, me daba una vuelta por la emisora, regentada por condiscípulos míos en el Instituto Claudio Moyano de Zamora, y hablaba por el micrófono de mi poesía sobre la ciudad que me vio nacer y contaba cosas y experiencias vividas en otros tiempos en mi barrio y en la capital, sobre todo en los alrededores del Castillo y la Catedral. Entonces también la radio me daba satisfacciones y alegrías, además de la ocasión de cambiar impresiones sobre la vida y el tiempo transcurrido, la profesión y las aficiones con mis antiguos compañeros de estudios. Y, cuando pasado el tiempo y viviendo ya en estas otras latitudes, cerca del mar y rodeado de joyas de Gaudí y Picasso, me hice mayor y aprendí los oficios de profesor y poeta, y los dolores de la responsabilidad y zancadillas del trabajo me hicieron tambalear, la radio en forma de silencioso amigo prolongado en pequeños y sutiles auriculares vino a ayudarme de nuevo, y en la noche larga y angustiosa, llena de sudores y palpitaciones, taquicardias y miedo a la muerte, me dio confianza su voz susurrante, su calmada música, y sobre todo me ayudó a llegar al nuevo día y a seguir viviendo. La radio nunca me ha dejado y yo nunca la he dejado a ella. Aún ahora, jubilado y curado de aquellos miedos de antaño, recuperado de todas las angustias que me atenazaron durante algún tiempo, cuando alguna noche no logro conciliar el sueño o me desvelo en medio de la madrugada, busco la radio y en penumbra palpo su corazón hasta que doy con la voz, la música que sabe acompañarme como nadie.

lunes, 19 de abril de 2010

MIGUEL DELIBES

UNA LECTURA DE EL HEREJE


Miguel Delibes (Valladolid, 1920) cuenta en su haber novelístico con más de cincuenta títulos, el último de los cuales es El hereje, publicado el año 1998 en Destino, editorial a la que está ligado profesional y afectivamente desde que ganara el Nadal en 1947 con La sombra del ciprés es alargada.
Leer El hereje es leer al Delibes anterior y de siempre, al escritor cazador y amigo de su tierra, y estar dispuesto a encontrarse con los guiños narrativos y estilistas del veterano escritor. De ahí que, como ya hizo con otras novelas suyas (caso de Las ratas), lo primero con que topa el lector nada más abrir las páginas del libro es un par de planos de los alrededores geográficos de Valladolid y de la ciudad castellana misma, que es el escenario en que se desarrollan los hechos que, en este caso, se refieren al siglo XVI. Por este último detalle y otros más importantes que se mencionarán a lo largo del estudio podemos afirmar que El hereje es una novela histórica.


El hereje tiene cuatro partes, de las cuales la primera, titulada PRELUDIO, es insoslayable si se quiere entender el nudo y el desenlace de la novela. De ahí que, como es lógico por otro lado, comencemos este breve estudio por la parte mencionada.
El PRELUDIO nos presenta al personaje central de la novela, Cipriano Salcedo, un comerciante vallisoletano, navegando a bordo del barco alemán el Hamburg rumbo a España procedente de Alemania, país al que ha viajado para hacerse con varios libros relacionados con el protestantismo para llevarlos a Valladolid donde existe una secta mandada por el Doctor Cazalla y a la que pertenece el propio Salcedo. Durante la travesía entablará conversaciones con el capitán del barco, Berger, y un sevillano llamado Tellerías, también seguidores de las doctrinas protestantes. Sin embargo, los tres personajes difieren en su apreciación por las doctrinas que instauró Lucero. Y así, mientras el capitán Berger es partidario de Lucero, Cipriano Salcedo lo es de su discípulo Melanchton, con el que se acaba de entrevistar en Alemania, y Tellerías es un ferviente seguidor de las teorías de Calvino, que en Suiza ha formado una rama más rigurosa y exigente de las doctrinas propugnadas por Lucero. ¿Y cómo nos presenta el novelista toda esta información? Debemos afirmar que del modo más tradicional: el relato se estira con naturalidad y cuando hay que describir a los personajes o las estancias y lugares del barco en que navegan, se comporta como nos tenía acostumbrados en otras novelas, con toques impresionistas y selectivos (“…un hombre menudo, aseado, de barba corta, al uso de Valladolid, de donde procedía, tocado de sombrero…”) y con riqueza de vocabulario (el léxico referido, por ejemplo, a los elementos y partes del barco es riquísimo y hasta en ocasiones abrumador), sin olvidar las manías atribuidas a los personajes, como a Tellerías jugar con su pipa, al capitán Berger acariciarse la barbilla o a Salcedo sus pequeñas y gordezuelas manos. En cuanto al diálogo que mantienen los personajes, dado el cariz de ciencia y doctrina de que tratan, Delibes se muestra más pedagógico que nunca, al exponer en boca de cada uno con suma claridad las particularidades y exigencias del protestantismo de Lucero, Melanchton y Calvino, respectivamente.


