miércoles, 18 de febrero de 2009

CONEXIÓN



CONEXIÓN. Número 4. 28 de febrero de 2009. Tossa de Mar


EL POEMA

Cincuenta años
Para José Luis













Cumplir cincuenta años hoy en día
es una cosa grande,
como el mar o la noche, que despiertan
el mar con la luz de la esperanza
de una barca en la arena,
y la noche
con la luz inflexible de otra alba
abrazada a su lengua.
En la playa, en el alba,
en la palma de los cincuenta años
palpita una alcancía de recuerdos,
proyectos estelares, sueños, rumbos,
agendas de familia,
borradores de libros, limpias páginas
de luz donde navegan
las letras hacia el puerto de la dicha.
No hay que mirar atrás, el mar espera,
la noche espera, el aula espera… Amores,
encuentros, nuevos rostros
de amigos siempre llegan
para ratificar la estela honrada
que ha dejado al pasar el peso hondo
del barco que te lleva. ¡Qué cincuenta
veranos justos sueñan en tus ojos!
Amigo, yo quisiera
que un poco de tu luz cayera, libre,
en la sombra del barco que me lleva.


EL RELATO

La cena

Antonio de la Nave se despidió tras la cena. Vestido de motorista, con el casco en la mano, se perdió en la madrugada bajo una lluvia fría. Yo volví a sentarme con el resto de mis viejos alumnos en la terraza cubierta con una carpa blanca. Las conversaciones fueron disminuyendo su fuerza hasta que, helados por la fría humedad de la noche, decidimos despedirnos hasta otra ocasión parecida. La verdad es que yo había pasado una noche inolvidable con aquellos hombres de casi cincuenta años que habían sido alumnos míos treinta años atrás en un colegio del Vallés de cuyo nombre no quiero acordarme. Ya el hecho de haber planeado una cena en mi honor sobrepasaba los límites normales de lo que hoy se consideran gratitud y amistad, y yo estaba como en una nube desde que una semana atrás Curro, el alma de la reunión, me llamó por teléfono para decirme que habían pensado reunirse unos cuantos compañeros de su promoción para dedicarme una cena.

La verdad es que, a aquellas horas, las nueve de la noche, de una noche fría y húmeda, apenas había un alma en la explanada del restaurante donde iba a tener lugar la cena. Las luces de neón brillaban extrañamente bajo un cielo encapotado que de un momento a otro amenazaba precipitarse en un diluvio. De pronto apareció por un ángulo de la plaza Antonio, calvo totalmente, con ropa de motorista y el casco en la mano. Al verme se abrazó a mí y nos enzarzamos en una conversación sobre lecturas y experiencias. Luego, poco a poco, fueron llegando los demás.
Durante los primeros compases de la cena, Antonio, sentado a mi derecha, me contó algunos retazos de su vida. Tenía una hija pequeña en cuya educación había puesto todo su empeño. Además la relación con su mujer no era todo lo segura que podía ser y eso hacía mucho más difícil la educación de la niña. De pronto, alguien le llamó la atención sobre un hecho del pasado, en el Colegio, y nos empezó a contar lo sucedido con un preceptor suyo. Por lo visto a Antonio se le había abierto un expediente disciplinario por alguna circunstancia que ahora no viene al caso, y el preceptor citó urgentemente a la madre del muchacho para ponerle al corriente de la situación. Durante la entrevista el preceptor debió de sugerirle a la mujer que ella era la culpable de la conducta antisocial de su hijo, con lo que la pobre salió de la reunión profundamente triste y alterada. En cuanto el chico la vio en ese estado, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se fue directamente al despacho de su preceptor y, cogiéndolo por el cuello, le dijo que, si volvía a intentar ponerse en contacto con su madre, le arrancaría la cabeza y le patearía el alma. Nadie conocía esa historia, ni yo siquiera, y nos quedamos claramente sorprendidos. Tuve que intervenir para aclarar que hubo un tiempo en aquel Colegio en que las cosas que tenían que ver con la formación de los alumnos no se hacían con mucho acierto, de modo que hasta se llegó a distribuir a los preceptores entre los grupos de alumnos un poco a voleo, sin ningún estudio ni consulta previos, por lo que se le adjudicaba un alumno conflictivo, polémico o como quiera llamársele (yo prefiero denominarlo especial) a un preceptor que apenas poseía experiencia del mundo y de la gente y mucho menos la psicología suficiente para saber solucionar los problemas diarios que el binomio enseñanza-aprendizaje proporciona a los que nos dedicamos a la difícil y nunca bien considerada tarea de educar.

