viernes, 28 de noviembre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

LA PASIÓN DE CRISTO

Después de cenar, una noche de aquellas de Tossa, viendo que la lluvia no paraba, optamos por no bajar al baile para no tener que vivir lo de la noche anterior, entre chicos y chicas que saltaban como monos en medio de la pista (habíamos oído que se irían al día siguiente), y vimos por la tele La pasión de Cristo, una polémica película según los críticos y cuyo director es Mel Gibson. ¿Qué aporta esta cinta? ¿Tal vez el exceso de sangre y dramatismo? El Barroco español se queda a la altura del betún al lado de la película de Gibson. Podría destacarse el empleo del Flash-back en escenas subidas de dramatismo (en muchos casos aparecen en pantalla momentos de la vida de Jesús más serenos y cotidianos). La fotografía, los primeros planos, algunos efectos... El tema del poder civil frente al religioso es otro punto que conviene destacar, sin olvidar algo muy importante: el empleo del idioma arameo (aporta su nota antigua y veracidad en las escenas que el espectador contempla), aunque los subtítulos correspondientes (en muchos casos plagados de faltas de ortografía y signos de puntuación), impiden a veces disfrutar de la calidad de la imagen (las calles de Jerusalén, el calvario, el Templo, las expresiones de los rostros de los personajes, la arquitectura, los celajes...). Es una película que busca la espectacularidad en el sufrimiento de Jesús. Aunque todo se serena cuando en la cueva del enterramiento se ve aflojar la sábana que cubrió su ensangrentado cadáver y aparece en primer plano el cuerpo desnudo, limpio y apolíneo del protagonista y su rostro, de perfil, de expresión serena, alzando los ojos al cielo antes del fundido final.










1001 PELÍCULAS

Mi nuera Loli me dejó el pesado (sólo físicamente) libro 1001 películas que hay que ver antes de morir (en la cubierta, el rostro aterrorizado de la Janet Leigh de Psicosis), que Grijalbo sacó a la luz en 2004 y que coordina Steven Jay Schneider. Y el Lunes de Pascua, que no había nada que hacer, dediqué toda la mañana en meterme en sus casi mil páginas. La clasificación de películas que se hace en el libro no acabó de convencerme pues al lado de géneros cinematográficos tan ambiguos como Cine experimental, Cine familiar o Cine político (este último sólo contiene dos títulos), aparecen otros apartados de espectro amplísimo (casos de Drama o Thriller) y otros que podrían agruparse en uno solo (Misterio, Terror, Cine Negro...). Por no citar el hecho de que varios filmes aparecen incluidos en distintos géneros. Mientras hojeaba el libro, iba sacando notas y apuntando títulos que echaba de menos (Peter Pan, Pánico en las calles, La túnica sagrada, El chico, Bambi, Los cuatro jinetes del apocalipsis, Tres jinetes bengalíes, Muerte en Venecia..., por citar unas solas de mi gusto personal (alguna de ellas reconocida por la crítica especializada). Jugando un poco con la nostalgia, confeccioné una lista de películas predilectas anteriores al año de mi venida a Barcelona (1964), entre las que destacan El ladrón de Bagdad, La quimera del oro, Robín de los bosques , La diligencia, Gunga Din, Casablanca, El halcón Maltés, Gilda, La soga, El tercer hombre, Ultimátum a la tierra, Solo ante el peligro, Raíces profundas, Doce hombres sin piedad, El puente sobre el río Kwai, Drácula (el de Christofer Lee), Orfeo negro, Psicosis o Los pájaros.










ROBINSON CRUSOE

Siempre ha sido para mí Robinson Crusoe, ya adopte el formato de libro, ya el de film, símbolo de libertad, de lucha por la supervivencia, además de un canto a la amistad y al sacrificio humanos, capaces de salvar barreras culturales, sociales y religiosas. Una tarde de Semana Santa pusieron por la tele una versión y me dispuse a verla con ojos de niño. Y mientras la veía, recordé otros tiempos de infancia y adolescencia, cuando todo se resumía en ser feliz y en disfrutar de la aventura y el juego. En Robinson Crusoe se aprende a ser mayor, a ser tolerante, a ser un hombre. Para siempre irán acompañando al profesor los nombres del propio Robinson, el de su inseparable amigo Viernes, el de Isabela... y el mundo de la naturaleza salvaje al que, con un poco de cultura, algo de ingenio y mucho esfuerzo y tesón el hombre puede llegar a dominar. En Robinson Crusoe es posible asistir al complemento que se da entre el mundo de la civilización y el del mundo primitivo. Sólo Gracián en la literatura española y Rouseau en la francesa nos dan muestras del mismo fenómeno.

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

22.
“Cuando nadie se acuerde
de gritar pan
y justicia no sea
el fracaso de los diccionarios.”