Por otra parte, el PRELUDIO sirve para adelantar al lector detalles que tienen que ver con el resto del libro, como la psicología del protagonista, relacionada en parte con la presencia del padre en su vida (de la cual se nos hablará en las partes siguientes del libro), las actividades del Doctor Cazalla y su familia, que se expondrán largo y tendido en el resto de la novela, o la presentación de otros personajes cuya influencia desencadenará el desenlace de la misma o, simplemente, sirven de enlace entre el Preludio y las otras tres partes de El hereje, como don Carlos de Seso, en el primer caso, o Vicente, el criado de Salcedo, que le espera con dos caballos en el muelle tras la travesía del Hamburg.

jueves, 15 de abril de 2010

MEMORIAS DE UN JUBILADO


COLLIOURE EN EL TIEMPO

El nombre de Collioure está ligado al mar y a Machado, a la guerra civil española y al poeta que sufrió destierro. Collioure para mí es la cita casi anual con un poeta de verdad, con el poeta de la Verdad (con mayúscula). Desde aquella vez que con la tertulia de Jurado Morales, allá a finales de los setenta, ha habido pocos años en que no haya cumplido con la visita obligada a la tumba de Antonio Machado. Desde entonces a hoy se han ido quedando por el camino amigos y poetas que forman con el autor de Campos de Castilla el espacio sin tiempo o el tiempo de las fotografías, tiempo vertical e inmóvil. Y hoy, quince de abril de 2010, a algo más de un año de mi jubilación, tengo la inmensa suerte de acudir de nuevo a Collioure a sentir in situ la voz de la Verdad, la voz del tiempo que sabe respetar y admirar a aquellas figuras humanas que supieron vivir hasta el final de sus vidas fieles a sus convicciones ideológicas. Y lo hago con profesores y alumnos del Instituto que más quiero, el IES La Románica, donde aprendí a ser mejor conmigo mismo y con los demás a través de la convivencia diaria con mis colegas del Seminario y el respeto a mis alumnos y alumnas que tuvieron que aguantar mis modestas lecciones durante los seis años que ejercí de profesor de Lengua y Literatura Castellana en el Instituto. Y allí, en las clases, ante ellos, siempre que podía sacaba a colación al poeta de la Verdad, como ejemplo de buena persona (“Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, dejó dicho Machado en su impecable Retrato) y modelo de buen hacer (“Despacito y buena letra: / que el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas”, como escribió en en sus reflexivos Proverbios y cantares). Muchos son los recuerdos que conservo de cada visita a Collioure a lo largo de todos estos años, entre los cuales queda, como ya he dicho la memoria de los amigos poetas que se fueron. Y de esta de hoy, guardo como recuerdo un día de sol y luz junto al mar con profesores y alumnos de mi Instituto y el poema que leí ante la tumba del poeta.



ESTE COLLIOURE
A los profesores y alumnos
de La Románica, con gratitud y cariño.

Con amigos de otro tiempo
me acerco otra vez al mudo
recinto del cementerio
donde espera tu sepulcro.

Y ante la piedra que esconde
la verdad de tu otro mundo,
digo estos versos que son
un homenaje a tus surcos,

surcos de mieses plantadas
con castellanos impulsos,
regadas por aguas claras
de manantiales profundos.

Como tus versos, poeta,
que buscan el cielo puro
de la mejor libertad
para los hombres más justos.

Como espada la palabra
y el silencio como escudo.
Y en silencio escucho el alma
de tu voz, siempre la escucho.
15 de abril de 2010

sábado, 10 de abril de 2010

OB (SESIÓN) DE CINE

FANFÁN EL INVENCIBLE





La escena en que el espadachín salva al niño tras luchar en el tejado con la espada contra un oficial del ejército es una de las que lleva grabadas con más fuerza en su alma desde que viera las aventuras de Fanfán la Tulipe (Gerard Philipe) en el cine Principal de la ciudad de su infancia. Iba a aquel cine con los amigos del barrio a la sesión de la mañana, y cuando acababa la película salían imitando a los personajes de la película, escondiéndose en los portales de la calle de los Herreros para sorprender a los más rezagados. Entonces, dejaban su escondrijo de repente moviendo la muñeca como si su mano esgrimiera una espada invisible, acorralaban a sus presuntos enemigos contra la fachada del Hospicio para asestarles la última estocada, la que les producía la muerte instantánea. Esperaban a que el herido se dejara resbalar hasta quedar sentado sobre la acera inmóvil, con los ojos cerrados y los brazos caídos a lo largo de su cuerpo. Finalmente, con la punta del pie, acababan de tumbarlo sobre las baldosas de la acera ante la mirada asombrada de los mayores que pasaban a su altura. Luego, muerto y matador, se abrazaban riendo y seguían su camino hasta el puente de piedra, al otro lado del cual, les esperaban en el barrio los desafortunados que no habían podido ver Fanfán la Tulipe para escuchar de sus labios la narración de su historia sazonada con onomatopeyas y gestos cada cual más apasionantes.
Desde su ventana el niño paralítico los miraba con envidia correr y saltar por encima de las vigas de la plazuela esgrimiendo espadas de madera y matándose en broma centenares de veces para volver a resucitar a los pocos minutos y entablar una nueva batalla. Él también lo veía y paraba su ejercicio de esgrima para saludarlo con la espada en alto y una sonrisa agridulce.
Ahora, ya adulto, recordaba con la misma sonrisa el día en que le regaló al niño paralítico la espada de madera imitación de la de Fanfán la Tulipe que había pulido con la navaja que se había comprado para Reyes. El pobre niño estaba recostado sobre el sillón de almohadas que su madre le preparaba antes de entregarse a la lectura de los cuadernos de aventuras que cambiaba con otros chicos del barrio y con él mismo. Dejó el cuaderno y cogió la espada mientras una sonrisa triste afloraba a su boca. Luego le pidió que le contara la película y él le habló del ejército francés de Luis XV, del reclutamiento de Fanfán y de su enamoramiento de Adeline (Gina Lollobrigida), hija de un oficial… Y el chico movía la espada y sonreía, y en sus ojos se veía el sueño de jugar en la plazuela con los demás niños normales.
Ahora, ya adulto, recordaba que el niño paralítico por un momento había recobrado el don de andar, correr y saltar como los otros chicos, gracias a la espada de madera de Fanfán el Invencible, como ellos llamaban al espadachín. Recordaba todo eso mientras la espada de madera de sus juegos de niño colgaba de la estantería de los libros viejos. Alzó los ojos para mirarla una vez más, y los tenía empañados por las lágrimas.