Luego, mientras los camareros llenaban la mesa de jarras de sangría y de cervezas, la charla de la cena torció por otros rumbos más tranquilos. Pero pronto Antonio se encargó de sazonarla con su vis simpática e inteligente y acabó relatándonos otra aventura en la que, junto con algunos amigos suyos, saltaron las tapias de un colegio privado de chicas para poder ver a una en especial que los traía encandilados. Pero fueron descubiertos, y al salir precipitadamente escalando la verja de la entrada, uno de los chicos, que era sin duda el más torpe, quedó enganchado a los hierros con los brazos abiertos, como un Cristo. "Era lo más apropiado", nos aclaró irónicamente Antonio, "para un colegio religioso: un Cristo puesto en la puerta”.

La cena avanzaba y, como es lógico, la bebida iba causando sus efectos pertinentes, especialmente eufóricos. Entonces Curro, que estaba sentado frente a mí, me formuló una pregunta demasiado filosófica para ser contestada a vote pronto y más en aquel ambiente distendido y jocoso. La pregunta tenía que ver con la mala distribución del dinero en el mundo y los escasos valores que quedan en éste. La dorada en mi plato se veía ya reducida a la espina central. Se me ocurrió responderle que cada uno de nosotros podemos aportar nuestro pequeño granito de arena para que el mundo no empeore todavía más. Y lo podemos hacer en nuestra vida diaria, en la casa, en el trabajo, en el ocio… ¿Cómo? Haciendo las cosas bien, educando con comprensión y sin escatimar tiempo a nuestros hijos, realizando la tarea laboral con dedicación y respeto, disfrutando de los placeres que nos ofrece la vida sin malgastar. Todos me escuchaban atentamente. Como cuando estábamos en clase. Yo alucinaba. Hombres hechos y derechos, pendientes de las palabras de su viejo profesor. Luego empezaron a recordarme cosas y acciones que yo solía decir o hacer en clase. Antonio me confesó que en muchísimas ocasiones había intentado probarme sin éxito, añadiendo que yo siempre sabía salir de cada jugada no sólo porque disponía de suficiente cintura y mano izquierda con los chavales, sino "porque nos querías de verdad”, aclaró, “y deseabas, porque se veía, lo mejor para nosotros”. "Recuerdo que una vez, en clase, salió a relucir no sé cómo un verso de García Lorca y yo te pregunté a qué poema pertenecía. Nunca se me olvidará la lección de sencillez y modestia que nos diste a todos, en especial a mí. Calmadamente y sin que se te quebrara la voz me respondiste que en aquellos momentos desconocías el título del poema de Lorca, pero que apuntabas el verso y te enterarías del poema en cuestión y a ser posible en la clase siguiente me lo dirías."
Luego un camarero se acercó para preguntarnos qué postres queríamos, mientras llegaba a mí la hoja que había pedido Curro que rellenáramos con nuestros teléfonos y correos electrónicos. Anoté, como los demás, mis datos y le pasé la hoja a Antonio para que hiciera otro tanto. Y reanudó su charla para contarnos lo que le ocurrió en cierta ocasión durante un examen de Inglés. Por lo visto el profesor no le quitaba ojo. “Creía que estaba copiando o algo así”, nos explicó. Y era verdad. Pero no con lo que se imaginaba el profesor. El chico no hacía más que mirar hacia abajo, por debajo del borde la mesa, hacia sus piernas. El profesor se acercó y casi instantáneamente su olfato percibió un olor que tiraba para atrás. “Me dijo que me pusiera de pie creyendo que así iba a descubrir el libro de inglés o las chuletas en el asiento de la silla. Yo le dije que no podía ponerme de pie. Y el profesor, extrañado por mi respuesta y a la vez seguro de que esa era la prueba de que estaba copiando, me preguntó por qué no podía levantarme. Entonces le contesté que si lo hacía me cagaría encima, que el hecho de estar sentado me hacía aguantar más el apretón que sentía en salva sea la parte. “Haberlo dicho, hombre”, me dijo. “Y me dejó salir al lavabo. Fue un alivio. Pero sobre la mesa me había dejado el bolígrafo donde tenía bien dispuestos los papelitos que me servían de chuleta para el examen. Así que el momentáneo alivio dio paso inmediatamente a la desazón más grande porque, mientras regresaba al aula, mi cabeza sólo la llenaba un deseo, el de que el profesor no hubiera descubierto la prueba del delito. Pero sí la había descubierto. Me esperaba con el bolígrafo en una mano y en la otra las tiras de papel con chuletas de los verbos. “Buen sitio”, dijo, “ y yo que creía que tenías el libro bajo las piernas. Nunca sabe uno bastante. Y me colocó un cero en la lista. Sin embargo, se me quedó mirando como con pena tras ponérmelo y luego, con aquella voz que tenía de arreglar problemas imposibles, me dijo: “Sólo te lo salva si me traes mañana escrita en inglés la razón por la que has tenido que recurrir a la copia en vez de al estudio”. Al día siguiente le presenté una hoja escrita totalmente en inglés en la que le decía que no había ninguna razón excusable para hacer lo que hice. Sólo que ponían en la tele una carrera de motos y no pude sustraerme a la tentación de verla de cabo a rabo. Y colocaba al final de la redacción “Sorry”. Al final de las clases me llamó al despacho y me dijo, en castellano: “Yo también lo siento. Pero el cero se queda hasta una nueva ocasión.”