Fue también en 1982 cuando la Casa de Andalucía de Via Layetana homenajeó a Jurado Morales. Dos poetas de renombre nacional amigos del homenajeado, Carlos Murciano y José García Nieto, ya lo sabes, dedicaron sendos parlamentos a elogiar la figural humana y literaria de Morales. ¿Recuerdas el día? Estaba lloviendo y fuimos juntos. En la sala descubrimos a otros contertulios, como Vicente, Esther o Juan Pastor. En el escenario habían puesto, a un lado de la mesa presidencial un gran retrato de Jurado, de más joven, apoyado en un caballete. Tras el acto académico nos fuimos unos cuantos, acompañando a Morales y a los dos poetas de Madrid que habían hecho su semblanza, a celebrar otro acto culinario. Fue, ¿recuerdas?, en el restaurante Cinco Villas, que estaba (no sé si seguirá estando frente al antiguo estadio del Español). Ocupábamos la mesa, además de nosotros con nuestras respectivas esposas, Encarna o Esther, una de las dos (que la memoria me falla ahora), Carreta (seguro) y tal vez Rincón y su mujer. La cena transcurrió entre bromas y risas y escasas concesiones a la poesía (como suele ocurrir en estos casos) y hasta con cierto orden y compostura, pero en los postres, la cosa se desmadró y la gente empezó a desfilar por las mesas en busca de relaciones. Recuerdo que tú eras muy dado a todas esas cosas, lo contrario que yo, que más bien soy demasiado reservado (así me va). A tu vuelta a la mesa traías dos o tres direcciones y palabras de Murciano. Recuerdo que tu comentario fue:
--Cuando los dioses del Olimpo se alejan demasiado dejan de considerar a los tristes mortales como nosotros.
Lo de “dioses del Olimpo” se refería a los dos poetas consagrados, que en realidad eran el centro de la reunión, en vez del modesto Jurado, que era el verdadero homenajeado. Carreta respondió:
--Ellos se lo pierden. Porque muchas veces necesitan de los mortales para subsistir.
Poco antes de las despedidas, ya en la puerta del restaurante, crucé unas palabras con García Nieto, que milagrosamente recordaba mis Cangilones. En el coche, de regreso a Cerdanyola, comentamos la jugada y tú me dijiste que lo habría dicho por contentarme. Y volvió a salir lo de los dioses del Olimpo.
Supongo que ahora podréis hablar de vuestras cosas allá arriba García Nieto y tú. De sonetos y metáforas sobre la vida y la muerte. De Garcilaso, a quien él admiraba fervorosamente, y de Quevedo, a quien tú profesabas una devoción particular. Del autor del Buscón y de la Epístola satírica y censoria aprendiste muy bien aquello de
“No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca, o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.”
Con el tiempo adoptaste como EXLIBRIS las cuatro primeras palabras de ese terceto universal, es decir, NO HE DE CALLAR, para sellar tus libros, como veo ahora en este que tengo entre las manos. Se trata de las ya mencionadas memorias, Andanzas y desventuras del llamado Raspa de las Santanas. Es una corona circular en cuyo centro aparece la bicha de Balazote, que por otra parte es figura constante en las cubiertas de todas tus obritas. Entre la palabra EXLIBRIS del arco superior de la corona y las de NO HE DE CALLAR, que ocupan el inferior, hay, a la derecha, una ramita de laurel. Y sobre la bicha, las iniciales de tu nombre y tu primer apellido, AM, la primera montada sobre la segunda. La razón de que aparezca en tus libros esa figura ibérica con cuerpo de toro y rostro humano con barba, seguramente con significación funeraria, es que apareció a finales del siglo XIX en Balazote, población cercana a tu natal Albacete. Me lo contaste un día que esperábamos Carreta, tú y yo, a que llegaran los contertulios del Ateneo. Nos decías que cada ciudad tiene su emblema para el que ha nacido en ella. Para ti era la bicha de Balazote. Y no había más que hablar. En cuanto a mí, te diré que he puesto en la parte inferior de la cubierta de El cuaderno de Sísifo la silueta negra de una ranita, preferencia que ya contaré si sale al caso y que tú conoces muy bien.
En Andanzas cuentas cosas de la guerra que vivió tu familia y tú mismo cuando eras muy niño. Tengo el libro abierto por la página 69 y leo en ella la semblanza que haces de tu padre. “Sin ser un líder, contaba con la amistad y el aprecio de los que podían serlo y con el respeto de los que culturalmente eran inferiores a él.” A continuación, con una ternura digna de elogio, cuentas que tenía en casa unos veinte libros gruesos y otros más delgados y que en la pared del pasillo de casa había colgado un mapa de España y “con hebras de lana de distintos colores señalaba cada mañana la situación de los frentes con sus avances y retrocesos, a tenor de lo que las amañadas noticias aportaban.” Dentro de las adversidades de la guerra hubo en vuestra familia momentos de respiro, en los que tu padre se reunía con sus amigos para jugar y hacer bromas. En uno de esos paréntesis de paz y diversión sales a relucir tú, que eras, como cuentas, el juguete de la reunión. “Canta, Antoñito, canta, solían decirme. Y allí estaba yo cantando, con sorprendente memoria para ser tan chico, todas aquellas canciones que el anarquismo había compuesto contra la opresión fascista: ‘Si los curas y frailes supieran / la paliza que les van a dar…’ O lo último entonces: ‘La cucaracha, la cucaracha / ya no puede caminar…’ Supongo que la entonación debía de ser infame, pero el aplauso general me lo ganaba siempre.”







23.
“…No es tanto
el arte por el arte
como ese amor –medido y desmedido—
por el Hombre…”


He vuelto a Tossa este fin de semana que cierra mayo y abre junio. Y desde la playa, bajo un cielo cubierto amenazando lluvia, te sigo escribiendo esta carta que no sé cuándo acabaré. El jueves, tras las clases, me fui a Barcelona con cinco ejemplares de El cuaderno de Sísifo para hacerme con el número del Depósito Legal correspondiente. Los llevaba guillotinados porque el conserje del Instituto tuvo la amabilidad de cortármelos. Me acompañaba mi hermano Nato, ¿recuerdas?, el maestro, aquel a quien conociste en dos o tres ocasiones de recitales poéticos en Barcelona y, sobre todo, durante el homenaje a mi profesor y amigo Castro Calvo en la Casa de Aragón de la calle Goya. Juan Antonio Usero hizo de maestro de ceremonias y luego alternamos el turno de palabras varias personas relacionadas con el homenajeado, todas mucho más importantes que yo, como los profesores Serrano y Blecua, que fueron compañeros de Castro en los años mejores de la Universidad y profesores míos allí a mediados de los sesenta y a quienes admiraba profundamente. Yo en aquella ocasión no hice más que promover el homenaje pues ya hacía un tiempo que iba por casa de Castro, allí en la calle Diputación, muy cerca del Paseo San Juan, a hacerle compañía después de que el viejo y querido profesor sufriera una embolia que lo mantenía encerrado y solitario en casa. Recuerdo que entre la gente del público os habíais camuflado los compañeros de la tertulia de Jurado, entre otros, Milagros, Vicente, Carreta y tú. Al acabar el acto, que tuvo lugar en la Sala Costa, aquella sala que años más tarde ocupamos nosotros para homenajear al propio Jurado, a un año aproximado de su muerte. Con qué osadía desfila la muerte y la separación de los amigos en el relato de los recuerdos. En una mano caben el pasado, el presente y el futuro. Ahora, mientras escribo estas notas viendo pasar gaviotas con gritos lastimeros hacia la montaña, considero que tantos amigos como tuve (tú uno de los más importantes) ya sólo sois recuerdos, hitos emotivos en las líneas de una página. Y mañana, otro día, yo también seré motivo de recuerdo para otros dedos que tecleen las letras de un portátil mientras su corazón pronuncia con cariño mi nombre.
Cuando pedaleo camino del estanque de los patos y noto en mi cara el viento del bosque, pienso en ti. Cuando bailo una cumbia en la pista del Don Juan, abrazado fuertemente a Nasi, me acuerdo de ti y de Celestina. Y cuando baje de nuevo a Cerdañola al acabar este fin de semana para reiniciar la recta final del curso, siempre tendré en mi mente este impulso de hablar del tiempo que aún existe en mi memoria, aunque ya no exista en el tiempo del reloj, para sacar a relucir lo que fuiste tú mientras fuiste, Antonio Matea, Poeta del barro.







24.
“Desperté al tiempo que la aurora.
Con una sensación de haber nacido
de golpe, sin aviso,
sin nada de cigüeña…”