miércoles, 7 de abril de 2010

IMPRESIONES VENECIANAS




PERSONAS

Sensación en el embarcadero de San Zaccaria: los vaporettos vienen y van llevando y descargando estupefactos viajeros que llevan los ojos saturados de belleza.

El Puente de los Suspiros se ha convertido en el puente de las miradas y de la publicidad, mientras que desde el Puente de la Paglia las ovejas humanas no dejan de balar barbaridades sobre el famoso puente por donde pasaban los condenados a muerte a enfrentarse con su destino.

El Campanile de la Piazza está en cuarentena: una bufanda de hierro lo aísla de posibles contagios de las hordas que pululan en sus proximidades.

¿De qué nos sirve eternizar lo que vemos en un papel o en una cámara de fotos si acabaremos yéndonos nosotros también un día?

El hecho de que en la Riva dei Schiavoni no haya ni una sola paloma se debe a que los innumerables rebaños humanos ocupen hasta el último centímetro del suelo.

El Romanticismo de Venecia huye despavorido de este barullo desconcertante de las hordas humanas atestando puentes, calles, plazas, fondamentas…

La luna mira asombrada al imponente Colleoni montado en su caballo, mientras un grupo de chicos y chicas en viaje de estudios rompe el encanto con sus voces y juegos a la puerta de San Zanipolo.

Si no te pierdes al menos una vez en Venecia es que no te has dejado llevar por el azar del laberinto de puentes, canales y fundamentas de la ciudad.

Cenar en Estrada Nuova mirando a la calle y viendo pasar a la gente camino de cualquier parte y de ninguna es estar en todas partes a la vez y en ninguna (algo así debe de ser el misterio de la vida y de la poesía).

“Venecia es el tipo de ciudad en que tanto los forasteros como los nativos saben de antemano que estarán exhibiéndose.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

No sé a qué se deberá, pero una cerveza tomada en una mesa al aire libre en Venecia, salvando todas las papanaterías del mundo, sabe a gloria bendita. Desaparecen los problemas como por arte de ensalmo. Y sólo existe el momento, ese momento, vivido al instante, sin pensar en lo que se ha poseído antes ni en lo que te poseerá después, dentro de un rato, mañana.

Sentado sobre una silla del antiguo coro de la basílica, se ve más cerca el mundo profundamente callado de la historia, el arte, la religión y la muerte.

Tiépolo sabe tratar la Pasión de Cristo con verdadero sentido del dolor en medio de la vida de siempre.

Lo bueno de Venecia y de la imaginación del viajero atento, ambas cosas íntimamente enlazadas, es que en cualquier momento por uno de estas calles podría pasar caminando el propio Vivaldi con su violín bajo el brazo camino de la recogida reunión de amantes de la música en cualesquiera de estos palacios asomados a los verdes y animados canales.

La música participa del propio lenguaje de los italianos, en especial de los venecianos.

¡Con qué tranquilidad y parsimonia los muertos duermen su sueño más prolongado ante las hordas de los visitantes!

Sentado sobre la madera historiada e ilustrada del coro, aprendo a contar cada segundo de mi vida, a contarlo y a vivirlo, que es lo principal.

Desde que don Francisco de Quevedo pasó por esta Venecia a hoy parece no haber pasado el tiempo. Sólo el que quiera el presunto lector de estas impresiones. La conjuración persiste.

Los manta venden ilusiones y alegrías junto al Puente de los Suspiros como si quisieran quitar hierro a las cercanas prisiones de la historia, que son prisiones de todo tiempo.

En cuanto anochece, Venecia se duerme antes que cualquier otro sitio del mundo, y es lógico que sea así después de la paliza inmensurable de pasos y voces a que la someten las hordas humanas.

Amarse en Venecia en convocar a tu cama a la misma Venus. Todo el tiempo se concilia en la unión.

La mañana empieza a vivir en los canales antes que en las calles.

Recordaré, cuando no esté aquí, las campanadas de Santi Apostoli a la hora de desayunar.

Y cuando, de pronto, te encuentras a tu hijo a mil kilómetros de España, la sorpresa supera cualquier emoción, como hoy en Venecia, camino del embarcadero del vaporetto.