Y en esas fue avanzando la cena, hasta que Antonio nos contó lo que había tramado él solito, sin mediar palabra con ningún otro compañero, para llevar a cabo en la clase de cinematografía que impartía un profesor de la Obra. Antonio llevó un día a la clase un rollo de película subida de tono que había comprado por unos duros en los Encantes de las Glorias. Y cuando el profesor se descuidó un momento, sustituyó el rollo que había en el proyector por el suyo. “En la pantalla apareció Sofía Loren con sus enormes tetas al aire, en primer plano, mientras a Nino Manfredi, con la nariz tocando casi uno de los pezones de la estrella, se le salían los ojos de las órbitas. El profesor apagó el proyector y pidió a gritos que alguien encendiera la luz. Estaba blanco como la pared y, con mirada asesina, recorría una por una nuestras caras para ver si descubría en alguna la señal de la culpa. Pero en todas había el mismo gesto, el que deja la alegría tras ver la escena de Sofía Loren. Sin embargo, poco a poco se nos fue cambiando la alegría por la preocupación. El caso fue que, con un rostro totalmente descompuesto, el profesor nos dijo: “Voy a ausentarme unos minutos del aula; cuando regrese, quiero ver en la rueda del proyector el rollo que yo había puesto y esa porquería fuera de mi vista. Ah, y el nombre del malhechor escrito en la pizarra.” Salió de clase, quité el rollo de Sofía Loren, coloqué el suyo y, con una letra de molde, escribí en la pizarra: EL FANTASMA DE LA ÓPERA. “Sí, ya me acuerdo”, dijo Curro. “En vez de arreglarlo, lo estropeaste más. Nos suspendió la evaluación a todos”. Antonio sonrió antes de añadir: “Al día siguiente fui al despacho del profesor para decirle que había sido yo. Al cabo de unos días me vio por los pasillos y, bajando la voz, me preguntó dónde me había hecho con aquel rollo. Le dije que podía encontrar muchos como aquel en los Encantes de las Glorias. No me estranguló de milagro.”