Otro poeta amigo nuestro, Vicente Rincón, nos regaló, ¿recuerdas?, Presencia de Argos, un bello poemario que la Colección Ángaro publicó en Sevilla ese mismo año de 1982. Es un sentido homenaje a su perro Ulker, contrapunto del Argos mítico. A ti te gustó mucho la manera como se define Vicente a sí mismo en sus versos:
“Soy hombre que desayuna nuevas esperanzas”
“Vengo de un cielo gris que desconoces,
De un camino que se queda sin camino…
Vengo de muy lejos, desguazando sentimientos.”
“Quisiera indefinirme, conservar la luz,
Compartir la paz así gozada,
Dar muerte a la muerte insatisfecha…”
“Yo pretendo alcanzar
Las distancias que llevo dentro.”
“Hay que entender la vida como un milagro.”
A mí me gustó la edición del libro. Tanto que me moví para que Vicente hablara con el director de la Colección para que incluyera en ella un poemario que por entonces yo estaba preparando. ¿Te acuerdas de La dura vida amada? Decías de algunos de sus poemas que se veía que yo había madurado tanto que había conseguido despegarme algo de Zamora. Luego vimos que no era del todo cierto. Que aún llevaba jirones de la tela zamorana en mi vida entre la ropa actual y catalana que me vestía. Esto último me lo dijiste tú. Que aún llevaba trozos de la vieja ropa de mi ciudad natal colgando bajo el vestido actual de mi vida en Cataluña, tan distante y distinta de aquella otra. Estuve todo el año puliendo y puliendo aquellos poemas existenciales, cotidianos que trataban de mi tierra natal y de mi tierra de adopción, pero también de inquietudes y dolores personales y también del amor. Te quedaste con unos versos que hablaban de la casa de Zamora, ¿recuerdas? y los recitabas como Dios te daba a entender, que yo me cabreaba en broma al oírte. ¡Hay que ver cómo me destrozabas, Antonio, aquellos versos que un día me habían salido del alma!
“La casa de Zamora
no tiene primavera.
El invierno más triste
se esconde tras sus puertas,
y en el desván no hay sueños,
ni aceitadas de fiestas
bajo el dulce baúl
de la sala materna…”
Pero te lo perdonaba en el fondo porque lo hacías con buena intención. Todo lo hacías con buena intención, aunque estropearas un poema, una relación personal o una ocasión pintiparada para entablar una nueva. Pero tú eras así y había que aceptarte como eras. Luego hablando se daba uno cuenta de que si habías metido la pata había sido por tu afán de hablar sin pensar. Antonio, más de una vez tenías que haberte olvidado de las palabras de Quevedo que formaron luego el EXLIBRIS con que sellabas tus obritas artesanales .

viernes, 14 de noviembre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

UNA PELÍCULA SOCIAL

En una de tantas fiestas caseras como hacemos con los hijos, tras la comida en el jardín y el rato de sobremesa, vimos una película alquilada en el videoclub más cercano, V de vendetta, un film de reivindicaciones sociales y políticas donde el pueblo, avasallado por un "líder" fascistoide y dictador, se sacude el yugo de la injusticia y la manipulación, ayudado, claro está, por el héroe de la película, el hombre enmascarado (al profesor le recordaba por momentos al Robin Hood inglés o al Fan-fan el invencible francés de sus años mozos), que a base de valor y curiosas estratagemas, trae el jaque a los "malos" hasta conseguir que una multitud, tapada la cara con una máscara igual a la suya, se rebele contra la autoridad, mientras él, en brazos de la heroína, muere confesándole su amor. La escena en que salta por los aires el Parlamento londinense a efectos del metro cargado de explosivos en el que viaja también el cadáver del héroe cubierto de rosas, es propia del director de Matrix y las palabras de la heroína, según las cuales, todo el mundo de a pie, noble y honrado, alienta en su alma los ideales que defiende el enmascarado, son dignas de grabarse en mármol.






EL ARGOS DE LA MONARQUÍA

Un día, por fin, me puse a leer El Argos de la Monarquía, libro que acaban de publicarle a Esteban en Madrid, tras fusilar estratégicamente su tesis doctoral. De setecientas páginas que tenía la tesis, el libro actual no pasa de las quinientas. Adiós a la exhaustiva bibliografía y el abundante índice de nombres. La introducción corre a cargo del catedrático que dirigió la investigación de Esteban, pero no aporta nada sustancial al libro; se limita a mencionar a los catedráticos que estuvieron presentes en la defensa de la tesis en la Universidad de Huelva (seguramente a modo de agradecimiento), a elogiar la concienzuda labor del autor y empleo hecho de las enseñanzas aprendidas en Foucault, aparte, eso sí, una leve descripción de la estructura del libro y, a grandes rasgos, su contenido, así como los méritos de su discípulo. El prólogo es otra cosa. Firmado por el propio Esteban, da una visión meridiana de lo que son las páginas que siguen, empezando por la referencia al mito de Argos, al servicio de Hera, que con sus miles de ojos vigilaba todo cuanto alrededor vivía, mito utilizado por Carlos IV para crear una policía censora de cuantos escritos intentaron ver la luz de la imprenta entre 1750 y 1834. En el prólogo también se alude al poder del Santo Oficio en la misma materia, pero ahora relegado a segundo o tercer plano, pues la labor censora en la España ilustrada pasa a manos de civiles o seculares, "formalmente atribuida a otros órganos, el propio Consejo de Castilla o la Secretaria de Estado." Concluye el prólogo, entre otras cosas, afirmando que el libro "describe el perfeccionamiento de los mecanismos de que dispone la dinastía borbónica para la intervención sobre la escritura y la imprenta, concebido ya ese Argos de la Monarquía, ser con mil ojos policiales afinados en una moderna tecnología de gobierno con voluntad de saber y de constituir saberes."





TARDE DE LLUVIA Y LECTURA EN TOSSA

Una tarde lluviosa en Tossa puede convertirse en un momento inolvidable y romántico, aunque la tarde a que me refiero no pudimos ni comer en el balcón, de cara al paisaje verde que desde él se domina, pues lo que quedaba de día se dejó deprimir por una lluvia lenta, terca y gris. No nos quedó otro remedio que dedicarnos a leer. Nasi al fin acabó de leer Los organillos. Los forasteros volvieron a sus países de origen. Vicens para recuperarse de su enfermedad y Pinero tras la muerte de Gloria (después mandará una lápida para la tumba de su amor de toda la vida con la estatua de una mujer desnuda, a lo que el cura en principio se niega pero con un donativo para la iglesia se tranquiliza). Renier, el escritor, es el único que se queda en el pueblo porque se lo pide su hijo, que ya está cansado de ir de un sitio para otro (finalmente, logrará encontrar paz y sosiego en Jenny, la dueña del bar). Y el pueblo se queda tranquilo con sus habitantes de siempre y con Mao, el pescador, y Font, el dueño del otro bar, el fiel amigo y en otro tiempo marchante de Pinero. Y yo seguí leyendo el libro de Esteban, que con otros había decidido llevarme a Tossa. El Argos de la Monarquía es un libro denso, riguroso, científico, con miles de notas a pie de página (en ocasiones ocupan más de las tres cuartas partes de la página) y un estilo abundante (periodos largos y puntos distanciados, empleo de paronomasias, sinonimia, paréntesis aclaratorios...). Leído el capítulo primero, La mirada de Argos: "cierta y continua, pero invisible", sólo cabía llegar a la conclusión de que la investigación sobre la policía censora del libro de la España ilustrada se cimentaba en un método implacable de citas de autoridad y narración de multitud de casos concretos que el rigor que se deducía de lo primero se convertía en ameno por lo segundo. La descripción de la ciudad del libro, centrada en las imprentas y las librerías, resultaba para el resto del libro, a juzgar por el índice, un cimiento necesario, así como el apartado de los puertos españoles por donde entraban multitud de impresos, legajos y libros procedentes del extranjero, en especial, de Francia; aquí se veía como en ninguna otra parte la labor concienzuda de Argos o del modelo panóptico (así es llamado también en numerosas ocasiones) del Estado de vigilar y perseguir cualquier intento de entrar en el país publicación que pudiera representar un peligro para él.

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

19.
“Aquí, sin estación, vuela distante
el pájaro del alba.”