Es en los embarcaderos donde el viajero se da cuenta de que anda siempre sobre el mar.

En la tumba de Joseph Brodsky (LETUM NON OMNIA FINIT) duerme el poeta y vive toda Venecia en su Marca de agua.

En el buzón de la tumba de Brodsky he dejado una prueba de mi paso por aquí, paso que se detendrá un día como el suyo.

Buena idea la de plantar un rosal sobre la tierra que cubre al poeta. Siempre habrá unos versos perfumando su recuerdo.

Helenio Herrera, junto a la tapia del recinto Evangélico, ha encontrado una vitrina de piedra para sus triunfos deportivos y ha marcado su mejor gol a la muerte. En una jarra de piedra duerme su ayer.

Igor Stravinsky duerme al sol su muerte mientras los mirlos lo acompañan con su música sin partitura.


Claustros de soledad, arcos y columnas de silencio. En San Michele tienen la suerte de que las hordas turistas no los invadan ni perturben con sus gritos y carreras.

“Venecia es como Greta Garbo nadando.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Se nota que estamos en el corazón de Cannaregio: la gentes semiacuáticas, casi ranas, dejan de pronto sus barcas en el embarcadero de sus casas y desaparecen escaleras arriba hacia su descanso diario.

Santa María dall’Orto es la iglesia de Tintoretto.

Campo dei Mori: los cuatro moros y la casa de Tintoretto todo un mundo mágico para una sola y mortal mirada.

Sobre el canal, junto al cuarto moro, la casa del pintor, su efigie, su placa y su recuerdo librándose de la piedra.
Por debajo de la ventana de nuestra habitación pasa con su lenta majestuosidad nocturna una góndola cargada de amor.

Cuando llegas a tu hotel y usas tus tres llaves (una para la puerta de la calle, otra la para la puerta del hotel y la tercera para tu habitación), llegas a creerte que llevas aquí en Venecia todo el tiempo del mundo, que el palazzo es tuyo y que de un momento a otro va a llegar en barco tu misteriosa visita.

Lo bueno de un cicerone (el caso de mi hijo recién aparecido) es que gracias a él llegas antes y mejor a los sitios; lo malo es que se evapora de golpe el azar de los hallazgos inesperados.

El cansancio en Venecia puede llegar a impedir que se disfrute al máximo de la belleza que ofrece a cada instante en cualquier esquina. Pensar en las piernas es olvidarse un poco de la belleza.

Dos vaporettos que se cruzan en el Gran Canal son dos mundos que se contraponen. Los que vamos en uno y en otro nos decimos adiós en silencio y con un poco de tristeza, seguros de que nunca más volveremos a encontrarnos.

Ahora mismo, mientras navego con los míos a la vista de los palazzi asomados al Gran Canal tengo tantas impresiones confundidas, que no acierto a expresar ninguna.

Al caer la noche, la gente joven parece haber quedado de acuerdo en reunirse en la plaza de Santa Margarita.

Sólo quien navega en la noche por la serpiente acuática del Gran Canal puede entender la frase de la canción de Aznavour: “el sereno canal de romántica luz”, con la ventaja de que aún puede seguir soñando.

El que padezca de insomnio tiene a mano la ayuda que lo salvará: Radio Venecia.

En San Michele la tumba del poeta Joseph Brodsky es una jardinera donde brotan los rosales con una fuerza primaveral inusitada. Sin duda las rosas pretenden acompañarlo en una primavera eterna.

En Ca d’Oro se separan nuestros caminos: nosotros abandonamos el vaporetto y nuestro hijo sigue navegando hasta San Marcuola.

La música del vaporetto acompaña el recuerdo de la voz de Pavarotti.

Si quieres experimentar la impresión de estar viviendo en Venecia, alójate por unos días en un viejo palazzo de Cannaregio, abre la ventana que da al canal y escucha el suave pasar de una góndola, mientras en el cielo lechoso, sobre los palazzi de enfrente, asoma el campanile de una iglesia.

Sólo los venecianos y quienes conocen los secretos de Venecia saben beber en las fuentes callejeras: tapan el caño con la mano y beben del chorro que sale por el orificio superior.

Hay turistas que sólo saben ver a través del objetivo de sus cámaras.

El vaporetto es un autobús flotante que hace soñar y bailar sin música a los viajeros.

Los auténticos venecianos nunca pasan entre las dos columnas de la Piazzeta de San Marcos porque en este lugar ejecutaban antiguamente a los condenados a muerte.

En San Giorgio Maiore descubro en el camino poco transitado de la subida al campanile la estatua yacente del Capitán Pietro Civran esperando el juicio final al pie del Cristo resucitado de Longhena.

Antes de salir de San Giorgio contemplamos el martirio de nuestro santo (padre e hijo nos llamamos Esteban), excelente pintura de los Tintoretto (padre e hijo también).

Venecia es una ciudad para marineros: la mayor parte del día la pasamos sus visitantes yendo de un vaporetto a otro.

Las dos máscaras más proverbiales del Carnaval de Venecia son la Bauta y la llamada de la Peste, cuya forma está inspirada en la mascarilla que se ponían los médicos durante la terrible pandemia.