Después llegaron los cafés y las copas. Hice un extra pidiendo un pacharán con hielo y cuando le daba los primeros sorbos, las conversaciones se multiplicaban como el humo de los cigarrillos y la euforia del momento. De pronto Curro volvió a sacar a relucir los males del mundo actual y la pérdida de los valores humanos. “¿Cómo puede solucionarse eso?”, me preguntó como si yo tuviera un don especial o una varita mágica capaz de arreglar todos los males del mundo sólo con un gesto. Yo soy un hombre normal, de cada día, con un poco más de experiencia, pero sin soluciones, como la inmensa mayoría. Volví a insistir en la idea anterior de que desde nuestro particular y reducido mundo diario cada uno de nosotros debe mostrar prudencia y actuar con coherencia y sentido de la responsabilidad. Y le conté la anécdota que me había ocurrido hacía unos días en el Instituto, donde imparto clases actualmente, con unos cuantos chicos en el semáforo que hay a la salida del Centro. El semáforo estaba en rojo y vi cómo algunos chicos cruzaban el paso sin respetar la señal. Yo me quedé quieto esperando al color que me permite el paso mientras les recomendaba a otros que hicieran lo que yo. Algunos se sorprendieron de que respetara lo que exigía el color rojo. Uno de ellos me preguntó por qué no pasaba si no venía ningún coche, y yo le contesté que eso no importaba, que lo que realmente contaba era que nos habituáramos a respetar las señales de tráfico para evitar que algún día ocurriera un accidente del que todos nos lamentaríamos. Mientras se lo decía, pensaba que estaba siendo coherente con lo que yo en clase alguna vez había explicado acerca de las señales del semáforo y la necesidad de respetarlas.
Fue el momento en que Antonio nos explicó los problemas que tenía para educar a su hija. Muchas veces había estado a punto de claudicar por cansancio o comodidad, pero, sacando fuerzas de flaquezas o simplemente pensando exclusivamente en el bien de su niña, se pasaba el poco tiempo de que disponía para charlar con ella del colegio, de los deberes que debía cumplir cada día, de sus amigos, de sus problemas personales con su madre y con él mismo, hasta de asuntos que la propia niña sacara a colación por muy insignificantes que fueran. Yo pensaba, mientras hablaba de sus problemas caseros, laborales y personales, que había tenido una inmensa suerte de contar con alumnos como Antonio y los demás que, tras treinta años, volvía a tener allí a mi alrededor y me sentía tan orgulloso de ellos que en más de una ocasión estuve al borde de escurrir las pestañas en medio de la inmensa emoción que me acompañó durante toda la cena. Emoción que se acentuó cuando me hicieron entrega de tres libros de poesía, tres golpes de corazón que me dejaron abrumado del todo porque ya estaba suficientemente halagado con aquella cena que habían organizado en honor mío. Los plausos inundaron el restaurante y se fueron alojando en mi alma como premios que no merecía de ningún modo. Y luego el silencio para ver qué decía yo. Ya habían comprobado que acababan de darme en la misma línea de flotación de mi gratitud y afecto. Entonces les dije que a veces era difícil dar con las palabras exactas para cumplir y agradecer justamente el favor recibido y que la única manera que en aquellos momentos tan emocionantes tenía a mano era un poema que había escrito para ellos y que, si la voz no me traicionaba, pensaba leérselo lo mejor que supiera y con todo el cariño del mundo. Leí el poema despacio, con entonación, proyectando los sentimientos de que habla el poema, tal y como yo les había dicho de niños cuando los tenía ante mí en la clase. Mientras lo leía, me iba convenciendo de que era verdad lo que había escrito en aquellos versos. Que sólo el tiempo pasa, pero la amistad, una amistad como la que mis viejos y queridos alumnos se mostraban entre sí y me mostraban a mí, seguía intacta, eterna. Luego venía la vida pasada, lo que habían dejado atrás, los buenos recuerdos, y la vida presente y viva, en la que debían querer a la familia y hacer bien su trabajo, una vida honesta y leal.
Cuando los aplausos, sinceros, celebraron mi lectura no pude contener una lágrima. Antonio se dio cuenta y vi que tenía también, aunque podía ser muy bien efecto del humo del cigarrillo que estaba fumando, empañados los ojos. Noté su mano apretando mi brazo. Les pedí entonces que firmaran todos en los libros que acababan de regalarme tan espléndidamente.