En un descanso de la lluvia a la que este mayo de tu muerte, Antonio, parece no querer renunciar, salimos de casa para estirar las piernas por los alrededores de nuestro barrio. Tantos días encerrados en casa no es bueno para el espíritu. Y bajando por la avenida Argentina, vacía de gente, tal vez por miedo a que los nubarrones que se ciernen sobre nuestras cabezas no se rompan de nuevo en otro aguacero parecido a los que estos días nos tienen acostumbrados amenazando convertirnos en ranas. Decía que, bajando por la solitaria avenida Argentina, en la esquina de la glicinia, ya sabes a cuál me refiero (en el momento en que redacto estas notas el dueño de la casa acaba de quitarla), me pareció ver un cuerpo parecido al tuyo que desaparecía por ella, ladeada la cabeza, el paso inclinado hacia adelante, las piernas combadas… Se lo dije a Nasi y me miró comprensiva. Será debido a que aún está muy reciente tu marcha y no la acabo de asumir del todo. Seguramente era un vecino que, temeroso de la lluvia, buscaba amparo en una de aquellas casas de la calle que desemboca en la nuestra, Canarias. Buen nombre para hacer una rima, ¿eh Antonio? Era una costumbre que hacíamos nosotros. Recuerdo que cuando vivía en la avenida Primavera, llegué a hacer una ripiosa redondilla que solía repetir a menudo delante de los asistentes a la tertulia que acabábamos de fundar. Decía:
“Vivo en verso, como ves:
Avenida Primavera,
Dieciséis, cuarto, primera,
Cerdañola del Vallés”
Y ahora, mientras caminábamos Nasi y yo hacia el quiosco de los periódicos, se me ocurrió versificar sobre Canarias.
“Conmigo nadie se mete
en ínfulas literarias,
Pues vivo en calle Canarias,
Número noventa y siete.”
Los versos deben de parecerte horrendos, ¿verdad? Sólo se trata de un juego. Las primeras gotas cayeron en el paseo de tierra del quiosco. Nos dimos la vuelta esperando lo peor, pero fue una falsa alarma: no hubo más gotas de momento, aunque el cielo se iba poniendo más negro cada vez. Subimos por Canarias y a la altura de la calle de la esquina de las glicinias, descubrimos en la puerta de tu casa a Celestina hablando con la mujer de al lado. Le dimos un beso cariñoso. Se ha quedado más delgada y apocada. Es lógico. Habla muy despacio, como con miedo de despertar la mala suerte. Ha estado, nos dice, arreglando con tu hija los papeles de tu defunción. Por eso estos días no la encontrábamos en casa. Nos ha invitado a pasar, pero hemos preferido dejarlo para algo más adelante. Hemos hablado otra vez de tu última noche, y nuestros ojos han vuelto a brillar de pena. Luego ha salido a colación la broma que te dije hace unos días sobre guillotinar mis libros. Fue una broma horrible, lo sé. Pero nadie iba a pensar que esto ocurriera. Entonces Celestina me ha dicho que cuando quiera pase a guillotinar los libros. Y ya no nos ha dado apenas tiempo de quedar porque las gotas, ahora más grandes y seguidas, han empezado a reventarse en las baldosas de la acera. Antes de despedirnos le hemos vuelto a decir que cualquier cosa que necesite no tiene más que decírnoslo. La lluvia nos ha cogido de lleno a pocos metros de nuestra casa, y aún sonaban en nuestros oídos las palabras.de Celestina:
--No sé cómo llamar por teléfono. No distingo ningún nombre. Como no sé leer.
Esto sucedía el domingo.
Hoy lunes, en el Instituto, el conserje ha sido muy amable al cortarme cinco ejemplares de El cuaderno de Sísifo para llevarlos si puedo esta semana a Barcelona, a la sede del Depósito Legal, que está en la calle Villarroel, 91. Para el resto ya pasaré algún día, cuando Celestina esté más serena, por tu casa. Por la que fue tu casa. ¿Cómo me se sentará volver a entrar en tu refugio? ¿Qué sensaciones me asaltarán cuando enfile el pasillo de las habitaciones para atravesar el armario donde construiste, siguiendo tu peculiar manera de hacer las cosas, los escalones ocultos que dan a la terraza de atrás, la del palosanto? Yo no sé si cuando entre en tu despacho me quedaré igual o tu espíritu generoso saldrá a mi encuentro y me enseñará secretos de tus últimas inquietudes literarias.
Con qué claridad recuerdo ahora una de aquellas tardes en que salíamos de casa para ver cómo ibas con tu obra. Te limpiabas las manos de cemento con los faldones de la camisa que vestías para hacer de albañil y, tomándote un respiro, pedías a Celestina que preparara algo de beber. Nos sentábamos en la terraza a medio construir y me contabas los secretos de ingeniería con que te habías valido tú solo para alzar una viga de hierro. Con un gato del coche, ladrillos del nueve, tablas y, Antonio, mucha maña, habías colocado ya en su sitio, tras muchos días de repetir con paciencia la misma operación, la viga de turno. Me enseñabas las baldosas en diagonal y el tiro y los desagües que habías previsto para que el agua de las lluvias no hiciera charcos. Un poeta albañil o un albañil poeta, o muchas profesiones y poeta encima. Que eso habías sido tú hasta ese momento. Pero lo de albañil lo llevabas con mucha honra, sobre todo, desde que te empeñaste en ampliar la vivienda para hacer un nuevo despacho, más ventilado que el otro, el del garaje, donde la humedad y la carcoma se daban la mano para echarte de él cada día con más urgencia. ¿Recuerdas la broma que te hacía al llegar a aquella puerta oscura, llena de años y de agujeros de carcoma? Seguro que sí. Te decía: “Hazte a un lado, Antonio, que detrás de esa puerta te aguarda Al Capone. (Por lo de las balas que habían acribillado la madera.)
A lo que iba. Con muchos meses a la espalda y mucho esfuerzo, que a punto de herniarte estuviste más de una vez, lograste terminar la estancia que debía ser tu definitivo despacho, una habitación amplia y luminosa con una ventana hermosa que te ofrecía una vista abierta a la autopista por el lado de Aiscondel, la empresa donde tantos años estuviste trabajando. En ese despacho nuevo, instalaste un ordenador y estanterías nuevas, unas de obra y otras de madera, donde al fin pudiste ordenar muchas de tus cosas, colecciones de cartas, libros de los amigos y conocidos, cuadernos manuscritos, revistas culturales y poéticas, en algunas de las cuales había colaboraciones tuyas, conchas, minerales, trofeos literarios y un sinfín de cachivaches, producto de tu afán por coleccionarlo todo.







20.

“Lanzar al mar un mensaje en una botella
es igual que editar un libro y dejarlo en cualquier esquina.”