Mientras veo desde esta orilla de la Guidecca el rosado museo de Vedova en la otra parte de la laguna, ahora me arrepiento de no haber encendido la vela que había sobre su tumba en San Michele.

Palladio ilumina sus templos valiéndose de la luz externa, aunque sea escasa como la de hoy bajo la niebla, por medio de sus ventanales, estratégicamente situados en varios niveles.

Resulta paradójico que una catástrofe como la peste haya originado un espacio construido con tanto equilibrio, majestuosidad y calma iluminada como el Redentore de la Giudecca.

¡Qué hermoso entorno se fabricó Veronese para refugiarse en su iglesia favorita después de muerto! ¡Con su busto, su placa y su órgano!

En el campo de San Giacomo dall’Orio puede leerse en una placa: “La soledad no es estar solo, sino amar a os otros inútilmente.” Sin comentarios.

El gondolero es un deportista por partida doble: practica el equilibrismo sobre la góndola y emplea la pértiga para saltar los sueños del romanticismo.

Lo bueno de deambular al azar por Venecia es que, junto a una música de época, puedes tropezar con dos figuras que van al carnaval, sombrero, ropaje negro hasta los pies y máscara de bauta.

En Venecia, cuanta más información estética poseas, más disfrutarás de sus centenares de obras de arte.

Colleoni parece querer descabalgarse al llegar a esta plaza. Tira de las riendas del caballo con la mano izquierda mientras que el pie del lado opuesto aprieta el estribo para desmontar mejor por ese lado.

El Florián sigue tocando la misma música que hace veinte años, la música de la nostalgia de los veinte años anteriores.

El día acaba del mismo modo como empezó el día esta mañana: con la niebla devorando el canal, el puente y el gondolero.

Aquí estamos dando vueltas alrededor de La Fenice para representar el acto de nuestro extravío. ¡Qué felicidad perderse alguna vez en Venecia, en su bello laberinto de callejas, puentes y canales!

Cuando el cicerone se equivoca, aumenta la ventura y la aventura del hallazgo.

San Stefano se convierte en el alivio momentáneo de nuestro afán andariego. Columnas, arcos ojivales, arcadas desiguales del altar, pinturas, esculturas…, detalles artísticos que se empequeñecen ante el magno silencio que se abate desde las altas bóvedas y derrama su calma secular sobre el suelo rosa y blanco, tan veneciano.

Venecia nos dice adiós mientras suenan fanfarrias y músicas de partidos políticos y la niebla extiende su gasa sobre el Gran Canal, a la altura del Puente de Rialto.




lunes, 5 de abril de 2010

IMPRESIONES VENECIANAS


LUGARES


Yendo en el autobús desde el aeropuerto de Marco Polo (ya puestos los pies en la tierra) a Piazale Roma, nadie podría asegurarme que el punto final del trayecto (esa es la suerte del viajero que sueña e imagina) pertenece absolutamente al dominio del agua.

Una parada en Ferrovia para ver las primeras góndolas bailando sobre el agua y cúpulas recortadas por esta luz lechosa de Venecia es el mejor aperitivo para lo que nos espera.

El hotel donde nos alojamos da a un canal pequeñito, el río de los Santos Apóstoles, aunque turbio, lleno de encanto y con la vista enfrente de un palacio desconchado que sigue hundiéndose, mientras en el cielo, sobre los tejados, asoma impertérrita la torre de la iglesia que lleva el mismo nombre del canal.

En Fabri, entre las tiendas de máscaras y objetos de cristal de Murano, no hay palomas; hay que seguir andando un poco más entre las sombras y sorteando a la gente para desembocar en el palomar más bello del mundo, la Piazza de San Marco.

En San G. Crisóstomo el mármol blanco de la capilla de los Lombardo se une a la plegaria de los feligreses mientras permanece en sombra y en silencio el resto del templo.

Callejear por Venecia mientras la noche invade en silencio cada rincón de la ciudad y las graves campanadas de los templos navegan por el aire es caminar sin percibir la deriva del tiempo.

“Por la noche, en el extranjero, el infinito se encuentra a la altura de la última farola.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Amanece en Venecia otra vez, que es mucho, con un trozo azul de cielo sobre los tejados de las casas que brotan del canal y los desconchones del viejo palacio rosa de enfrente.

Los restos del Palazzo Rosa se ven por todas partes: en el portal, el embarcadero clausurado por una verja de hierro negro, las cabezas barbadas de dioses latinos en los arcos de los dos tramos de la escalera que conduce al hotel, las columnas adosadas… y en cuanto a nuestra habitación, aún pueden verse las ménsulas originales, los marcos estucados de las puertas, las ventanas y el techo altos, las fallebas que abren las hojas de las mismas, los marcos de mármol de los espejos, tras los cuales se ocultan las antiguas puertas que comunicaban entre sí las habitaciones del palacio según la moda del siglo XVIII, el piso pulido de piedras blancas y negras como el fondo cristalino de un arroyo… Lo único moderno que hay aquí es el cuarto de baño, que se ha robado al cubo de la habitación de ayer.

Los altos cortinajes de las ventanas son los telones de un teatro moderno que velan tras ellos la historia bella que nos espera impaciente al otro lado.

A los pies de la estatua de Garibaldi la vida se siente más justa.