Había prisa en los camareros por recoger la mesa. Debía de ser ya muy tarde. Pero pasé del reloj. Se estaba tan bien allí con ellos. Al fin nos levantamos para hacernos las consabidas fotos para el recuerdo.
Fuera en la explanada seguimos charlando. Las primeras gotas de lluvia cayeron sin piedad sobre nosotros. Antonio dijo de pronto que tenía que irse, que al día siguiente le esperaba una travesía en moto por Andorra y debía levantarse a las siete. Entonces miré el reloj. Eran ya casi las dos de la mañana. Empezó a llover fuerte. Curro nos recomendó a todos refugiarnos en la terraza cubierta de un bar al otro lado de la explanada para seguir la charla sin mojarnos.
Medio helados de frío cruzamos la explanada con dirección a la terraza. En un aparte, Antonio, cerrada ya la chupa y con el casco de la moto en la mano, me dijo que teníamos que vernos una noche a solas para cenar y charlar de algunos asuntos que allí no podíamos tratar. Añadió que no tenía nada contra la Obra sino contra algunas personas pertenecientes a él. Con la lengua suelta por las circunstancias, me confió lo del cambio de apellido. Yo sabía que se llamaba Antonio Arcos de la Nave, pero tras lo sucedido con su padre, prefirió omitir el apellido de éste. Volvió a repetirme el hecho de que hacía unos meses se habían vuelto a ver pero que, durante la charla que mantuvo con su padre, no había sentido nada (yo deduje que, en realidad, echaba de menos a su padre en lo más profundo de su ser, pero, como adulto que tiene resuelta su vida y ha aceptado su destino, prefiere dedicarse de lleno a su madre y a su hija). Aún estuvo un rato de pie en la carpa y, cuando pedimos unas bebidas para ver si entrábamos en calor, Antonio se fue despidiendo de sus compañeros uno por uno. Después me volvió a abrazar, me repitió lo de cenar a solas un día para charlar a gusto, y luego desapareció bajo la lluvia con dirección a los aparcamientos donde había dejado la moto.
Al día siguiente, refugiado en el altillo, me puse a poner por escrito todas las impresiones de la cena vivida con mis alumnos. Multitud de sensaciones me venían alocadamente a la cabeza y no sabía cómo organizarlas debidamente. Pensé en seguida empezar por un hecho significativo que marcara un tiempo entre un antes y un después y escogí el momento en que Antonio, con el casco de motorista en la mano y la chupa de cuero cerrada hasta el cuello, se despedía de todos nosotros junto a la carpa de la terraza cubierta para desaparecer bajo la noche envuelta en lluvia.


LA NOTICIA

Jubilación

Sin duda la noticia más importante para mí es que me acabo de jubilar. Despues de cuarenta y tres años enseñando, creo que merezco pasar página a este relato de mi vida y empezar uno nuevo. Aunque no quiero olvidarme, ni mucho menos, del centro de enseñanza donde más feliz he sido. Me refiero al IES La Románica, de Barberá del Vallés, donde he estado seis años. Desde que aprobé las Oposiciones, he pasado por una docena de institutos y, es verdad, que en todos he aprendido algo, pero La Románica ha significado para mí un bálsamo. Tanto los colegas como los alumnos me han entendido a las mil perfecciones y hemos hecho juntos cosas interesantes, en especial, hacer del trabajo diario algo valioso que sirviera para ser mejores unos y otros. Debo destacar, ahora que me marcho, el acto emotivo que me prepararon por sorpresa mis compañeras de Seminario. Debo destacar, ahora que me marcho, las muestras de cariño de que he sido objeto por parte de mis alumnos y alumnas. No olvidaré jamás los aplausos de mi curso de Bachillerato al terminar la última clase con ellos, ni los detalles afectuosos de mis alumnos de 2º de ESO, ni mucho menos la carta de agradecimiento y recuerdo que mis alumnos de 4º me dejaron un día en la casilla de la Sala de Profesores y que fue una de mis más grandes sorpresas, ni el dibujo lleno de sensibilidad de una de mis alumnas favoritas, con la mesa solitaria y el florero a cuya flor se le cae la tristeza de un pétalo, ni las notas de entrañable afecto que mis alumnos y alumnas de 1º de ESO me entregaron tras acabar mi última clase. Me voy con un sabor agridulce, pero siempre estaré con ellos, haciendo caso en mi interior a las cartas y notas anteriores. Yo también os echaré de menos y os perdono y no os pondré ni avisos ni asteriscos por haber escrito echar con H. Hasta siempre.