Las cosas en Viernes Culturales nos iban de perlas. Y nuestra amistad también. Carreta era el tercero del trío de nuestras charlas interminables, sobre todo, de las tuyas, Antonio, que no podías callarte y nadie podía hacerte callar. Ni siquiera tu inseparable Carreta. A lo mejor yo llegaba al Ateneo un poco tarde y ya estabais enzarzados en discusiones literarias, que si este soneto tiene estrambote o aquel tiene un verso cojo, que si la lluvia es un tema romántico y la rosa uno barroco, que si Miguel Hernández había muerto por abandono en la cárcel de Alicante y Antonio Machado de puro cansancio en Collioure un día azul que tenía un sol de la infancia, qué sé yo. Y entonces a mi llegada os deteníais, rojas las caras de porfiar, y me obligabais a tomar partido por uno de los dos. Recuerdo una vez que hablabais de una décima que atribuíais uno a Lope de Vega y otro a Quevedo.
--A ver, Matea—te decía yo un poco para oírte cómo decías los versos--. Recítame esa décima.
Y tú, corriendo como siempre, la fulminaste. Me quedé con algunas palabras y rimas de la composición. Entonces le pedí a Carreta que la dijera más despacio. Ni aún así. Hacíais competición para ver quién atropellaba más las palabras. Pero con lo recitado por uno y por otro, deduje que la décima en cuestión no era ni de Lope ni de Quevedo, sino de Calderón. Casi me coméis. La discusión de dos se convirtió en una discusión de tres. Al final no tuve otro remedio para apoyar mi opinión que enseñaros una Antología de Calderón con la composición de marras, la que empieza:
“Cuentan de un sabio que un día
Tan pobre y mísero estaba,
Que sólo se sustentaba
De unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía…” Etcétera.
Cosas nuestras. Nunca la sangre llegó al río. En realidad, éramos los tres que mejor nos aveníamos del grupo primigenio, y del futuro también.
Esto ocurría en 1982. Uno de los años más fecundos de tu creación literaria, como ya he dicho en otra parte. En octubre de ese año, un día de lluvia ininterrumpido, llegaste al Ateneo empapado como una sopa. Traías el paraguas en una mano y una cartera de cuero en la otra.
--Esto no es lluvia ni es nada—dijiste ante la cara que puse al verte llegar de ese modo.
Dejaste el paraguas en una silla y, apoyando la cartera sobre la mesa, sacaste de ella un librito de los tuyos, de color azul grisáceo, y lo dejaste delante de mí. Leí el título, Triángulo epicéntrico, dividido en dos partes: el nombre “triángulo” hacía equilibrio sobre el vértice superior de un triángulo equilátero sin cerrar, y el adjetivo “epicéntrico” se extendía bajo la línea que formaba la base del triángulo. No me dio tiempo a decirte ni a preguntarte nada porque ya te habías adelantado para decirme que era un libro repetido. Aún entendía menos.
--Quiero decir que es un libro que engloba tres anteriores de este mismo año y que ya tienes: La muñeca que perdió el apetito, Viaje a la ingle de una señora e Historia del silencio.
--Vamos, una trilogía lírica.
--Algo así. Si quieres lo lees y si no quieres pues no lo lees. Lo que sí cambia es el prólogo, que como verás, es de Esther Bartolomé. Es lo mejor del libro, lo comprobarás enseguida.
Después fueron llegando los demás y a todos les fuiste dando un ejemplar de tu libro. La última, como casi siempre, fue Encarna. Luego empezamos la tertulia.
Hoy, aunque es mayo todavía, llueve como entonces, aunque ahora la lluvia es más esperada que antaño pues los pantanos de Cataluña estaban bajo mínimos y aún está caliente el tema del minitrasvase del Ebro, contra el que trinan algunos sectores de la sociedad, en particular los agricultores de Aragón y otras comunidades españolas. Y ante mí tengo de nuevo Triángulo epicéntrico. No tenías razón cuando me decías que lo mejor del librito es el prólogo que te hace Esther, aunque también es muy bueno y certero, sobre todo, cuando afirma que es una decisión acertada reunir los tres títulos en un solo libro. Aunque La muñeca que perdió el apetito trata la decadencia física, Historia del silencio reconstruye los momentos más humanos de una vida, la tuya, Antonio (ahí está ese febrero de tu nacimiento como referente ineludible a la vez que lírico de tu trayectoria vital), y Viaje a la ingle de una señora describe bellamente el recorrido moroso por el cuerpo de la mujer amada. Y es que, querido Matea, estas tres obritas que forman el libro son sendas confesiones tuyas donde nos abres el libro sencillo y sincero de tu alma. Y si no, leamos detenidamente estos versos pertenecientes a La muñeca que perdió el apetito:
“Yo, poeta del barro,
Pesado como un plomo,
Iba tejiendo lilas
En sus ojos de nácar.
Ella…
Ella era mi vida…”
O estos otros de El viaje a la ingle de una señora:
“Hay cosas, en los viajes, imprevistas,
Pero viajar es ver,
Estar ausente
Un rato de problemas cotidianos,
Coger unas maletas y hacer juegos
Con sueños y esperanzas…”
O estos otros de Historia del silencio:
“Queda la poesía.
La poesía que es bálsamo;
Nacida del dolor,
La novia que no grita,
La hija del uno para el uno.
Mi todo.
La historia del silencio.”
Y ahora tú eres silencio.









21.
“¿Quiénes somos?
¿Pájaros atrapados
soñando la esperanza?”



Hoy, miércoles 28 de mayo, a dos semanas de tu silencio involuntario, vuelvo del Instituto a comer a casa, en el jardín. El día está entre Pinto y Valdemoro, pero comer al aire libre es una bendición, siempre que el clima nos dé una tregua. El jardín, que tú conoces muy bien, se encuentra, con las aguas que están cayendo, mejor que nunca. Los evónimos a reventar; la aralia, salvaje; el prunus, tan grande que tengo que cortarle varias ramas para que no se vaya de viaje a los jardines de los vecinos y los invada impunemente; la erica del centro pide a gritos un recorte sin miramientos… Mientras comemos, Nasi me cuenta que ha pasado, de vuelta de la compra, por tu casa y ha hablado un buen rato con Celestina. Dice que la encuentra más tranquila, decidida a quedarse en casa sola para intentar abrirse camino poco a poco hacia la normalidad. Eso sí, con ayuda de tu nuera, que la lleva y la trae al médico cuantas veces lo necesita. Dice también que Jorge subirá cada fin de semana para pasarlo en su compañía. Y que ya hay previsto, se conoce que tú hiciste bien las cosas antes de irte, que venga por horas una asistenta del Ayuntamiento para ayudarla en cosas puntuales de la casa o a llevarla de paseo si es preciso. Nasi le ha pedido que se mueva, que salga aquí y allá, que venga cuando quiera a nuestra casa a charlar o a estar un rato con nosotros, que no se amartille ante la televisión ni se encierre en casa como una muerta en vida… Celestina le ha enseñado lo que lleva colgado al cuello con un cordoncito. Es un dispositivo en forma de lápiz con un pulsador blanco que, en caso de necesidad puede pulsarlo y al momento tiene a su disposición a la policía o a la ambulancia. Han hablado también de ir juntos un día al cementerio para ver dónde estás, y de la guillotina. Nasi le ha sugerido traerla a casa para poder trabajar sin molestarla. Y Celestina le ha aclarado que no se puede transportar porque tú la colocaste encajada en la pared para poder hacer más fuerza al cortar los libros. ¿Te das cuenta, Antonio, la que has montado con decidir marcharte? Podíamos haberlo pasado bien durante un buen tiempo todavía, hablando de ISBN, de unir las hojas con un cosido especial, de versos, de lluvias, de plantas y de vida. De vida, querido amigo. Para dedicarla a vivir y a escribir. Tengo que decirte, ahora que ha salido a colación lo de escribir, que anoche en Tarrasa me dieron un premio de poesía. Y mientras estábamos degustando el refrigerio que los patrocinadores había puesto a disposición de los asistentes, les comentaba a los Pallero, amigos de profesión y de veladas, lo que te acababa de pasar. Ya sabes que en estos encuentros esporádicos, acaban saliendo a relucir las enfermedades y las muertes de conocidos, y es que, Antonio, cuando más feliz es uno, más proclive se ve a citar la desgracia y la muerte.