En Santa María Formosa, la aparición de la Virgen al Rey es un hecho más de la vida cotidiana aquí en Venecia.

El verdadero milagro de Santa María dei Miracoli son estas luces increíbles que despiden los mármoles azules y blancos de su exterior.

Comiendo al sol, junto a San Polo, después de contemplar y admirar la Santa Cena de Tintoretto, es un privilegio que me enorgullezco de disfrutar por encima de cualquier papanatería.

En San Stae, Eustaquio para los amigos españoles, se nota también la influencia de Palladio, casi con mayor insistencia que en otros templos. Esta blanca y equilibrada frialdad de los elementos arquitectónicos sin apenas destacar detalles de belleza (aunque la belleza quizás resida en este solemne equilibrio de la arquitectura, donde la luz blanquecina inunda cada rincón del templo como si estuviera en la calle). Sobriedad, clasicismo. Hermanamiento sereno de la escultura con la arquitectura.

En la tumba del mecenas de la iglesia, el Dux Alvise Mocenigo, situada en mitad de la fría y silenciosa nave, aunque iluminada con una luz blanca y serena, dos esqueletos armados con la tétrica guadaña, flanquean esta elocuente inscripción: NOMEN ET CINERES UNA CUM VANITATE SEPULTA, mientras que en las cuatro esquinas de la lápida rectangular y en la parte inferior de la misma confirman el destino humano sendas calaveras blancas con sus respectivas y clásicas tibias cruzadas.

Hay un sitio en Venecia donde los libros de viejo navegan en una góndola varada que prefiere los sueños de la letra por donde pasa vigilante la imaginación.

Es fácil imaginar crímenes horrendos en estos sotoportegos y plazas que se quedan abandonados de repente al llegar la noche.

El suelo de la iglesia de San Pietro Martire de Murano aparece milagrosamente en el cuadro de la Madonna de Bellini, cuadro que, sin embargo, no se pintó para este templo.

Hasta una modesta perdiz (también una garza y un pavo real aparecen en el cuadro) ha venido para asistir a la escena de la entronización de la Virgen con el Niño ante San Agustín, el dogo Agostino Barbarigo y San Marcos.

Sólo por el Bellini, esta iglesia de San Pietro de Murano permanecerá en la memoria de quien la visite.

Pisar el suelo de Santa María y San Donato de Murano es andar por el tiempo de los mosaicos y el pensamiento de los antiguos.

Las teselas doradas del ábside de Santa María recogen la luz exterior y la derraman generosa sobre los frescos.

Hasta el Cristo adornado con cristales de Murano parece de ayer.

Suena en la mañana de la plaza el melancólico acordeón, a cuya música bailan los arcos milagrosos de Santa María y San Donato.

Comemos al borde del canal, sobre una plataforma de madera, en un restaurante que se llama Ai Pianta Leoni, curiosamente acompañados por gorriones y la vista imborrable del Campanile de San Pietro Martire.

Es una paradoja que el vaporetto tenga una parada en el Faro, lugar abierto a la luz que da la luz, camino de San Michele, lugar cerrado y abrazado al mundo de los cipreses y las sombras.

La columna de Colonna parece reírse de todas las leyes físicas, pero sostiene, en cambio, toda la luz de Murano.

“No queda más que leer o deambular en silencio, lo que viene a ser más o menos lo mismo, ya que, por la noche, estos estrechos callejones empedrados son como pasajes entre las estanterías de alguna inmensa, olvidada biblotecae igualmente silenciosos.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

La serpiente de agua, es decir, el Gran Canal, es el escaparate más bello del mundo.

En la Salute se cura uno de la ceguera cotidiana. Hay tanta luz blanca en su interior que hace pensar que las sombras son un invento del diablo.

En el Dorso Duro, la pintura de los canales y la luz esplendorosa de Venecia se instala en las galerías de arte como en su refugio más idóneo.

Las calles trazan líneas quebradas, como los caminos del alma, hasta llegar al corazón del Guggenhein.

En el patio del museo un tronco de luces en cascada asciende hasta las ramas de un árbol de verdad.

La Academia es un museo de ventanas abiertas al arte y la belleza. Pero hay una cerrada y negra en estos días que corresponde al hueco triste de La tempestad, de Giorgione.

En los pasillos solitarios de La Academia se mueren las conversaciones de ancianas amas de casa y jubilados que huyen de la excesiva belleza de las salas con los ojos saturados de tanto asombro.

Las puertas del museo no sólo sirven de entrada y de salida a los visitantes, sino que ellas mismas son soportes de pinturas que superan las aspiraciones de la vida.

“Este siglo merecerá ser recordado por haber dejado este lugar intacto.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

En la parte inferior de la fachada de San Zaccaría el mármol juega al ajedrez rosa, mientras que el resto asciende en curvas cada vez más elegantes y majestuosas hacia el cielo lechoso de la niebla.

San Zaccaría es el único templo de Venecia donde no se ven sus muros interiores: están completamente cubiertos de pinturas, técnica que recibe el nombre de teleri.

Bellini pintó su cuadro expresamente para San Zaccaría. Prueba de ello es que hasta las columnas pintadas son del mismo estilo que las de la iglesia: así la pintura es una sabia prolongación (mejor, un complemento) de la arquitectura.