EL COMENTARIO

Y sigue la caza

Parece que la caza está de moda en España. Y no me refiero sólo al arte cinegético que permite al ser humano ponerse en contacto con la naturaleza, ni a la literatura con la caza como motivo, deporte que es tan abundante en nuestro país (ahora me vienen a la mente dos obras de Delibes, gran aficionado a la montería: El libro de la caza menor, que llegué a utilizar con mis alumnos de otro tiempo como libro de lectura, y Diario de un cazador, de feliz memoria). Ni al cine con el mismo tema, una de cuyas películas más celebradas es La escopeta nacional, de Berlanga, donde políticos, gente del clero y altos magnates se daban cita para cerrar tratos o acercar intereses poco claros. Y ya que he citado el asunto político en el último apartado, debo referirme a la caza política que el coto actual de los medios de comunicación nos ofrece sin paliativos, caza que practican unos y otros, los llamados de derechas y los llamados de izquierdas,que como cazadores de votos en época de elecciones esgrimen las mejores escopetas. Y el último cazado es nada más y nada menos que un importante personaje de izquierdas, quien, como consecuencia, se ha visto, para más inri, obligado a dimitir de su alto cargo en el Gobierno. Su blanca suerte, arropada por la Justicia, se ha vuelto bermeja a raíz de haberse mezclado con la sangre de los muflones cobrados en su última montería en tierras andaluzas. Pero los cazadores que muestran ahora orgullosos su captura serán a su vez cazados por la infalible escopeta de la verdad, que siempre se mantiene al ojeo.


OTROS

El Mercadillo de los libros

Hoy quiero empezar un apartado en CONEXIÓN dedicado a elogiar ciertos sitios que significaron algo importante en mi vida. El primero de ellos, no necesariamente en prioridad,es el Mercadillo de libros de San Antonio, que se monta alrededor del mercado del mismo nombre (edificio de bella cuadratura que limitan las calles Tamarit, Urgel-Ronda de San Pablo, Manso y Borrell), de Barcelona. Lo conocí de la mano de mi amigo el pintor catalán Albert Casals hace más de cuarenta años, recién llegado yo de mi natal Zamora. Yo vivía entonces en Pueblo Seco, con mis padres y mis cinco hermanos. Fue un domingo por la mañana (el Mercadillo se instala todas las mañanas dominicales haga el tiempo que haga)de un verano de iniciación barcelonesa. Anduvimos un buen tramo de la calle de Tamarit hasta dar de frente con uno de los costados del Mercadillo, el de la calle Borrell, donde los libreros estaban instalando sus puestos característicos. Era temprano y pudimos ojear a gusto (pasadas las doce de la mañana un río ingente de curiosos hace prácticamente imposible el poder detenerse con holgura delante de ninguna parada de libros) los montones de libros que abarrotaban los puestos. Por un precio irrisorio podías llevarte a casa un buen lote de libros. No tengo más remedio que enviarle a mi madre un recuerdo entrañable desde este rincón, y es que, al verme la pobre volver a casa cargado de libros de toda clase y conservación, una y otra vez me repetía que tuviera cuidado con ellos, que cualquiera sabía qué manos los habían tocado antes que las mías. Aún así y pese a sus consejos bienintencionados, puedo decir que una buena parte de mi biblioteca la debo a las constantes visitas que hice al Mercadillo durante mis años de estudiante universitario primero y luego, ya casado y residente en la otra parte de Barcelona, más esporádicamente, pero sin dejar un solo mes de bajar al Mercadillo y bautizar mis manos con el agua secular de los libros. Hoy ya no es lo que fue (se ha llenado de hijos de la Informática, la cinematografía y otras variantes del ocio), pero aún, cuando el tiempo y la ocasión me lo permiten, puedo encontrar alguna ganga bibliográfica. Un ejemplo, el penúltimo domingo de este febrero que da sus boqueadas, adquirí tres libros cada cual más dispares pero no por ello igualmente interesantes: Irse de casa, de Carmen Martín Gaite, Juicio universal, de Giovanni Papini y Las señoritas de Aviñón, de Francisco Umbral. Desde aquí recomiendo a cualquier persona que ame los libros y, en especial, a algunos y algunas de mis alumnos y alumnas a quienes hace poco les hablaba en una de mis últimas clases del inefable Mercadillo de libros de San Antonio.

miércoles, 4 de febrero de 2009

CONEXIÓN.








CONEXIÓN. Número 3. 15 de febrero de 2009. Cerdanyola.