viernes, 7 de noviembre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

ACTIVIDAD FRENÉTICA

Esa semana de marzo leí más que nunca, volví a abrir libros de viejos compañeros y otros que hacía tiempo dormían en los estantes más altos de la biblioteca. Pinté un bodegón para mi mujer, un bodegón que ya había pintado hacía años y había desaparecido (algún amigo o algún familiar debía de tenerlo, en el mejor de los casos, arrinconado en algún armario de su casa), pero que juntos descubrimos mientras repasábamos en la buhardilla álbumes de fotos Suprimí un recipiente alto y el paño de la derecha y cambié algún color, como el de la mesa. Al final respeté el recipiente del aceite central, la sopera blanca, los tomates, los huevos y la vaina del guisante abierta. Los verdes, los blancos, los pequeños toques de bermellón y las gamas de azules del gris al oscuro formaban una agradable composición.




















ENTRE LA LLUVIA Y EL SOL

Algunas tardes, mientras oíamos como música de fondo ala lluvia, nos poníamos a leer en la buhardilla y de vez en cuando mi mujer me iba comentando cosas sobre Los organillos, novela que entonces leía, y luego yo le recitaba algún poema perdido en las hojas en blanco de los libros que ojeaba. Los organillos, del francés Leroy, acababa de empezarla días antes y yo ya sabía por ella que Vicens, el francés que acude a Caldeya (Cadaqués) en busca de sosiego y paz para su depresión, había hecho ya los primeros contactos, con un pintor que no pintaba nada, con una mujer que trabaja en el bar adonde iba a comer, un acaudalado gallego que en un yate lujoso conserva cuadros de Picasso, Renoir o Modigliani...
El jueves salió el sol y pudimos salir por la tarde. Ella fue a ver a su madre a la residencia y yo bajé a la biblioteca del pueblo a ver si tenía algún correo electrónico y, de paso, echar unas remadas por el mar inmenso y asustadizo de Internet. No había nada en el correo. Mi mujer, de vuelta de Barcelona y según lo convenido, me encontró en la sala de lectura de arriba tomando unas notas. De regreso a casa paseando me dijo que su madre seguía como siempre, mal, y encamada, y luego nos pusimos a hablar de todo y de nada. Salieron a relucir Los organillos (se lo llevaba al autobús para leerlo durante los trayectos de ida y vuelta): Pinero se ha encerrado en su estudio, Vicens ha roto con Jenny y se ha sumido de nuevo en la depresión, uno de los adolescentes ha muerto en el incendio que él mismo había provocado para llamar la atención... Al fin, le dije que la novela que estaba leyendo era un libro perfecto para curarse de las depresiones y espantar los demonios de la angustia. Nos reímos.











LECTURA EN EL TREN

En uno de los viajes en tren a Barcelona releí La metáfora y lo sagrado, un opúsculo de Murena al que no había tenido ocasión de leer desde que lo adquirí unos meses antes en Reseña, editorial que solía vender por correo libros descatalogados. Lo poco que conseguí entender (el estilo enrevesado y el tono empapado de religiones exóticas) no me desagradó, en especial lo que el autor afirma sobre el arte, la música y la poesía. Estas son algunas frases que tengo subrayadas: "La esencia del universo es musical". "¿Es la melancolía la madre del arte?" "Esa melancolía es la nostalgia de la criatura por algo perdido o nunca alcanzado." "Esa nostalgia no constituye el tema sino la esencia del arte." "En la metáfora se lleva más allá el sentido de los elementos concretos empleados para forjar la obra." "Las religiones han manifestado siempre desconfianza respecto del arte." "En el campo de las artes la deificación del hombre tuvo como natural consecuencia la destrucción de la figura del hombre." "La poesía es humilde. De la humildad extrae las fuerzas para su gesto osado." "El esteticismo comete un error: identifica, confunde el arte con la obra." "La poesía existe para salvar al mundo. El lenguaje caído, juzgador, sólo es adjetivo, comentario, charla nociva. La poesía no juzga, nombra mostrando, es sustantivo, crea, salva."

jueves, 6 de noviembre de 2008

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

15.


“¿Quién espera
con los brazos abiertos nuestro arribo?
Y estamos al principio.
Si tardamos
puede que la estación esté cerrada.”