Atravesando en vaporetto la laguna hacia San Giorgio Maiore, la niebla va despidiendo las siluetas de la fondamenta de San Marcos. Todo parece estar diciéndonos adiós lenta, suavemente, sin traumas.

Bajo la niebla y desde la isla de San Giorgio, San Marcos es apenas una insinuación de arcos y leyenda. Y el Campanile, ni eso. Sólo una ausencia lírica.

En San Giorgio domina el gigantismo de Palladio: naves, bóvedas, ventanales de termas, columnas agrupadas… mientras que el suelo, ese suelo de baldosas rosas y blancas de la mayoría de los templos venecianos restituye las cosas a su serenidad.

El altar mayor está protegido por dos magníficas obras de Tintoretto: La recogida del maná y la Santa Cena.

Detrás del altar nos espera el teatro del coro, cuyos personajes de madera ejecutan en silencio su papel eterno.

En isla de la Giudecca una gaviota se asoma a la fondamenta para ver llegar a los vaporettos y está inquieta porque el suyo no acaba de llegar.

En Santa María del Rosario (Gesuati) por fuerza los ojos se van al techo de la iglesia, donde Tiépolo nos muestra la excelsa aparición de la Virgen a Santo Domingo.

Las columnas de mármol rosado de las capillas oponen su tono de ternura a la blanca frialdad de la única nave de la iglesia.

Le Putte (las musas) de Antonio Vivaldi tocan sin música sus instrumentos de cuerda al pie de un árbol gigantesco, mientras suena monótona la canción del agua de la fuente cercana.

“Una manera de mirar esas fachadas es desde una góndola: así se ve lo que ve el agua.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

San Sebatiano posee dos joyas insuperable: en un costado de la nave el órgano que construyó Veronese junto con sus pinturas, y la sacristía, toda ella adornada con lienzos suyos.

Sentado en la terraza del Colleoni, con una copa de cerveza delante, la plaza de San Zanipolo se ve como una postal viva: al fondo, el mural de los leones, arcos y columnas elegantes del Hospedale; haciendo ángulo recto con él, la fachada de San Giovanni, y en primer término, la estatua colosal de Verrochio.

domingo, 4 de abril de 2010

IMPRESIONES VENECIANAS



COSAS


“El lento avance de la embarcación en medio de la noche era como el paso de un pensamiento lógico por el subconsciente.” (Joseph Brodsky, Marca de agua.)

Ese pez que dice Tiziano Scarpa que es Venecia (a mí me parece que son dos peces que se muerden por la boca) está a punto de caer en mi plato (lo digo desde el cielo camino de su luz) para ser devorados por mis ojos, que ya están hambrientos después de haber realizado muchas lecturas sobre las innumerables islas que forman el mundo veneciano.

Los reflejos de los puentes sobre las aguas temblorosas de los canales prolongan el ansia fugaz de la mirada.

El sol revienta en la cúpula de la Salute, mientras sobre la laguna las negras góndolas bailan su soledad crepuscular, cargadas de sombras bajo sus capotes azules.

Las aguas de los canales no descansan ni un momento y tiemblan con el paso de alguna nave mientras luchan por reflejar el tiempo rosa y dorado de los palacios.

Los palos de la laguna vibran como penes después de hacer el amor.

Los puentes son como las cuentas de un rosario para rezar a la diosa belleza.

El cielo es un palacio iluminado en la curva de un canal en penumbra.



“¡La luz de invierno de esta ciudad! Tiene la extraordinaria propiedad de aumentar el poder de resolución del ojo hasta el punto de la precisión microscópica.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Sol, palomas, niños riendo y alborotando. Vaya, una cosa que ocurre en todo el mundo, y Venecia no iba a ser menos.

Hasta llegar a San Pietro del Castello el camino (un ajetreado canal) se puebla de mercadillos al pie del agua y sobre ella, y enseguida un laberinto de callejas y puentes airosos que lo convierten en memorable.

La paloma volando delante de la fachada de un palacio del cuadro de la habitación parece estar invitándonos a dejar volar nuestros ojos por ese mundo mágico de Venecia que vive fuera.

Poemas malos se escriben a todas horas en todas partes. Venecia espera en cualquier rincón a que el poeta auténtico encuentre el hilo de su poema.

“El ojo adquiere en esta ciudad una autonomía similar a la de la lágrima.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

¡Qué rápida pasa la mañana bajo esta luz lechosa de Venecia mientras los pies y los ojos son guiados por el ansia de vivir tanta belleza!

El vino italiano sabe a tiempo conjurado en una memoria selectiva.

Esta luz dorada que se derrama generosa sobre las migajas de la mesa les da patente de riqueza.

Andando sobre tumbas de mármol en la iglesia de Nuestra Señora dei Frari, topamos con la Asunción de Tiziano, en el altar mayor, que nos empuja hacia arriba, mucho más allá de la luz coloreada que revienta en las altas vidrieras que la envuelven.

Pinturas, esculturas, columnas, arcos, tela y mármol domados por el artista para acercarnos a la vida el reino inexorable de la muerte.

Los cordones rojos de las iglesias prohíben constantemente la entrada a la palpitación eterna de ciertas obras de arte.

Aquí las sombras son las esclavas de la luz.