EL POEMA


París entonces
Para Nasi

















Yo hace treinta años era otro.
Era, para empezar, más joven
y tenía un verano entre las manos,
dos hijos pequeños y una rosa
abierta para mí en su primavera.
Y con ella pisé París entonces.
Los dos quemamos juntos mucha cera.
Temprano desayunábamos en un bar de la Ópera
y luego nos dejábamos besar gozosamente
por el primer lugar
que el azar pusiera a nuestro alcance.
Comíamos de paso y regresábamos
al gozo de una estatua que no salía en el mapa
o las palomas que blanqueaban
con su pintura orgánica
el Obelisco de la Concordia.
A veces todo ocurría en un paréntesis
que abría de repente un aguacero
y el sol era un diamante que brotaba
de la cúpula del Sacrè Coeur.
Y cuando el día se escapaba de las calles
y las luces de neón embellecían los bulevares,
volvíamos rendidos al hotel
con los pies llenos de llagas y el alma de belleza.
Aún teníamos tiempo de abrazarnos
tras ducharnos con risas.
Soñábamos con la Madeleine
mientras la brisa musical del sueño
nos traía la voz del “pequeño gorrión”
que ahora duerme bajo la piedra del Père Lachaise.





EL RELATO


El cuadro


La niña pequeña del pintor no sabía que con el tiempo se convertiría en un caso de Estado. Ignacia Velázquez, morena, de ojos tristes, posó aquella mañana ante su padre en vez de jugar a las muñecas. Un mohín de enfado aún bailaba en sus labios cuando el artista le colocó en una mano la palma del Domingo de Ramos y le hizo que aguantara con la otra, sólo unos minutos para darle tiempo a trazar las primeras líneas del esbozo, un plato y una taza. La paciente niña, por unos cuantos minutos, se convirtió en Santa Justina para siempre. La niña se hizo mujer, tuvo hijos y nietos y...un día, como le había ocurrido a su padre el artista mejor pagado de la historia de España, entregó su alma al que se la había dado. El cuadro rodó mucho tiempo hasta caer en manos del sexto marqués del Carpio, valido de Felipe IV; de estas manos pasó a las de Sebastián Martínez, amigo personal de Goya, el otro gran pintor español, y a mediados del siglo XIX, lo vemos en casa del marqués de Salamanca. Luego pasó a manos extranjeras y se volvió a ver en una subasta de París y más tarde, ya en el siglo XX, en otra de Londres; finalmente, el cuadro viajero apareció a finales del siglo pasado en NuevaYork rodeado de muchos millones de dólares y dolores, porque ya no era español. De nuevo en Londres, España intentó recuperarlo en julio de 2007 durante una subasta. Rodeada de una aureola ocre, aquella niña sigue mostrando su mirada triste y el mohín de enfado en sus labios. La palma convertida en palma de martirio, como el martirio que el Ministerio de Cultura debe de estar pasando por intentar recuperar un cuadro que nunca debió pasar a manos extranjeras.




LA NOTICIA

Una calle para un poeta amigo

Dentro de poco a mi amigo el poeta Antonio Matea su ciudad natal, Albacete, le pondrá una calle con su nombre. Lo tiene bien merecido. Porque siempre la llevó en su alma. En sus viajes constantes a Albacete se reunía con sus amigos los poetas o iba a ver cómo seguía la edición de una nueva obra suya. Nacido el día 4 de febrero de 1931, Antonio Matea es autor de más de cuarenta libros de poesía, desde que en 1957 obtuviera el Primer Premio Diputación de Albacete con Sonetos en gris mayor. Treinta años más tarde, entre agosto y octubre, escribió una colección de poemas cuyo motivo central es Albacete y que no vería la luz de la imprenta hasta el 2002, con el título evocador de Poeta en Albacete. En el libro vemos un Antonio Matea más nostálgico que nunca de su tierra, a la que llega a comparar con Nueva York (el recuerdo de Lorca es inevitable) en una dedicatoria de sueño: "A los que sueñen que New York puede ser, algún día, casi tan importante como Albacete". Un Antonio Matea que arremete contra los molinos del olvido en sus versos y clama los nombres de sus amigos verdaderos, "sonrisas de franela y otros dioses menores." Y pasan por los ojos enamorados de sus versos los trenes de Albacete, el sol, las aliagas, personas con nombres y apellidos, las fiestas, el parque, la plaza mayor, es decir, initando su habla, "hablo de mi ciudad, digo el hechizo / que emerge del resol de su llanura." Felicidades, pues, a las autoridades de Albacete por el acierto que han tenido en dedicarle próximamente una calle a mi amigo el gran poeta Antonio Matea.