En 1981 me trasladé a vivir a Cerdañola después de haber comprobado durante años que me costaba cada vez más salir de Barcelona por las mañanas camino del trabajo y llegaba a él con los nervios de punta. Como el Colegio donde daba clases se halla muy cerca de San Cugat, buscamos durante un tiempo un piso en esta ciudad para vivir, pero al fin nos decidimos por otro de Cerdañola, más asequible y cercano también al Colegio. Entre otras cosas, aquella decisión resultó muy beneficiosa para que nuestra amistad se fortaleciera, Antonio, y pudiéramos llevar a cabo las ideas comunes que nos bullían por aquel entonces en la cabeza. Una de ellas fue crear una tertulia poética en el Ateneo de la ciudad, cuyas autoridades se mostraron siempre inclinadas a favorecer nuestras inquietudes literarias. Una de las primeras cosas que hicimos fue invitarnos a nuestras respectivas casas. Yo vivía en la avenida de la Primavera y tú ya en la calle Canarias, en una casa que te habías ido construyendo a lo largo de muchos años, con no poco ingenio y mucho esfuerzo. Recuerdo el día en que fui con mi familia a tu casa. Me costó dar con ella porque entonces estaba a las afueras, rodeada de viñas y había pocos puntos de referencia para llegar a ella. En uno de tus libros, creo que en La mosca, apuntaste en la contraportada unas notas para que no nos perdiéramos. Argentina, derecha, calle en obras, pendiente, mitad de Londres… Con aquellas indicaciones y tras preguntar a un solitario paseante por el número 54 de la calle Canarias, tu refugio, dimos finalmente con la verja de la entrada. Dos machones pintados con cal lo decían por partida doble: 54. Llamamos al timbre y esperamos. Sonó la llave de la puerta del porche y luego el roce de la madera sobre el cemento. Siempre ha sonado igual. Y apareciste tú, con tu figura inconfundible: cabeza ladeada, piernas combadas y tu paso inclinado hacia adelante. La tarde fue completa. Y mis hijos quedaron encantados. Cuando arrimados a la campana de la chimenea del comedor vieron que no había señales de fuego ni de humos, me dijeron:
--Papá, una chimenea sin fuego.
Entonces tú, sonriendo, les pediste que se asomaran a su interior. Así lo hicieron los niños y enseguida vinieron hacia mí con la boca abierta y ojos sorprendidos.
--Papá, papá—dijeron excitados--, hay dentro una escalera.
Efectivamente, había incrustados en la pared unos escalones de hierro, como grapas gigantescas, que invitaban a subir a un mundo de misterio.
--¿Queréis subir? –les preguntaste a sabiendas de que te iban a decir corriendo que sí--, pues venid detrás de mí.
Por supuesto que te siguieron y yo detrás de ellos, mientras Celestina y Nasi se quedaban abajo charlando. Un mundo fascinante nos aguardaba arriba, en los sobrados de la casa. Lo primero que vimos, cuando encendiste las luces, fue una maqueta gigantesca que ocupaba la mayor parte del cuadrado de la estancia. Era una maqueta de trenes, con montañas artificiales, estaciones, cambios de agujas, vías que se cruzaban, puentes y acueductos ocupados por vagones y máquinas de todo tipo. Alucinante. Sólo había que mirar a los chicos para constatar las emociones que la vista de la magnífica maqueta ferroviaria podía provocar. Arrimados a un borde de la plancha de madera que servía de soporte a todo aquel mecanismo mágico, mis hijos esperaban (y yo también, Antonio) el milagro de ver moverse los trenes por aquel entramado de vías, estaciones, túneles y puentes, a un solo gesto del artífice de aquella maravilla, tú y sólo tú. Por eso, cuando como un dios cotidiano diste movimiento y vida a la maqueta, y despertaron las luces, y sonaron las sirenas, y los trenes empezaron a circular por las vías y a subir puentes y atravesar túneles y detenerse unos segundos en las estaciones, el sueño de la infancia se me despertó de pronto. No tengo que añadir que mis hijos, que estaban viviendo todavía el sueño inmortal de la infancia, al ver todo aquello, saltaban de alegría y soltaban todo tipo de exclamaciones. Recuerdo que tú no dejabas de sonreír viéndolos disfrutar, sobre todo, cuando les dejaste unos segundos en sus manos el control de aquella vida de los viajes en miniatura. Nunca te lo agradeceré bastante, querido amigo. Y cada vez que, con el paso de los años, volvía a subir a aquel mágico desván para contemplar los libros, cuadros, objetos y cachivaches que guardabas tan celosamente allí, y veía muda y quieta la maqueta de los trenes, me acordaba de aquel día en que mis hijos fueron tan felices.
Ahora los dos son mayores. Javier está casado y va a tener un hijo. Esteban, doctor en la Universidad de Huelva, sigue adiestrando en la Historia del Derecho y las Instituciones a alumnos cada vez menos esforzados y más dados a la desidia. Y cuando el otro día les decía en sendas conversaciones por teléfono que te habías ido para siempre, uno y otro se acordaron de cuando subieron de niños por la escala de la chimenea de tu casa hacia un mundo de sombras y aventuras, de cuadros que de repente resucitaban bajo la luz escasa de las bombillas y de trenes que partían de nuevo hacia los puentes y túneles de magia entre montañas de cartón piedra y personas de juguete que esperaban eternamente en los andenes de las coloreadas y minúsculas estaciones, mientras pitaban tímidamente para no despertar el ensueño. Uno y otro se acordaban escasamente de nuestras charlas sobre libros pero no habían olvidado la estrecha relación que había entre nosotros, la complicidad que hacía que nos entendiéramos a pesar de nuestras diferencias de edad, de cultura y de posicionamiento ante la vida.





16.

“La estación es tranquila.
Vuelan pájaros.
La tarde es un crepúsculo
interminable
y el relieve del músculo perfecto.”


En uno de tus libros más recientes, titulado Coleccionista compulsivo, confiesas tu afición por los trenes. “Recuerdo que en aquellos tiempos de mi primera evaporada niñez, dices en esa obrita de 2005, con las latas de sardinas vacías que recolectábamos en los estercoleros cercanos a nuestra casa, algunos niños construíamos largos convoyes de pequeños vagones en miniatura, en un intento de copiar los antiguos y largos trenes que teníamos siempre cerca de nosotros. Agujereábamos con un clavo las latas en sus dos extremos y las uníamos con un alambre a la lata que ejercía de locomotora. Ya estaba hecho el tren; ahora sólo faltaba tirar de él con un cordel que atábamos a la lata que hacía de locomotora. Aquellos trenes arrastrado sobre el suelo de arena de las entonces no asfaltadas calles, o en los solares de los extramuros próximos a las explanadas por donde RENFE había extendido sus vías, eran, a nuestro infantil entender, copia de las distintas unidades que con mercancías pasaban ante nuestros ojos y llenábamos nuestros “vagones” con tierras de diversos colores y texturas, areniscas, piedrecillas, semillas varias, huesos y cáscaras de frutos, residuos en fin de cualquier derribo, incluso carbonilla de las propias vías.” Y en otro sitio aludes a esos trenes que duermen bajo el polvo en el altillo de tu casa esperando tal vez que las manos de tus nietos Carlos y Alejandro vuelvan a circular un día. “Ya comentaba en el primer capítulo mi afición por el ferrocarril y las humildes latas de sardinas con las que construía mis primeros trenes. Señalaba también la existencia en el altillo de mi casa de bastantes trenes en miniatura a distintas escalas e intentaré ampliar ahora tal referencia, así como las causas que me llevaron a embarcarme en tamaña empresa. Cuando adquirimos un pequeño piso en Albacete, descubrí que desde sus ventanas podía divisar con mucha nitidez los trabajos ferroviarios en la zona que llaman las Playas, con muchos cambios de agujas de las innumerables vías en que suelen trasegar a diario infinidad de vagones, descomponiéndose unos convoyes para organizar otros que marcharán a destinos diversos y con materiales de todo tipo. Desde las ventanas de mi piso que dan a la estación, distante unos cien metros, veía todos los días ese trajín de cambiar de vías a unas y otras unidades, las cuales eran ante mis ojos como juguetes. Al poco tiempo expusieron en un comercio de electrodomésticos de la calle del Rosario una maqueta ferroviaria a escala N en la que las locomotoras y los vagones eran aproximadamente del tamaño de un plátano. Así que allí fui y me quedé extasiado ante aquellos trenes en miniatura. Hubo después otros comercios que exponían en sus escaparates maquetas con trenes a los que yo solía ir a preguntar y a interesarme por los precios que tenían las unidades expuestas, en el mismo Albacete y también en Cerdañola y Barcelona. En muchos de estos establecimientos fui adquiriendo alguna locomotora, algún vagón, algún accesorio que estaba de oferta, incluso algún convoy completo, pensando a la vez dónde irlo colocando. También fui conociendo a otros coleccionistas, que eran los que me iban proporcionando las primeras gangas y chatarras de las que querían desprenderse. El siguiente paso fue construir en la mayor habitación de la casa, entre el tejado y la primera planta, sobre un tablero de tres metros sesenta de largo por ochenta y seis centímetros de ancho una maqueta exacta de las explanadas ferroviarias de Albacete, con sus trece carriles que se bifurcan en otros que se dirigen hacia los almacenes, talleres y cocheras de aquel magno complejo, transitado a todas horas por trenes de viajeros y de mercancías…” Tal como lo cuentas lo vi plasmado en realidad. Los tapetes con las vías, las estaciones, las montañas de cartón piedra, los puentes, las casitas, los pasos a nivel, las rampas, los túneles… Y ahora, como ya he dicho, quedarán a merced del polvo y el abandono si otras manos no le ponen pronto remedio.