Al reloj de la muerte le faltan las agujas que pautan el tiempo: Podemos vivir eternamente…, pero sólo aquí en la Sala de las Reliquias, junto al tríptico de Bellini. Y vale la pena.

Y los leones por todas partes, tallado en madera, en mármol, en mi imaginación…

“En esta ciudad, los leones son ubicuos y, con el correr de los años, he ido adoptando inconscientemente este tótem, hasta el punto de poner uno en la cubierta de uno de mis libros.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Lo que hacen las góndolas con el agua, lo hacen las campanas con el aire. Las campanas y las góndolas son hermanas, pero hermanas condenadas a no encontrarse nunca.

Huelen un poco los canales a la humanidad que deambula incesantemente, como la vida y la muerte, por el laberinto de calles que señalan la dirección de Rialto, de San Marco, de Ferrovia, de P. Roma, de cualquier sestiere… Si no fuera por las góndolas o los vaporettos que dejan sus estelas también sin parar en los canales y se llevan los malos olores al jardín del Romanticismo.

Los árboles en Venecia están clavados en el agua muertos, sin brazos, sin pájaros. Vivieron un día y ahora se limitan a señalar el vuelo majestuoso de las góndolas.

Por la noche el Puente de Rialto se mantiene en pie de milagro. De día se alimenta de máscaras y bisutería que se disputan los rebaños humanos.

“La ciudad toda, especialmente de noche, semeja una gigantesca orquesta, con los atriles a media luz de los palazzi, con un turbulento coro de olas, con el falsetto de una estrella en el cielo de invierno.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Lo bueno que tienen los palazzi viejos y húmedos es que enseguida les da el sol en los ojos, y eso les proporciona vida y calor y llevan mejor su eterno hundimiento.

El agua de la laguna, abierta en dos por el vaporetto, es el camino que el poeta hace al andar.

El león es tan emblemático en toda Venecia, que hasta se prodiga en las fuentes de las que mana el agua incesantemente.

Una gaviota llora en alguna parte. Un vaporetto pasa alejándose. El mundo del placer, artístico y gastronómico, se queda con nosotros.

Un antílope de Murano se irá con nosotros a Barcelona. El cristal dorado y blanco pastaba silencio hace unos minutos en la vitrina de la tienda. Ahora su elegante cornamenta negra viaja en nuestros sueños.

Los espaguetis con vongole y calzze saben a mar y a respiración de gaviota.

Los gorriones tienen tanta hambre y tanto atrevimiento, que vienen a comer a nuestra mesa.

La tierra y el mar se dan la mano en nuestro plato: calamares y chipirones fritos y verduras salteadas.

Los ojos de los vaporettos están hechos a todos los caprichos de la vida y del arte: no hay belleza ni cosa anodina que les impresione ya.
Por los anchos chorros verdes de los cipreses trepan al cielo las luces de los muertos que descansan a sus pies.

Cara y cruz de la muerte en San Michele: pilas de troncos de cipreses cortados junto a cruces y lápidas rotas.

Los palos de la laguna, de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, asoman sus cuerpos sobre el agua y juntan sus manos hacia el cielo en una enternecedora plegaria acuática.

“Las iglesias, he pensado siempre, deberían permanecer abiertas durante toda la noche; al menos, la madonna dell’Orto.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Algunos canales no huelen porque las embarcaciones no dejan en paz al agua.

La artesanía levanta altares junto a los canales del Dorso Duro.

Una melancólica guitarra pauta la tristeza de la tarde, que no quiere irse del todo.

La caída de la tarde parece que empalidece la belleza de Venecia, cuando lo que realmente hace es acentuar en las sombras la intensidad de su permanencia.

“La belleza consuela desde el momento en que es segura. (…) La belleza está donde el ojo descansa.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

El amaro es un coñac con hierbas aromáticas.

La vela encendida sobre la mesa donde cenamos felices es la vida que, amenazada siempre por la muerte, sigue alumbrándonos el alma y las ansias de vivir.

Cuando Venecia amanece velada por la niebla las campanas de Santi Apostoli suenan entre algodones.

Reposando sobre la canasta del pescado, el San Pietro muestra la moneda de San Pedro que se tragó el pez.

A un lado de la lonja del pescado de Rialto, las gaviotas aguardan su turno sin impacientarse.

“Al rozar el agua, esta ciudad mejora la apariencia del tiempo, embellece al futuro.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

El campanile de San Marcos juega al escondite con la niebla.

“Esta ciudad no es apta para museo, por ser en sí misma una obra de arte, la mayor obra maestra que produjo nuestra especie.” (J. Brodsky, Marca de agua.)

Sólo un detalle afea la belleza de San Sebastiano: los andamios de las obras, que empiezan a ser eternos.

Los leones de Lombardi parecen mover la cola en los muros del Hospedale Civile de la plaza de San Giovanni e Paolo.

El Ave Fénix está aquí, en la esquina de La Fenice, sobre el quieto canal, por algo: el teatro ha sido dos veces devorado por el fuego y otras tantas se ha levantado de sus cenizas.

“El agua es igual a tiempo y proporciona su doble a la belleza. (…) Al rozar el agua, esta ciudad mejora la apariencia del tiempo, embellece al futuro.” (J. Brodsky, Marca de agua.)