EL COMENTARIO


Un caso de eutanasia


Cuando osamos violentar los misterios de la vida y de la muerte (casos especiales los del aborto y la eutanasia), todas las alarmas saltan. Ahora le toca de nuevo a la eutanasia. El caso de la joven italiana Eluana, que lleva en coma vegetativo diecisiete años, ha vuelto a revolucionar los límites entre la ciencia médica, las creencias religiosas, las leyes y la libertad de las personas. Cuando todo parecía que las leyes le habían dado la razón al padre de Eluana, que hasta el 9 de julio de 2008 había perdido todos los juicios en los que solicitaba retirar la sonda que alimentaba a su hija, pues ese mismo día los tribunales le autorizaron a retirarla y en octubre de ese año el Tribunal Constitucional confirmó la sentencia; cuando todo parecía que el tutor legal de Eluana podía poner remedio de una vez a su sufrimiento, el Gobierno presidido por Berlusconi, sin duda presionado por la jerarquía eclesiástica, intenta evitar la desconexión de la sonda sacándose de la manga una nueva ley que lo impida. La cosa está en el aire. Y no debería. ¿Qué es la política de unos determinados partidos que sólo buscan apoltronarse en el poder? ¿Qué es la ciencia médica si no evita el sufrimiento prolongado del enfermo como último objetivo? ¿Qué es la religión que busca el desencanto y la tristeza de sus fieles? Por encima de todos esos estamentos, sujetos a tantos vaivenes, caprichos y devaneos históricos, hay que situar la libertad personal, que es la única que queda incólume en el núcelo perenne del ser humano. Desde aquí apoyo la valentía y coraje que muestra Beppino Englaro en buscar solamente la paz total para una guerra tan inútil como la que está padeciendo su hija Eluana.

Hoy, diez de febrero, la noticia es que, tras tres días de habérsele retirado a la enferma la sonda de alimentación, Eluana ha fallecido. Ahora la polémica se halla en averiguar por qué se ha ido tan pronto. La autopsia ha dictaminado que la muerte de Eluana ha sido causada por un paro cardiaco. Nuevas disputas. Nuevos comentarios. Pero lo que importa es que ha vencido la libertad de un padre afligido. ¿O no?









OTROS



La enseñanza del castellano en Cataluña

Continúo con los problemas del bilingüismo en la enseñanza del castellano en Cataluña. Lo mejor del bilingüismo es la convivencia pacífica y amable entre los hablantes de uno y otro idioma de la comunidad. Lo peor, la escalada de fallos de todo tipo en la expresión de nuestros alumnos, tanto en catalán como en castellano, salpicada de castellanadas en el primero y de catalanadas en el segundo. Como es el castellano lo que yo intento enseñar corrigiendo, citaré hoy unas cuantas muestras de estas últimas, es decir, catalanadas, aparecidas la última semana en los escritos de mis alumnos y alumnas: con Z en vez de C: onze, quinze, zebra, bronze... Con X en vez de CH: xico, pinxar, Xina... Con G en vez de J: estrangero (además de S en vez de X), targeta, girafa...

Con CC en vez de C: accento, acceptable, accelerar... con Q en vez de C: quando, qual, quatro... Con B en vez de V: móbil, basco, rebentar... Con V en vez de B: cavallo, canviar, covarde, estava (todas las formas del pretérito imperfecto de indicativo de los verbos de la primera conjugación), provar... Con I en vez de Y (ya he citado lo que ocurre con las conjunción copulativa Y): rei, reis, jersei... Con J en vez de Y : ajudante, jo (pronombre personal de primera persona), ajuntamiento, ajudar... De momento, basta. Pero todos estos problemas se podrían medio solucionar si le tomáramos un poco más de afecto a nuestra lengua y no hubiera escritores que se enorgullecieran, por ejemplo, de poner X en vez de POR en su móvil (menos mal que no lo ha escrito con B) como asegura que hace Álvaro Pombo en el apartado Letras de Público del domingo 8 de febrero, todo un señor académico además.