17.

“Si pensamos un rato en nuestra historia,
qué bella geografía es un espejo.”


Aquel año de 1981 fue para nosotros y nuestras ideas literarias altamente movido. Deseosos de seguir con la tradición de la tertulia de Jurado (aunque durante muchos años más, hasta que el poeta cayó muy enfermo, seguimos asistiendo a su tertulia), creamos una en el Ateneo de nuestra ciudad. Y como nos reuníamos los viernes de cada semana, le pusimos el nombre de Viernes Culturales. Nos reuníamos en una salita cercana a la emisora y empezamos siendo cuatro: Carreta, Encarna, tú y yo. Carreta trabajaba entonces de guarda nocturno de unas obras y cada vez que nos veíamos nos leía los poemas que durante la noche, acompañado sólo por la voz incondicional de un pequeño transistor y el silencio sin fronteras del entorno, roto intermitentemente por los ladridos de algún perro atemorizado, bosquejaba en unas hojas cuadriculadas. Eran poemas muy fogosos y vitales que abarcaban cataratas de versos. Encarna entonces era maestra y de su trabajo sacrificado y lento surgían unos poemas brevísimos, de contenido muy sustancial, altamente reflexivos sobre el amor y la soledad (Encarna hacía años que era viuda y vivía en una casa que le había cedido el Ayuntamiento en compañía de un hijo de la edad del mío mayor). Tú trabajabas de capataz en Aiscondel, y a ratos, usando el reverso de recibos y albaranes, escribías versos con aquella letra tuya apuntada y nerviosa, versos que hablaban noblemente de la condición obrera y lo difícil que es seguir adelante entre las zancadillas que surgen de cualquier esquina habitada por el hombre.
Luego, a una invitación que publicamos en la revista municipal de entonces, se nos fueron juntando gente del pueblo, hombres y mujeres de vida sencilla con una nota común, que fueran amantes de la literatura y la poesía en particular y de las artes en general. Uno de los primeros en acudir a la llamada fue un compañero tuyo del trabajo, Arbués, hombre con inquietudes y abierto a todo tipo de sugerencias culturales. Después vivieron otras personas, artistas, amas de casa, jubilados, la mayoría al principio con muchas ganas de hacer cosas (una revista donde publicáramos nuestros pequeños trabajos, exposiciones de pintura, recitales, presentaciones de libros, excursiones…), pero a medida que avanzaba el tiempo y las cosas se complicaban, fueron desertando. Uno de los que no tiraron la toalla fue el historiador Miquel Sánchez, que hasta el día de hoy sigue siendo uno de nuestros mejores puntales.
El quinteto formado por Encarna, Miquel, Carreta, tú y yo, siguió en la brecha hasta fundar, dos años más tarde, el premio de poesía Viernes Culturales, y cuajar en uno de los grupos literarios más solventes de la población.
Sin embargo, tengo que decir que con el tiempo aquellos primeros escarceos de ilusión y de planes para el futuro, fueron cambiando de manera sustancial. Y, como sabes muy bien, lo que empezó siendo un grupo preferentemente castellano y apolitizado, se fue convirtiendo en un trampolín para hacer volar la cultura y la poesía por vientos catalanizados. Carreta, tú y yo, defendíamos con uñas y dientes las razones por las cuales habíamos creado el grupo, abierto a todos, sí, pero con unos aglutinantes necesarios para no perder el norte de nuestros deseos. Encarna al principio siempre estuvo a nuestro lado, pero con la llegada de otros miembros, catalanoparlantes y comprometidos con la política del Ayuntamiento de la población, fueron introduciendo nuevos aires. Y así, el premio de Poesía, que también creamos nosotros tres y que se hizo originariamente para premiar a poemarios en castellano, poco a poco pasó a premiar dos libros, uno en castellano y otro en catalán. La cosa estaba clara. El Ayuntamiento, que era quien pagaba, pretendía, primero, que el premio llevara el nombre en catalán y, segundo, que ofreciese la oportunidad de ser concedido a un poemario escrito en la lengua de Verdaguer.









18.

“La rosa convertida en poesía.”

A finales de año, unos cuantos miembros de la tertulia Azor de Barcelona, tal vez los más antiguos, fuimos invitados por la Editora Nacional, cuya sede estaba entonces en la calle de Muntaner, 221, a dar un recital de poesía. Participamos en ese recital, entre otros, el prematuramente desaparecido José Antonio Espejo, amigo y colega mío, como sabes, Esther Bartolomé, Encarna Fontanet, Milagros Martín, Mercedes Rubio, José Carreta, Vicente Rincón, tú y yo. ¿Lo recuerdas? La Sala de Actos, roja como la pasión, rojo el alto zócalo de las paredes, rojas las butacas… estaba a rebosar. Antes de comenzar nuestro turno de intervención, Carreta, tú y yo, nos reunimos para hablar de la lectura, ¿recuerdas? Medio en broma medio en serio os hice prometerme que leeríais lentamente vuestros versos y que pronunciaríais las palabras con cariño. Con un gesto de asentimiento nos deseamos suerte. Cuando le tocó la primera tanda a Carreta leyó con cierta calma y sin atropellarse apenas un hermoso poema sobre la trágica muerte de Federico García Lorca. Supo trasmitir la emoción que impregnaba los versos y la gente aplaudió agradecida. Lo mismo te ocurrió a ti, que leíste la mar de bien, despacio e intentando proyectar los sentimientos del poema que habías elegido para la ocasión, un poema que cantaba al modo de fray Luis las alabanzas de la aldea, tu tierra albaceteña al fondo, frente a las preocupaciones, las prisas y las envidias de las ciudades grandes como Barcelona. Pero en el segundo turno de intervención, quizás embriagados por los aplausos del público de la primera vez, os olvidasteis pronto de lo que un lector de poesía debe tener siempre presente, y es pronunciar los versos con claridad y suficiente lentitud y entonación como para que el oyente asista sin prisas y sin confusiones al verdadero fluir de los versos. No sé si te acordarás, Antonio, de tu poema. Era un soneto de Sonetos en gris mayor, el titulado Meditación, una composición bellísima, llena de emoción, en cuya lectura es preciso andar con mucha calma y hacer hincapié en algunos versos. Ya en el primero, “Vida diamante y corazón de loco”, atropellaste las dos sílabas dentales con que se cierra la primera palabra y se abre la segunda, “Vida diamante” y sonó algo así como “vidiamante”. El primer soneto pasó volando, como una cadena de olas. Yo te hacía gestos con la mano para que fueras más despacio. Pero parecía que querías pasar como una locomotora sobre el soneto. De manera que cuando se acercaba a tu garganta el primer terceto, ya sabía yo que se iba a desmoronar entre tus dientes. “La rosa das, que espina es del camino”, se convirtió en un silbido prolongado e ininteligible donde lo único que destacó fueron las dos últimas sílabas, “mi no”, como si hubieras dicho que contigo no iban ni las rosas ni las espinas. Cuando al final de la lectura, comentamos la jugada, sonreíste levemente y con un gesto de cansancio repetiste el segundo terceto de memoria y me pareció una confesión acertadísima:
“Rendido estoy como aspa de molino,
Yo que, ansiando volar, siempre fui tarde
Y, sabiendo esperar, me precipito.”